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Prefacio a la edición de bolsillo

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Han pasado trece años desde la primera vez que se publicó este libro y, sin embargo, el interés por los usos de la lectura en tiempos de crisis sigue siendo un tema vigente. Durante los meses siguientes a su aparición, en 2009, la economía mundial cayó en una grave recesión, y desde entonces, bajo múltiples formas, las “crisis” no han cesado, ya sea en forma de atentados terroristas, sismos, inundaciones o incendios de enorme magnitud, o de guerras que provocan desplazamientos de poblaciones completas… Y a partir del inicio de 2020 la humanidad entera ha sido presa de una pandemia que ha amenazado todo aquello sobre lo cual está construida la vida en sociedad, y que ha contribuido a profundizar gravemente la desigualdad.

Curiosamente, una vez que salimos de aquella enorme recesión económica, o en las semanas siguientes a los atentados terroristas, la gente se lanzó en tropel a las librerías, como lo hizo también después del 11 de septiembre de 2001, a pesar de que las pantallas ocupan un lugar cada vez más importante en nuestra vida cotidiana. Al día siguiente del temblor del 19 de septiembre de 2017 en México surgieron múltiples iniciativas que tenían como centro las lecturas compartidas. Durante la pandemia, después de un primer momento de conmoción en el que resultaba difícil pensar en leer, el tiempo de la lectura regresó:1 en numerosos países se inventaron múltiples formas de lectura compartida, en familia o de forma virtual con amigos, desconocidos, maestros, bibliotecarios, promotores de lectura… Y una vez que terminó el confinamiento las librerías experimentaron un alza espectacular en ventas de libros, particularmente de obras de fondo, clásicos literarios, ensayos complejos.

¿Qué buscaban quienes corrieron hacia las librerías, o aquellos que formaron parte de los intercambios alrededor de los libros en situaciones extraordinarias? Construir sentido, encontrar puntos de referencia, aclarar lo incomprensible, transformar las tristezas en ideas —por usar las palabras de Proust—, y tal vez hasta en belleza. Porque somos animales poéticos, narrativos, sedientos de palabras, de historias, de imágenes que estén a la altura de lo que vivimos. Cuando el miedo se hace presente y el odio no está lejos, cuando el mundo parece estar a punto de fragmentarse, el libro es también, por excelencia, el objeto que sugiere un universo entero, articulado, que da la idea de una construcción sólida, firme, dotada de armonía; el libro aporta conocimiento y permite tener alguna noción de lo que nos espera, pero sobre todo nos da acceso a otra dimensión que hace más habitable ese mundo que parece tan caótico pero que llamamos real. Nos da al mismo tiempo un abrigo, un espacio íntimo y un horizonte, una lontananza, un mundo abierto.

En efecto, hoy como ayer, los lectores no comparan esta actividad con una fortaleza o un búnker, ni siquiera con una casa de piedra o de ladrillos, sino que lo hacen, de manera recurrente, con una cabaña. Ya sea que esté hecha de troncos, de ramas o de paja, la cabaña deja entrar los aullidos, los llamados y los aromas del bosque; la cabaña respira. La idea de la cabaña sugiere la lejanía, nos hace viajar: “Cuando hablamos de cabañas pensamos en algo que nos es muy próximo, muy familiar, y que al mismo tiempo evoca la lejanía, el campo, nos hace imaginar tierras de aventura”, escribe Gilles Tiberghien. Dice también de la cabaña que es el vector del deseo “entre lo cerrado y lo abierto, el interior y el exterior”.2 De manera similar, el escritor español Gustavo Martín Garzo asocia la literatura con “Una casa como la que Tarzán y Jane construyeron en la copa de un árbol, abierta a todas las llamadas de la vida”, con “un lugar que nos protege lo justo para no separarnos del mundo”.3 Viajar ahí permite reencontrar mejor el mundo después de haberlo olvidado, permite regresar sintiéndose menos perdido. Y en este complejo proceso entran en juego múltiples elementos, como veremos en los capítulos que siguen.

Si bien acudimos a los libros en contextos críticos, esto no los reduce al papel de un bálsamo o un remedio. Me parece importante insistir sobre esto porque en ocasiones se ha hecho uso de este Arte de la lectura para equiparar la lectura con un tratamiento, y legitimar la prescripción de textos supuestamente aptos para remediar tal patología o tal problema del alma. Me parece preocupante que hoy en día la lectura sea cada vez más instrumentalizada por sus efectos terapéuticos, tras haberlo sido por sus beneficios escolares (reales o supuestos) o su eventual aportación a la integración social.

No se trata de eso. Los mediadores cuyo arte se estudia en este libro poseen sobre todo un deseo de compartir, de hacer justicia, y una exigencia poética, como diría Calaferte. Están convencidos de que cada uno de nosotros tiene derecho al saber y a la información, pero también a la metáfora, a lo imaginario, a la belleza bajo múltiples formas, para nutrir sus sueños, su pensamiento, su creatividad. Y si las lecturas que sugieren permiten —entre otros efectos— alejarse de los contextos dolorosos u opresivos y adquirir un cierto margen de maniobra, me parece que es porque no se limitan a la dimensión del cuidado. La lectura ofrece mejores “curas” a quienes no buscan tal cosa. Es más, como veremos, es imposible predecir, anticipar, el efecto que tendrá un texto sobre una persona determinada, pues lo inesperado, la sorpresa, desempeñan un papel fundamental, en tanto que constituyen un desvío que permite leer las páginas de la propia vida de manera indirecta. Hay algo que se nos escapa y que no se puede explicitar completamente: he oído a psicoanalistas decir que un niño encuentra siempre el libro que necesita, y esto sin duda es cierto más allá de la infancia, siempre y cuando, desde luego, alguien haya abierto el camino hacia los libros, haya facilitado su apropiación y haya sabido volverlos deseables.

Hoy incluso dudo que podamos hablar de los “poderes reparadores de la lectura”, a pesar de que los menciono en numerosos momentos en las páginas siguientes. “Reparar” puede sugerir un regreso al estado anterior, al cual aspiramos con mucha frecuencia en los tiempos críticos. Sin embargo, es mucho más fuerte el poder transformador que poseen ciertos libros, o ciertas frases, que a pesar de no tener nada que ver con la situación en la cual se encuentra atrapado el lector le dan la fuerza necesaria para liberarse.

Toda violencia resentida, todo sufrimiento, entorpece, aleja el horizonte, cuando no cancela completamente la posibilidad misma de salir y de llevar la mirada o el pensamiento a la lejanía. Nos convierte en Dreyfus cuando estaba preso en la isla del Diablo, rodeado de una empalizada que le impedía ver el mar y con la prohibición de hablarle a sus carceleros. Y sin embargo, hasta a él se le dio la gracia de los libros y pudo copiar páginas enteras de Montaigne o Shakespeare en los cuadernos donde resolvía ejercicios de inglés y de matemáticas.

Los libros son la anti-empalizada. La fuerza, el movimiento reencontrado tal vez proviene de esa lontananza ilimitada que abren las palabras o las ilustraciones, de esa otra dimensión, completamente distinta, que se sale de la brutalidad de lo real. Puede que haya otros objetos que también abren estos accesos, pero los libros lo hacen de manera excelente, como anota Camus al referirse indirectamente a la biblioteca municipal que visitaba de niño: “lo que contuvieran esos libros en el fondo poco importaba. Lo que importaba era lo que sentían al entrar en la biblioteca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizontes múltiples que, no bien traspasado el umbral, los arrancaban de la vida estrecha del barrio”. En los últimos años tuve que organizar las obras que componían la biblioteca de mi madre, que acababa de morir. He descubierto que desmontar la biblioteca de alguien que se ha ido es un gesto sacrílego, mucho más que regalar sus vestidos o los objetos que la rodeaban. La biblioteca de alguien, ya sea que conste de diez volúmenes o de cinco mil, está compuesta de sus sueños. Al tocar esos libros yo me internaba en sus territorios más íntimos, y al destruir su orden, desmantelaba un universo compuesto como un ramo de flores. Me abría paso a golpes de una atroz racionalidad económica (éstos de aquí pueden donarse, éstos de acá pueden venderse, estos títulos técnicos o manuales pueden tirarse).

Los sueños de mi madre estaban hechos de muchos tratados científicos sobre la evolución de los seres vivos, el cosmos o el sistema nervioso; de bellos libros sobre los pájaros, sus plumajes, sus costumbres, sus cantos. De poesía francesa del siglo XX, de novelas estadounidenses, de diccionarios muy sabios. Y de islas cuyas antípodas permanecieron en secreto: entre dos obras de arte descubrí un juego de cartas y documentos sobre el océano Pacífico de los cuales jamás había oído hablar. Desamparada frente a un descubrimiento semejante dejé de organizar y pospuse el resto del trabajo para otro día; pensé que la palabra “pacífico” seguramente habría significado algo para ella, que era tan inquieta. Recordé a una colega cuya biblioteca también tuve que vaciar: en medio de carpetas sobre temas muy serios se había deslizado un libro de fotografías de la actriz Simone Signoret en el esplendor de su juventud; ahí también había encerrado un continente pacífico, secreto, escondido. Me hizo recordar la frase de una mujer a propósito de una ilustración encontrada en un libro de la infancia: “era el anverso absoluto de todo lo que me rodeaba”.

Un anverso absoluto del cual requerimos todos los días para que nuestros deseos encuentren a dónde ir, eso que nos hace dormir y soñar. Lo que hace a Wendy y sus hermanos seguir tarde tras tarde a Peter Pan hasta El País de Nunca Jamás, lo que hace a Proust escribir noche tras noche, lo que hace a Sherezada contar.

Más que someter a los niños, a los adolescentes o a los adultos con quienes trabajan a discursos muy aburridos sobre los beneficios de la lectura, los mediadores, de cuyo arte trata este libro, los ayudan a descubrir ese anverso donde tomar respiro y donde experimentar, tal vez, una transfiguración. Les muestran un continente entero que no es sólo un consuelo sino una parte invisible, vital, de cada uno de nosotros.

PARÍS, FEBRERO DE 2021

Traducción de Juana Inés Dehesa

1 Véase Michèle Petit, “Leer (o no leer) en tiempos de pandemia”, conferencia inaugural del Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, Resistencia (Argentina), 19 de agosto de 2020, publicada en El fomento del libro y la lectura 20, Fundación Mempo Giardinelli.

2 “Demeurer, habiter, transiter; une poétique de la cabane”, en Augustin Berque et al., L’Habiter dans sa poétique première, París, Donner lieu, 2008.

3 Gustavo Martín Garzo, “Una casa de palabras”, El País, 8 de enero de 2012.

El arte de la lectura en tiempos de crisis

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