Читать книгу El arte de la lectura en tiempos de crisis - Michèle Petit - Страница 7
Prólogo
ОглавлениеTuvieron que labrarse un arte de vivir en tiempos de catástrofe,
para nacer una segunda vez, y en seguida luchar, a rostro descubierto,
contra el instinto de muerte que está activo en nuestra historia.
ALBERT CAMUS1
LA IDEA DE QUE LA LECTURA puede ayudar al bienestar de la gente es muy antigua, sin duda tanto como la creencia de que puede ser peligrosa o dañina. Sus poderes reparadores, en particular, no han dejado de ser observados a lo largo de los siglos. “Para mí, el estudio ha sido el supremo remedio contra el hastío de la vida, pues no ha habido pesar que una hora de lectura no me haya quitado”, escribió Montesquieu. Más cerca de nosotros, en el siglo XX, pensemos en el papel que jugaron la lectura o los recuerdos literarios para tantos deportados a los campos de concentración nazi, o para quienes sufrieron el confinamiento estalinista. Primo Levi le recitaba Dante a su amigo Pikolo en Auschwitz, y los compañeros de Robert Antelme rememoraban poesías que transcribían en pedazos de cartón que encontraban en la bodega de la fábrica.2 Brodsky, condenado a trabajos forzados en un lugar cerca del círculo polar, leía a Auden y de él sacaba fuerzas para sobrevivir y enfrentarse a sus carceleros.3 Y la biblioteca que Chalamov encontró al salir de la Kolyma le dio nuevos ánimos para seguir adelante: “La notable biblioteca de Karaïev –no había un solo libro que no valiera la pena de leerse– me resucitó, me dio nuevas armas para la vida, en la medida en que eso era posible”.4
En las cárceles de los militares argentinos o uruguayos, muchos hombres y mujeres redescubrirán esa importancia vital de los libros o de los recuerdos de textos leídos. Tal como lo hará Jean-Paul Kauffmann, rehén durante tres años en Líbano: cuando no tenía nada más que leer, rememoraba las poesías o novelas “de antes”, afanándose en recuperar “su impregnación”:
Esa gimnástica de la memoria no se enfocaba para nada en el argumento. Reconstruir la intriga de Rojo y negro, Eugenia Grandet o Madame Bovary no era el objetivo que yo perseguía. Recrear el recuerdo de una lectura, reconocer en mí la huella que ésta dejaba, recuperar su impregnación, tal era el objetivo que me había propuesto. Darle un significado a lo que yo leía era algo accesorio. Lo que buscaba era empaparme del texto, no interpretarlo […].
Nunca devoré algo con tanta intensidad. Me olvidaba de la celda. Metido en el fondo de mi lectura, produciendo dentro de mí otro texto. Extraño goce, equivalía a una liberación provisional. […] Encadenado y a la luz de una vela, conocí la adhesión absoluta al texto, la fusión total con los signos que lo componían –la cuestión del sentido, lo repito, era secundaria.5
Sin llegar a esas situaciones extremas, la contribución de la lectura a la reconstrucción de uno mismo tras una desilusión amorosa, un duelo, una enfermedad, etc. –cualquier pérdida que afecte la representación de sí mismo y del sentido de la vida– es una experiencia común y ha sido descrita por numerosos escritores; para no ir más lejos, en una entrevista que encuentro la noche en que escribo estas líneas: habiendo perdido a su padre cuando era un bebé y luego a su madre a la edad de cinco años, Sergio Pitol cayó gravemente enfermo; ya no podía ir a la escuela, pero la casa donde su abuela lo había acogido estaba llena de libros: “Mi abuela leía sin parar. Y yo atrapaba todo lo que caía en mis manos.[…] A los doce años descubrí La guerra y la paz y cesó mi enfermedad. Siempre he estado convencido de que Tolstoi me salvó”.6
De manera parecida, Marc Soriano narró un día de qué manera, siendo niño, Pinocho le ayudó a sobreponerse a la muerte de su padre y a la grave anorexia resultante que puso en peligro su vida. En palabras de él “devoró, masticó, engulló y regurgitó Pinocho”, en el cual encontró “a la vez su crimen y la saludable rebelión que le dio la fuerza para luchar contra el abrumador sentimiento de culpa que la muerte absolutamente real de su padre amenazaba con hacer irreversible y fatal”.7 Allí se puede ver hasta qué punto una obra, en ocasiones, nutre literalmente la vida. En retribución, Soriano consagró la suya al estudio de los cuentos.
Tomaré un último ejemplo de Laure Adler quien, refiriéndose a la muerte de su hijo, declaró: “Si no me quité la vida, fue porque casualmente me topé con Un dique contra el Pacífico de Marguerite Duras”,8 que encontré en una casa alquilada para el verano:
…de hecho siempre tuve el sentimiento de que me estaba esperando. Ese verano acababa de pasar por una de esas pruebas de las que uno cree que nunca podrá reponerse. Me consta que un libro, al trocar mi tiempo por el suyo, el caos de mi vida por el orden del relato, me ayudó a recuperar el aliento y a avizorar un futuro. La feroz determinación y la inteligencia del amor que manifiesta la muchacha de Un dique seguramente contribuyeron mucho a lograrlo.9