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1. Todo empieza con una hospitalidad

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Lo mío, lo tomo siempre de otras manos.

ANTONIO PORCHIA 33

EN CUANTO EMPIEZO A ESBOZAR este capítulo, vienen a mi mente algunos rostros. Muchos de ellos son de gente joven, mujeres en buen número, pero también hay muchachos. Se ven muy sonrientes pese a que han vivido episodios difíciles, producto de la violencia o la dictadura que han sufrido sus países. Basta escucharlos un poco para que se suelten narrando historias. Y lo hacen bien. Cuando pienso en ellos, los veo siempre en movimiento. Algunos van incluso con asnos cargados de libros, como Luis Soriano, con Alfa y Beto, en el norte de Colombia. O llevan libros ilustrados en barcos y navegan rumbo a islas en el sur de Chile, mientras que otros remontan el Paraná o la Amazonia, como los muchachos del grupo Vaga Lume (gusano reluciente).34 “A los libros les enloquece vagar” dice la iraní Noush-Afarin Ansari, y los que “se quedan en la biblioteca son libros tristes”.35

Aunque no sean animadores de bibliotecas ambulantes, las personas en las que pienso parecen estar siempre entre un viaje y otro: acaban de recorrer la Patagonia, Minas Gerais o Chiapas, en auto o en autobuses en los que leen durante horas, como Javier, sumergido en El Quijote y muerto de risa, solo, en medio de los intrigados pasajeros.

Son los facilitadores: bibliotecarios, promotores de lectura, maestros que llevan a cabo experiencias un tanto diferentes, poetas, ilustradores, psicoanalistas. A veces van a pie, como esas muchachas que tienen su base de trabajo en la biblioteca de El Tunal y que trepan hasta los barrios más estigmatizados de Bogotá, llevando a cuestas montones de historias que leerán a los niños y a los adolescentes. Y con el paso del tiempo, éstos los siguen hasta la construcción de arquitectura futurista en la que ahora trabajan. Un poco más lejos, en los jardines públicos de la ciudad andina, unos jóvenes despliegan grandes exhibidores en los que se acomodan libros y álbumes ilustrados.36 Algunos niños se acercan, o sus padres; miran lo que se les propone y, también en este caso, los intercesores leen.

Es un mundo que camina y narra. En África o Asia existen mediadores que se les parecen.37 Y, desde luego, en Europa. Tienen el deseo de transmitir, de aprender, de compartir sus preguntas y también recorren decenas o centenas de kilómetros para reflexionar sobre sus experiencias junto con sus pares o con escritores o investigadores.

Muchos de ellos son artistas de las relaciones y de la palabra, que ejercen su arte con talento y generosidad, poniendo en juego su experiencia profesional, su intuición, su imaginación. Otros se muestran menos seguros o son más rígidos y piden recetas que nadie podrá darles. La mayoría, ya lo he dicho, se sitúan en el extremo opuesto de la caridad y de las buenas obras: simplemente están convencidos de que todo el mundo tiene derecho a apropiarse de la cultura escrita, y que verse privado de ella expone a una marginación todavía mayor. Sin afectación, sienten sin embargo que lo que hacen es en buena medida una historia de amor: con aquellos a los que acompañan y con los objetos que proponen. Pero, como escribe Thomas Pavel, “la inteligencia del corazón no excluye la del intelecto, más bien la convoca”.38 Supone conocimientos, competencias literarias, una observación atenta, un cuestionamiento de sí mismo, una puesta en tela de juicio. Tanto más porque atraviesan tiempos de desánimo, en los que han perdido hasta el significado de su oficio y de su compromiso, así de incierto es el futuro de lo que hacen, así de amenazado está por el cambio político, la pérdida de un subsidio, el capricho de una autoridad tutelar. Así de difícil es la realidad social, política, a la que se enfrentan.

El arte de la lectura en tiempos de crisis

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