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Años de guerra, “años bibliotecas”

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Pero no sólo en los momentos de desastres íntimos los libros llegan al rescate; también cuando sobrevienen crisis que afectan simultáneamente a un gran número de personas.“En los años treinta, de acuerdo con varios análisis, en Estados Unidos la crisis lanzó a millones de estadunidenses a sus bibliotecas”, según escribe Martine Poulain:10

A veces los desempleados le pedían a la lectura que les permitiera distanciarse de lo real y de su propia situación, le pedían que los llevara “fuera del mundo”. Otras veces, al contrario, lo que esperaban era que los mantuviera “dentro del mundo”. La lectura de la prensa era entonces algo muy apreciado, ya sea porque la lectura de las “noticias” sancionaba esa necesidad de sentirse ligado a una comunidad de pertenencia, o porque la consulta de las ofertas de empleo sellaba de manera aún más directa la búsqueda de reintegración.11

Y así por el estilo en todas partes, la segunda Guerra Mundial provocó un fuerte aumento en las prácticas de lectura, como mucha gente lo ha atestiguado, entre ellas Thaïs Nasvetnikova, en Rusia, quien evoca el invierno de 1941: “Recuerdo que todo el mundo leía… Muchísimo. Nunca he visto algo así… Agotamos la biblioteca para niños y adolescentes. Entonces nos autorizaron a leer libros para adultos”.12 O J. M. G. Le Clézio, quien se encontraba en Niza: “No se podía salir, era demasiado peligroso. Los caminos y los campos estaban minados […] Vagabundear era imposible. No teníamos muchos amigos, vivíamos aislados. Había que poblar ese vacío, y allí estaban los libros”.13 O Marina Colasanti, quien habla de su infancia en Italia:

… aun en pleno nomadismo, mis padres pudieron ofrecernos, a mi hermano y a mí, una normalidad estable.

Esa normalidad fue la lectura.

Cuando pienso en esos años, los veo atiborrados de libros. Son mis años-biblioteca. Y mis lecturas más emocionantes, ésas que hasta hoy vivo como mi epifanía de lectora, me fueron dadas justamente en los dos últimos años de la guerra, los años más duros. […]

Miraba por la ventana de nuestra sala, veía el símbolo del fascio sobre la fachada del Duomo y leía. Comíamos coliflor siete días a la semana, un huevo costaba una lira, se decía que el pan estaba hecho de serrín, y yo leía. Abandonamos la ciudad, buscamos refugio en la montaña. Allí, cuando despertábamos, las columnas de humo, allá en el horizonte, nos decían que Milán estaba siendo bombardeada. Y yo, ¡ah!, seguía leyendo.14

Todavía en fecha reciente, inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, en una época en que lo audiovisual ya era omnipresente, se observó pese a todo un aumento en la afluencia a las librerías de Nueva York mientras que disminuía la frecuentación de todos los demás comercios: “El público se vuelca hacia lo escrito para comprender la crisis”, escribió en su encabezado Le Monde del 22 de septiembre de 2001. Tras la primera onda de choque, la gente “vino a buscar libros para superar esa prueba”, comentó la directora de una gran librería.15 En Francia también las librerías registraron un movimiento similar.16

El arte de la lectura en tiempos de crisis

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