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CAPÍTULO 7

BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Lunes 17 de septiembre. Tarde.

Las tutorías de los distintos departamentos se encuentran en el tercer piso del edificio principal, una estructura en forma de U en la que los despachos se van disponiendo de modo correlativo en torno a una sala de profesores escueta, pero en la que reina de forma perpetua el olor a café.

Alrededor de las cuatro de la tarde de ese lunes, el pasillo de tutorías mostraba una cola de alumnos y alumnas inesperada. Seguramente, esas paredes no recordaban tanta asistencia fuera de época de exámenes, cuando es más habitual acudir a revisar las pruebas. No me sorprendió, al llegar, que la fila de compañeros y compañeras desembocara en el despacho de Bruno Santana, pero sí que la primera ante su puerta fuera mi compañera Nadia. Me coloqué al final de la cola para esperar mi turno. Si mi amiga me vio, no se molestó en hacérmelo notar. A juzgar por la expresión inquieta en su cara, llevaba rato esperando.

—¿El profesor Santana ha llegado? —le pregunté al chico que tenía delante.

—Sí, tiene alguien dentro. Al menos eso creo.

—¿No estás seguro?

—No he visto entrar ni salir a nadie desde que estoy aquí, pero se oyen voces y risas de cuando en cuando.

—Vaya —respondí.

Tuve suerte. La puerta del despacho no tardó en abrirse y los presentes escuchamos un claro «adiós, profesor» antes de que una sonriente Sophie saliera de la tutoría y pasara radiante por nuestro lado. ¿Qué quieres que te diga?, yo siempre la encuentro radiante. Me fijé, sin embargo, en que el rostro de Nadia se había convertido en una mueca pálida de espanto. Intuí que ella también acababa de descubrir quién llevaba tanto tiempo con el profesor.

—¿Siguiente? —oí llamar a Bruno.

Nadia entró en el despacho intentando recomponerse. Cerró la puerta a su espalda y cuando minutos después volvió a salir se alejó por el pasillo sin dirigirme la mirada ni despedirse. Había poco que yo pudiera hacer o decirle. Esperé en silencio mi turno y cerca de media hora después entré por fin en el despacho.

Encontré a Bruno Santana sentado al otro lado de un escritorio despejado e impoluto en el que sólo había dispuesto un cuaderno grande de cuadros y dos sencillos bolígrafos azules. Tenía el ordenador de sobremesa apagado y me sorprendió por alguna razón no verle manipulando un portátil o una tableta avanzada. No sé, era lo mínimo que esperaba en un exitoso escritor. Y un cuaderno de cuadros no era lo que había anticipado. Levantó la cabeza de su última anotación y me indicó que me sentara ante él con mirada cansada.

—Veo que estás muy solicitado —le comenté, y él sonrió levemente para mostrar que mi comentario le había hecho gracia.

—Sí —me contestó—. Pero es bueno que los alumnos y alumnas jóvenes se interesen por la literatura.

—Nadia, la chica que ha venido hace un rato, escribe muy bien.

—¿Nadia? Ah, sí, me ha dejado unos textos para que los leyera. Perdona, pero todavía no me sé los nombres. A ver... Sophie.., sí, Sophie también me ha dejado algo que ha escrito.

Ese nombre sí lo recuerdas, pensé. Ni siquiera sabía que Sophie escribiera. Carraspeé y me froté la frente con timidez.

—Bueno, ahora me da corte, sabiendo eso, pero yo también quería dejarte algo para leer.

—¿Tú también escribes? —me preguntó, mirándome por encima de esas gafas redondas que parecían tener la propiedad de resbalar constantemente por nariz. Se las colocó con dos dedos y me volvió a sonreír—. Parece que el instituto ha cambiado mucho desde mis tiempos de estudiante.

—Bueno, lo intento —le contesté sacando de mi mochila un manojo de folios impresos y sujetos con un clip. Recordé el cuaderno morado de las poesías de Nadia y aposté a que el trabajo de Sophie también tenía mucho mejor aspecto que el mío. Sentí pudor y vergüenza—. Te traigo esto. Es, bueno, es más o menos el comienzo de un libro.

—¿Más o menos un comienzo? —me preguntó. Por su expresión entendí que era la primera vez que oía algo así.

—Sí, es que tengo un problema.

—Los problemas forman parte del camino del escritor —me contestó, hojeando mis folios—. Sin problemas no surge el cuento, o surge uno muy aburrido. Pero si dices que apenas es un principio intuyo que tu problema es más bien que no sabes cómo seguir.

—Tal cual.

—Es lo más normal del mundo.

Echó un vistazo a mis páginas y casi al momento me las devolvió. Me sentí decepcionado.

—¿Has planificado algo de esto? —me preguntó. Yo le miré sin ocultar mi desconcierto—. Me refiero a si antes de lanzarte sobre el teclado te has sentado a diseñar a los personajes, a hilar el argumento, a perfilar una estructura…

—Me temo que no.

—Es decir, que no tienes ni idea de hacia dónde va este texto, de cómo sigue.

—Bueno, una idea puedo tener pero…

—Vaga. Una idea vaga y a la que no sabes cómo acercarte.

Era como si estuviera leyendo mi mente. Le vi levantarse y dirigirse a la pared del despacho junto a la puerta, donde conectó un equipo de música que empezó a reproducir algún tipo de música clásica. Un lánguido chelo que poco a poco cobraba velocidad.

—Es Bach —me explicó—. Me ayuda a pensar.

—Lo cierto es que no, no me senté a planificar nada. No sabía que tenía que hacerlo.

—Bueno, yo no soy el mejor para dar consejos, pero cuando yo escribía dedicaba mucho tiempo a la planificación, casi de una manera obsesiva. Podría enseñarte montañas de folios como estos que han terminado en la basura por no haber prestado atención al diseño previo.

—¿En serio? —miré de reojo mis inútiles páginas—. Me cuesta creerlo.

—Puedes creerlo. Cuando aprendí que empleando cierto tiempo, antes de empezar a redactar, a plantearme qué quería escribir y cómo, no sólo logre evitar los bloqueos si no que llegué a divertirme mucho más escribiendo.

Dediqué unos segundos a reflexionar sobre sus palabras.

—Es ese el rollo de si escritor de brújula o escritor de mapa, ¿no?

Bruno se echó a reír.

—Más o menos. A veces un mapa ayuda. Aunque después decidas alterar el camino que trazaste en un principio, es más difícil perderse.

Asentí con la cabeza, pensativo. Los folios en mis manos parecían de pronto el trabajo de un niño pequeño.

—¿Por qué has dicho «cuando yo escribía»? ¿Es que acaso lo has dejado?

El profesor tomó un largo aliento y se quitó las gafas para limpiarlas. Su gesto era una mezcla de resignación y tristeza.

—Lo cierto es que hace más de un año que soy incapaz de escribir una sola palabra.

No pude evitar abrir mucho los ojos.

—¿Pero qué dices? ¿Y todo este rollo de la planificación y el diseño? ¿Echarle horas a preparar un texto?

—Solamente funciona si tienes una idea sobre la que trabajar. Algo que te apetezca escribir. Y yo hace muchos meses que no logro parir ninguna.

—¿Cómo puede ser eso?

Bruno Santana volvió a colocarse las gafas. Miró de un modo inconsciente hacia la estantería de textos académicos y documentos entre los que había colocado sus novelas publicadas. Me parecía imposible que un autor de su nivel hubiera colgado los guantes.

—La escritura, como cualquier actividad creativa, es una cuestión de estados de ánimo. Y yo hace tiempo que no estoy para crear nada.

Bajé la mirada y me mordí el labio. Me abrumó en cierto modo su franqueza y sentí que había metido la pata por preguntar.

—En algún sitio leí que el bloqueo creativo es sobre todo un asunto emocional —le dije.

—Sin duda, estoy de acuerdo. Después del éxito de mi último libro parecía que el camino se aclaraba en parte. Sin embargo me separé de mi mujer y todo se volvió oscuro. Las ideas que tenía apuntadas dejaron de parecerme interesantes, las nuevas se aturullaban en un barullo de ruido. Si pensé en superarlo escribiendo, tuve que reconocer que en mi estado de ánimo era imposible. Por eso decidí regresar a la docencia.

El profesor estaba apoyado de espaldas a mí sobre la estantería en la que ordenaba su colección de vinilos y los había ido repasando uno a uno de manera distraída. Se detuvo ante uno que parecía especial, tenía portada oscura y la imagen de Lennon en blanco y negro. Tras unos segundos de silencio meneó la cabeza y volvió a dirigirse a su escritorio.

—En fin —concluyó con una sonrisa—. Ni siquiera sé por qué te cuento esto. Debes estar aburriéndote.

En absoluto, pensé. Lo cierto era que mientras le escuchaba una idea se había ido formando en mi mente, quizá heredera de los muchos manuales y páginas web sobre escritura creativa que había devorado en los últimos meses. Casi sin pensarlo le robé un bolígrafo y un pedazo de papel. Empecé a garabatear una especie de esquema.

—Se me ha ocurrido una cosa. Es algo que…

—Que leíste en algún sitio.

—Sí —sonreí con timidez—, pero creo que podría funcionar. Se trata de la escritura de un diario.

—Vaya, no es demasiado original —me dijo.

—No, no, sí que lo es. Se trata de escribir un diario en Internet, un blog privado al que nadie pueda acceder. Su finalidad no es publicarlo, sino recuperar sensaciones, rutinas...

El profesor guardó silencio. Jugueteaba con el otro bolígrafo entre sus dedos.

—El diario es un ejercicio habitual en escritura creativa —me dijo—. Solía utilizarlo en mis talleres para animar a otros a comenzar a escribir, pero no había pensado en utilizarlo para mí mismo.

—Ahí lo tienes.

De pronto Bruno levantó la mirada y clavó sus ojos en los míos. Eran de un marrón oscuro y profundo.

—Mira, haremos una cosa. Escribiré un blog solamente si tú escribes otro. Y lo haremos con la intención de que de aquí a final de curso nos inspire para escribir una novela.

—Un diario que nos lleve hasta una novela —confirmé.

—Ese es el desafío —me contestó.

—Un reto.

Estrechamos la mano, yo creo que no demasiado conscientes del compromiso en el que nos estábamos metiendo.

Todo aquello que nunca te dije

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