Читать книгу El arte de la lectura en tiempos de crisis - Michèle Petit - Страница 16
En busca de pelotas que nos manden los demás a nuestra cancha
ОглавлениеAl dirigir una mirada diferente sobre el adolescente, los mediadores culturales crean una apertura psíquica, sobre todo en la medida en que no son los intercesores de un objeto cualquiera, sino de los libros, anteriormente símbolos de aburrimiento o de exclusión que, como descubrirán estos jóvenes, también los “escuchan” y les brindan una atención singular, a la vez que les envían ecos desde la parte más profunda de ellos mismos.
Así ocurría con Samir, quien dice acerca de una bibliotecaria que le aconsejaba libros en su infancia: “Ella conocía mis gustos. Al principio yo estaba centrado sólo en ellos, y ella sentía que esa era mi orientación principal, y yo no lo sabía. Y ella me aconsejó otros libros; pensé para mis adentros: ¡mira!, eso no tiene nada que ver con lo que yo quería, pero de todos modos me gustaba. Y cada vez ella cambiaba, y siempre me gustaba lo que escogía para mí”. Malika hace un comentario casi igual: “Mi mejor recuerdo era Philippe, el bibliotecario. Siento que realmente éramos amigos… Él siempre sabía todo, los libros que me gustarían: ‘yo ya leí este, quizás tú podrías leerlo también…’ Sabía qué tipo de libro le gustaría a tal o cual persona”. Como Samir, se sintió escuchada por alguien que parecía tener un conocimiento sobre ella que ella misma no tenía. Porque los libros ilustrados que el bibliotecario compartía, esas pequeñas historias que le leía o aconsejaba, tenían muchísimo que ver con lo que experimentaba. Esos libros sabían mucho sobre ella, sobre sus deseos, sus temores, sobre algunas facetas de ella misma que nunca había explorado o sabido expresar.
Allí tenemos, desde luego, una experiencia que no es exclusiva de los niños o adolescentes que viven en contextos de crisis. A lo largo de toda nuestra vida, buscamos pelotas que nos mandan los demás a nuestra cancha, las cuales nos permiten discernir mejor lo que hay alrededor de nosotros y, sobre todo, lo que nos sucede a nosotros, de manera inexpresable. Necesitamos al otro para “revelar” nuestras propias fotografías, tomando una imagen que utiliza Proust en El tiempo recuperado, donde menciona esos “innombrables clichés que no se aprovechan porque la inteligencia no los ha revelado”.
Del nacimiento a la vejez, sólo pensamos en respuesta a lo que otros nos proponen, sobre todo cuando suponemos que ellos saben algo, un secreto, al que nosotros no tenemos acceso. Sin el Otro, no puede haber sujeto. En otras palabras, el gesto de compartir, o de intercambiar –la relación–, está en el principio mismo de la interioridad, que no es un pozo en el que uno se sumerge, sino algo que se constituye entre dos, a partir de un movimiento de aproximación hacia el otro. Está también en el principio mismo de la identidad (si es que ésta existe, lo cual es discutible) que se construye tanto en un movimiento centrífugo como centrípeto, en un impulso hacia el otro, un desprendimiento de sí mismo, una curiosidad, una envidia también, a veces feroz. En el principio mismo de la cultura.
En busca de un nuevo impulso, de sentido, los hurtamos de donde podemos, hurgamos en los bolsillos de los demás y chapuceamos a partir de frases oídas en el autobús o en la calle, pero también de lo que encontramos en los depósitos de sentido propios de las sociedades en que vivimos: leyendas, creencias, ciencias, bibliotecas. Y los escritores que expresan lo más profundo de la experiencia humana devolviéndole a las palabras su vitalidad, ocupan aquí un lugar esencial.
Tal vez se captarán mejor los fundamentos de todas estas cosas si regresamos al inicio de la vida humana. Además, como se habrá visto y se verá más tarde, los mediadores convidan a las personas con quien comparten experiencias a un retorno hacia la infancia, hacia los primeros recuerdos del descubrimiento de las palabras, de las historias, de los libros, o de los objetos amados.