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CAPÍTULO 15

BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Martes 18 de septiembre. Madrugada.

Debían ser las dos o tres de la madrugada cuando decidí dejar de dar vueltas a la cabeza y hacer algo que me permitiera cambiar el chip, pensar en otra cosa. Y lo único que podía hacer para evadirme era escapar de este ordenador, de la realidad impuesta, de esta fingida normalidad que pretende dar a entender que todo está bien, que no necesito nada sin ti. Cerré de un golpetazo la tapa del portátil y me dirigí al dormitorio para ponerme la ropa deportiva. Necesitaba salir, respirar, fundirme con la noche y correr, correr tan lejos como pudiera llegar.

Trotar por la avenida marítima de Playa Blanca es diferente a correr por cualquier otra parte del mundo. Por el clima, por la luz de un millar de estrellas reflejadas en la tranquila bahía, por los destellos de Corralejo al otro lado de la lengua de océano que separa Lanzarote de Fuerteventura. Un recorrido que se aleja del simple acto deportivo para convertirse en un paseo por un delicioso lienzo de playa, lava y mar.

El objetivo de tanto entrenamiento era ser capaz de llegar un día, más pronto que tarde a ser posible, trotando sin detenerme hasta las faldas del faro de Pechiguera, lo que prácticamente supondría atravesar el Playa Blanca de punta a punta. De joven había acostumbrado mi cuerpo a realizar ese recorrido a buen ritmo dos o tres veces por semana pero ahora, ni joven ni buen ritmo eran términos que pudiera seguir utilizando. Rozando los cuarenta y sin haber hecho deporte en un par de lustros, bastante tenía con no vomitar los intestinos de camino a casa.

Llegar a sacarme algún día esa foto, sudado pero satisfecho al pie del faro, resultaba un objetivo ambicioso pero bonito. Supondría haber conseguido alcanzar la meta: reencontrarme conmigo mismo.

Esta noche, sin embargo, la silueta blanca de Pechiguera quedaba aún demasiado lejos y no tenía la más mínima posibilidad de alcanzarla. Ni mi organismo, ni mis piernas ni mi mente estaban todavía preparados. De manera que una vez alcancé la coqueta Playa del Pueblo, desierta y fresca a esa hora de la madrugada, tomé un desvío hacia el interior con intención de dar la vuelta y regresar a casa. Como llevaba rato encontrándome mal, demasiado cansado y con un fuerte dolor de cabeza quizá derivado del vino blanco de Uga que había acompañado mi maratoniana sesión de escritura, al llegar a la Plaza del Carmen decidí detenerme a recuperar el aliento antes de caer redondo y que tuvieran que ingresarme. Qué lejos estaba de aquel corredor que fui, tanto que empezaba a temer que no regresara. Todo hacía indicar que si quería sacarme una foto en Pechiguera más me valdría plantearme el viaje en coche.

Me senté en un rincón del muro lateral que rodea la Iglesia del Carmen y me llevé la mano al pecho como para sujetar a mi corazón dentro mientras los pulmones se esforzaban, cual fuelles descontrolados, por recuperar un ritmo lógico de respiración. Debía recordar a un diplodocus moribundo en ese momento. Menos mal que no pasaba un alma por el centro de Playa Blanca a esa hora. Dejé caer mi cuerpo sobre las rodillas como una marioneta rota. Qué vergüenza, el corredor. Me faltaba el aliento hasta para volver a ponerme de pie.

Convencido de que estaba solo, jamás se me hubiera ocurrido pensar que alguien pudiera estar observando. Qué interés podría haber en un señor de piel morada y ropa fluorescente consumiéndose acurrucado contra la pared exterior de la iglesia. Sin embargo, cuando un par de minutos después conseguí abrir los ojos, descubrí la presencia de una mujer que había cruzado la calle para interesarse por mi estado.

—¿Te encuentras bien, tigre? —me preguntó. Yo levanté la mirada sobresaltado por tenerla tan cerca sin haber sido consciente de ello. Encontré a una mujer algo más joven que yo embutida en unas mallas deportivas negras con ribetes rosas. Tenía el pelo muy oscuro recortado en media melena, y unos ojos rasgados extrañamente misteriosos. Se había retirado uno de los auriculares con los que escuchaba música mientras trotaba, y por él se escapaba un murmullo agudo que no logré identificar.

—Sí, descuida —le contesté—. Es que justo acabo de terminar mi entrenamiento y estaba descansando.

—Claro, eso pensaba.

La mujer me dedicó una sonrisa que jamás olvidaré, recuperó su auricular y asintió antes de continuar la carrera. Se alejó de mí en cuestión de segundos en dirección al muelle, pero su mirada de gata, su esbelta figura negra y aquella sonrisa furtiva acompañaron mis pasos, lentos, patéticos y vergonzosos, durante todo el camino de vuelta a casa. Un camino en el que no pude dejar de maldecirme por no haberle preguntado su nombre. Intenté calcular qué posibilidades tenía de volver a verla.

Pocas.

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