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La oralidad, en el origen del gusto por la lectura

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El gusto por la lectura se deriva, en gran medida, de esas intersubjetividades y le debe mucho a la voz. Si bien no hay recetas que garanticen que un niño leerá, la capacidad para establecer con los libros una relación afectiva, emotiva, sensorial, y no sólo cognitiva, parece en efecto ser decisiva, igual que las lecturas oralizadas: en Francia el porcentaje de los grandes lectores es dos veces más importante entre quienes tuvieron la oportunidad de escuchar historias que su madre les contaba cada día, que entre los que nunca escucharon ninguna.63 Antes del encuentro con el libro está la voz de la madre, o a veces del padre o, en ciertos contextos culturales, de la abuela o de otra persona a la que le es confiado el niño, y que lee o cuenta historias.

Pero cuando la lucha por la supervivencia o el trabajo acaparan el tiempo cotidiano, cuando la madre, psicológicamente frágil o enlutada, no recibe el suficiente apoyo de su entorno, no estará en condiciones de decir una rima, de narrar una historia, y mucho menos de leer alguna (lo que supondría que ella misma haya podido apropiarse de los libros). Incluso ella misma ha olvidado a veces las leyendas que le fueron transmitidas en su propia infancia. O bien el lenguaje sólo sirve para designar las cosas inmediatas. En ese caso les faltará a los niños una etapa para integrar los diferentes registros de la lengua y apropiarse un día de la cultura escrita: la etapa en que la literatura, oral o escrita, es la iniciadora a un uso de las palabras tan esencial y vital como “inútil”, completamente cercano a la vivacidad de los sentidos y al placer compartido, completamente alejado del control y de las evaluaciones.

No obstante, algunos mediadores culturales pueden recrear situaciones de oralidad felices que permiten una nueva travesía, un desvío hacia esa época en que las palabras son bebidas como leche o miel. Y a veces observan que algunos adolescentes, al escucharlos, se extienden y luego se acurrucan en posición fetal, mientras que otros cierran los ojos.

En los centros de lectura que he estudiado, los mediadores se fundamentan en sus conocimientos, gracias a los cuales proponen una selección de obras muy pensada, como veremos después. Pero también están allí con sus cuerpos, sus sentidos, su energía (como señala Juan Groisman, un joven argentino: “al comienzo yo creo que ellos venían por nuestra energía, por nuestro deseo, eso era lo primero”). Están allí con su propia historia, sobre la cual a menudo se han interrogado, aunque no lo demuestren, con su propio recorrido como lectores; y con sus voces que dan vida a los textos. La oralidad está en el fondo de prácticamente todos los programas que se han desarrollado en esos espacios en crisis.

Durante demasiado tiempo se ha contrapuesto lo oral a lo escrito pese a que el libro y la voz son compañeros y que en particular la biblioteca es un marco “natural” para la oralidad: es el lugar de miles de voces ocultas en libros que fueron escritos a partir de la voz interior de un autor. Cuando un lector lee, hace revivir esa voz, que proviene a veces de varios siglos atrás. Pero a los que crecieron lejos de los soportes impresos, alguien debe prestarles su voz para que oigan la que el libro transporta.

En los últimos años, en muchos países se ha redescubierto la oralidad y se ha conjugado lo oral con lo escrito en los espacios dedicados a facilitar la apropiación de la cultura escrita. En Argentina se han implementado talleres para ayudar a las mujeres a encontrar, o reencontrar, una relación feliz con la narración oral a fin de que más adelante ellas puedan contar o leer historias a los niños. Esos talleres, que formaban parte del Plan Nacional del Lectura, estaban destinados a algunas maestras, pero también, por ejemplo, a las mujeres miembros de una ONG en un barrio popular de la provincia de Entre Ríos, que se encargan de algunos de los comedores que se crearon por todo el país en los años noventa, después de que la liberalización causó los estragos que ya se conocen. Según sus propias palabras, ellas querían agregar un “alimento cultural” a los platillos que les servían a los niños. Algunas eran analfabetas, pero desde un principio dijeron que aunque no supieran leer, podían contar historias. Silvia Seoane las escuchó y observó durante algunos talleres. Se sintió impresionada por el trabajo de apropiación, de reinterpretación y elaboración estética que realizaban a partir de las historias aportadas por los cuentacuentos profesionales; por esta oralidad diferente de la oralidad espontánea de lo cotidiano, y cuya lógica interna estaba próxima a la de la narración escrita; por el surgimiento progresivo en ellas del deseo de leer los cuentos por sí mismas y por lo tanto de aprender a leer; por la transición al mundo de lo escrito, facilitada por lo que se había prefigurado en la narración oral. Se dice a veces que el paso a lo escrito supone renunciar, dejar detrás un mundo anterior que se ama profundamente, más próximo a las sensaciones, a las imágenes. Según Silvia Seoane, lo que hubo en estas mujeres no fue la renuncia a un mundo amado, sino más bien el surgimiento de un nuevo deseo.64

El arte de la lectura en tiempos de crisis

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