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¿Qué puede hacer la lectura en estos tiempos difíciles?

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En la actualidad puede decirse que el mundo entero es un “espacio en crisis”. En efecto, una crisis surge cuando, debido a cambios de carácter brusco –aunque hayan sido preparados con mucha anticipación–, o debido a una violencia continua y generalizada, los esquemas de regulación, tanto sociales como psíquicos, hasta entonces vigentes se vuelven inoperantes. La aceleración de las transformaciones, el aumento de la desigualdad, de las disparidades y el incremento de las migraciones, han alterado o hecho desaparecer los marcos en que se desarrollaba la vida, haciendo vulnerables a hombres, mujeres y niños, obviamente de manera muy variable según los recursos materiales, culturales y afectivos con que cuentan y el lugar en que viven.

Para muchos de ellos, estas crisis se traducen sin embargo en el mismo tipo de angustia. Vividas como rupturas, sobre todo cuando se acompañan de una separación de los seres más allegados, de la pérdida del hogar o de los paisajes familiares, las crisis desembocan en un tiempo inmediato, sin proyecto, sin futuro, en un espacio sin línea de fuga. Reviven antiguas heridas, reactivan el miedo al abandono, afectan el sentimiento de continuidad propia y la autoestima. A veces provocan una pérdida total de sentido. Pero igualmente pueden estimular la creatividad y la inventiva, contribuyendo a que se elaboren otros equilibrios, porque en nuestro psiquismo, como dijo René Kaës, una “crisis libera al mismo tiempo fuerzas de muerte y fuerzas de regeneración”.17 “El desastre o la crisis son también, y por encima de todo, oportunidades”, escriben Chamoiseau y Glissant tras el paso de un ciclón. “Cuando todo se derrumba o se trastoca, también algunas rigideces o imposibilidades se ven sacudidas. De pronto se vislumbra cómo, gracias a nuevas claridades, se esculpen algunas improbabilidades”.18

¿Puede la lectura sostener a esas fuerzas de vida? ¿Qué esperar de ella sin ilusiones vanas, en espacios donde la crisis es particularmente intensa, ya se trate de escenarios de guerra o de violencia reiterada, de desplazamientos de poblaciones más o menos forzosos o de quebrantos económicos acelerados?

En contextos como ésos, muchos niños, adolescentes y adultos podrían redescubrir el papel de esa actividad en la reconstrucción de sí mismos y la contribución insustituible de la literatura y del arte a la actividad psíquica. Y a la vida en pocas palabras. Esta hipótesis puede sonar paradójica en una época de mutaciones tecnológicas donde lo que más preocupa es la eventual disminución de las prácticas de lectura. Y puede parecer todavía más audaz, incluso incongruente, considerando que el gusto por la lectura y su práctica en gran medida se construyen socialmente. Pensemos en los ejemplos que dimos anteriormente: en casi todos los casos se trata de hombres y mujeres que tuvieron contacto con los libros desde su más tierna edad o que, al menos, fueron introducidos precozmente en los usos de la cultura escrita. La abuela de Sergio Pitol leía sin descanso, y si Marina Colasanti y su hermano vivieron algunos “años-biblioteca”, fue gracias a sus padres. La lectura es un arte que, más que enseñarse, se transmite, como lo han demostrado muchos estudios.19 Éstos revelan que la transmisión dentro de la familia sigue siendo lo más frecuente. Lo más común es que alguien se vuelva lector porque de niño vio a su madre o a su padre con la nariz metida en los libros, porque los oyó leer historias o porque las obras que había en casa eran temas de conversación. En ese sentido, ¿la experiencia de Jean-Paul Kauffmann, Marc Soriano o Marina Colasanti puede hacerse extensiva a categorías sociales más alejadas de lo escrito, que son las más afectadas por las transformaciones actuales?

Los trabajos que realicé anteriormente, tanto en espacios rurales como en barrios populares de la periferia urbana,20 me han llevado a pensar que, bajo ciertas condiciones, sí puede ampliarse a ellos, y que también es posible extenderla a las generaciones más jóvenes, que a menudo nos son presentadas como más renuentes a la cultura escrita que las generaciones anteriores. Estas investigaciones me enseñaron, en efecto, que la experiencia de la lectura no variaba de acuerdo con la pertenencia social o las generaciones. En particular, las personas que mis colegas y yo conocíamos durante nuestras investigaciones evocaban ampliamente, de manera espontánea y detallada, la importancia de esta actividad en la construcción o en la reconstrucción de sí mismo, aun en los casos en que los entrevistados sólo leyeran de vez en cuando. Pero estas operaciones se realizaban por medio de apropiaciones muy singulares, incluso de desvíos respecto de los textos leídos. Con un desconcertante sentido del hallazgo, cada uno de ellos “cazaba furtivamente” lo que en secreto tenía que ver con sus propios asuntos, lo cual le permitía intercalar su propia historia entre líneas: nos hallábamos ya dentro de las “artes de hacer” que estudió Michel de Certeau.21

Nuestros interlocutores se referían a algo más amplio que las acepciones académicas de la palabra “lectura”: aludían a textos que habían descubierto en un encuentro cara a cara, solitario y silencioso, pero también, a veces, a lecturas oralizadas y compartidas; tanto a libros releídos con obstinación como a otros que apenas habían hojeado, robándose una frase aquí o un fragmento allá; a los momentos de ensoñación que acompañaron o vinieron tras el intercambio con lo escrito, a los recuerdos híbridos que tenían de eso, a las transformaciones que experimentaban. Más que el desciframiento de los textos, más que la exégesis erudita, lo esencial de la lectura era, al parecer, ese trabajo del pensamiento, de la ensoñación. Esos momentos en los que se levanta la vista del libro22 y se esboza una poética discreta, en los que surgen asociaciones inesperadas.

No obstante, lo que variaba de un medio social a otro eran los obstáculos. Para unos, todo ya estaba dado por nacimiento o casi; para los otros, el alejamiento geográfico se añadía a las dificultades económicas y a las prohibiciones culturales. Si habían logrado incluso leer, era siempre gracias a mediadores específicos, al acompañamiento cálido y discreto de algún facilitador que tenía también el gusto por los libros, que había hecho deseable su apropiación.

El arte de la lectura en tiempos de crisis

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