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CAPÍTULO 3

BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Viernes 14 de septiembre. Mañana.

Nunca he tenido problemas para levantarme temprano, es más, suelo desvelarme con facilidad y el alba a menudo me encuentra leyendo, escribiendo o terminando alguna película que comenzase la noche anterior para coger el sueño. Sin embargo, el primer día de clase después del verano siempre parece que las sábanas pesasen más y se hace más difícil desprenderse de ellas.

No puedo decir que aquella primera mañana del nuevo curso hubiera saltado de la cama, no.

Nuestro último año de Bachillerato, ¡caramba, cómo camina el tiempo! Un curso final abocado a una amarga despedida.

Salvo algunas salvedades, la mayoría de los que al amanecer del viernes de la presentación nos reunimos, un septiembre más, —el último—, en el patio interior del Instituto Rafael Arozarena de Yaiza, habíamos cursado juntos toda la secundaria. Caras y voces a los que te has acostumbrado y que forman parte de tu familia, nos mirábamos con el sentimiento agridulce derivado de la alegría por volvernos a encontrar y la tristeza de saber que cada momento sería irrepetible. La última presentación, nuestra última aula, nuestros últimos profesores, las últimas experiencias juntos. Fue una mañana solemne dentro de la relajación habitual de estos días de mero reencuentro, pero sin la presión de tener que dar clase.

Nuestro último primer día, el principio del final.

Resulta increíble cómo podemos cambiar en el transcurso de simplemente un verano, es algo que no deja de asombrarme. Casi es preciso un detector facial para reconocer a algunos y algunas de los que nos despedimos en junio con un pie en las vacaciones, y que regresan a finales de septiembre convertidos en otra persona. Nadia es una de mis mejores amigas, probablemente la persona con la que más confianza pueda tener. Había pasado el verano con su familia en Barcelona, de modo que no la había visto en algo más de dos meses. Y sin embargo, tuve que mirarla varias veces para creer que fuera ella.

Siempre había sido una chica menuda, pero además estaba bastante más delgada, tanto, que de lejos podía parecer una alumna de Primero o de Segundo de ESO. Además, se había cortado el pelo, rubio pálido teñido de mechas por el sol de la Costa Dorada. Fue la inconfundible luz en su mirada la que me hizo reconocerla. Estaba sentada en uno de los muros de piedra que rodean las jardineras de la entrada, escuchaba música con unos auriculares más grandes que su cabeza y repasaba con el bolígrafo algún tipo de apunte en una libreta de tapas rosas. Me acerqué a ella con rapidez y ella se levantó al distinguirme.

—¡Hola! Parece que alguien ha pasado el verano en la playa —le dije a modo de saludo. Su sonrisa me recibió con dos besos y yo acepté el olor de su abrazo como el mejor momento la mañana.

—No vas desencaminado —me contestó—. Me he tirado estas semanas leyendo y holgazaneando en la piscina.

—¿Has vuelto a escribir? —le pregunté. Ella asintió con timidez.

—Algo, notas. No sé, quizá intente tomármelo más en serio.

—Eso estaría muy bien—añadí.

—¿Tú crees?

—Sin duda.

Mi amiga sonrió y paseamos hacia los escalones de la entrada principal. Todavía faltaban muchos alumnos y alumnas por llegar, pero el patio ya comenzaba a llenarse de caras conocidas. Lo más divertido eran las expresiones asustadas de los llegaban por primera vez al instituto directamente desde el colegio. Todos fuimos así alguna vez, supongo.

—¿Y tú? ¿Has seguido escribiendo? —me preguntó Nadia. Yo ladeé la cabeza.

—A veces lo intento —respondí—. También he leído mucho este verano. Poe, especialmente. Pero no encuentro una idea que me apetezca desarrollar.

—Quizá no sea Poe lo que quieres escribir.

Encogí los hombros ante la claridad de su argumento.

—Pues será eso —le contesté—. Pero es que tampoco sé lo que quiero.

Quedaban pocos minutos para el primer toque de sirena del curso, el timbrazo inicial que disparase nuestro último año juntos y la explanada del patio se mostraba ya abarrotada de estudiantes. En ese momento, se reunió con nosotros el DJ Bandira, Raimundo, o Ray, para los colegas. Era el encargado desde hacía dos años de la emisora escolar del instituto y cada mañana animaba nuestra llegada y las horas del recreo con éxitos de su elección que sonaban a todo trapo por la megafonía de los pasillos, la cafetería y el patio. Ray y yo habíamos llegado a ser buenos amigos. Era un tipo grande y moreno, de cabello largo ensortijado y recogido permanentemente en una grasienta coleta. Vestía por costumbre pantalones holgados de estampado militar y camisetas negras de talla XL, y dibujos alusivos a grandes bandas de rock. Esa mañana, para inaugurar el curso como es debido, según dijo, había elegido una con el logotipo de la mítica Queen.

—¿Escribir? —nos saludó—. Así que todavía sigues con esa idea de hacerte famoso cabalgando en las letras. Mira que eres idiota.

—Muchas gracias, Ray, amigo —le contesté—. ¿La frase es tuya?

Nadie sabía más que Bandira en cuanto a música popular del siglo XX, y a menudo colaba citas de grandes canciones entre sus frases. Ya no nos extrañaba escucharle decir alguna sentencia pedante y rebuscada.

—¿Hacerte famoso cabalgando a lomos de las letras? —repitió—. Quizá lo sea.

—Deberías apuntarla —añadió Nadia partida de risa.

—Eso vosotros, que sois los aspirantes a juntaletras.

—Algún día lo conseguiremos —le contesté. Nuestro amigo dejó escapar una carcajada exagerada que hizo subir y bajar por encima de su papada su barba de varios días.

—El día que tú lo consigas, yo me haré famoso con mi banda de rock.

—¿Todavía tocáis? —le preguntó Nadia—. Creía que Carlos y Rubén lo habían dejado.

El locutor nos señaló entonces hacia donde sus antiguos compañeros de ensayos tonteaban con dos chiquillas un par de cursos más jóvenes que ellos.

—Tienes razón, lo decía en broma. Lo cierto es que los Ángeles del Sur han terminado su historia antes de comenzarla.

—Igual el nombre tuvo algo que ver con eso —le pinché. Él me miró con el gesto torcido.

—Oh, cállate, Quevedo.

La risa de Nadia se vio interrumpida por la sirena de entrada al instituto.

Dejamos así la conversación y nos dirigimos al salón de actos del primer piso. El espacio en cuestión no era pequeño, al menos no en su concepción, pero con el paso de los años y el crecimiento del alumnado se había quedado muy justo para recibirnos a todos. De manera que, solamente los primeros en llegar, habían pillado sitio para sentarse, y el resto completábamos el aforo de pie apoyados en las paredes alrededor de las butacas. Frente a todos nosotros, sobre la tarima del escenario, un atril forrado de terciopelo se aburría aguardando la llegada de los profesores.

—Han cambiado las cortinas —comentó Nadia. Yo la miré extrañado. ¿Quién se fija en esas cosas?

Hacía calor en el salón de actos a mediados de septiembre, el aire parecía estancado entre sus cuatro paredes, adquiriendo temperatura de forma gradual, y no tardaron en aflorar las cartulinas y los cuadernos que hacían las funciones de abanicos improvisados. Afortunadamente, los profesores y el equipo directivo del instituto no nos hicieron esperar demasiado.

Fue la propia Directora, Verónica, la primera que se dirigió al atril. Sus tacones resonaban sobre la madera de la tarima como agujas afiladas, pero sólo cuando golpeó dos veces con el dedo sobre la cabeza del micrófono el silencio alcanzó las butacas de la sala.

—¿Se escucha? —preguntó. A continuación, se apartó el largo flequillo castaño de la cara, sonrió con mal fingida timidez y comenzó a hablar.

—Alumnos, alumnas de Segundo de Bachillerato. Les damos la bienvenida a este nuevo curso que comienza, el último para ustedes, en el que deseamos que vivan experiencias que les acompañen el resto de sus vidas. Para nosotros será difícil decirles adiós después de tantos años, pero intentaremos, entre todos, que el viaje merezca la pena.

La Directora hizo una pausa para ajustar un poco mejor el pie del micro y así no tener que hablar inclinada hacia delante.

—No he entendido una palabra de lo que ha dicho —me comentó en voz baja Bandira, arrancándome una sonrisa.

Verónica continuaba.

—Este curso que comienza, ha de ser una puerta doble. En primer lugar, porque cerrará una etapa que termina, la de su escolaridad, y también porque abrirá un capítulo nuevo para ustedes, el del futuro, el de su realización como personas jóvenes, pero adultas.

—¡Caray, qué bonito! —murmuró Nadia—. Casi podías haberlo escrito tú.

Contuve una risa para escuchar el final de la presentación.

—El vínculo que se ha formado dentro y fuera de estas paredes durante estos años ya no puede ser meramente académico. Como profesores, estaremos felices y orgullosos de acompañarles en ese tránsito. Bienvenidos a Segundo de Bachillerato, el final del camino.

La Directora se apartó del micrófono y se escuchó el estallido de un largo aplauso. Una vez apagado, dio comienzo el habitual desfile de profesores que irían subiendo al escenario para tomar su lugar ante el micrófono y proceder a saludar y presentarse, para explicar la asignatura que nos iban a impartir y comentar sus ilusiones y deseos para el nuevo curso. Nada excepcional.

En esta parte de la presentación, la única curiosidad, como cada año, era comprobar si faltaba algún profesor respecto al curso anterior o si había caras nuevas en el claustro. Vimos desfilar al gaditano Luján, profesor de Matemáticas de mordaz retranca y poblado bigote que disimulaba su sonrisa, también a la joven Sandra Di Biasi, profesora de Inglés pero de origen italiano por la que en alguna ocasión había suspirado medio instituto, por supuesto, a Gala Lucrecia, profesora de Lengua con tantos años ya en el instituto que cuando se jubile deberían ponerle su nombre, y muchos otros viejos conocidos que volvían para ponerse al frente del nuevo curso. No parecía que fuera a ser un año de grandes sorpresas, pero nos faltaba por descubrir la guinda del pastel.

El último de los profesores se acercó con verdadera timidez al micrófono y lo sujetó con dos dedos antes de hablar, como si imaginara que pudiera salir corriendo. Era delgado y desgarbado, de nariz afilada y media melena tan lacia que el flequillo caía sobre sus gafas redondas claramente fuera de moda.

—¿Qué ha fichado Verónica, al puñetero John Lennon? —comentó Ray a mi lado.

No pude contener una risa. Caramba, Bandira tenía razón. El profesor carraspeó como si buscara su propia voz entre un manojo de nervios y acarició el micro con dos dedos para comprobar sin necesidad que seguía en funcionamiento. Quizá deseaba que se hubieran fundido sus baterías justo en el instante en que había llegado su turno. Sin embargo, nada le salvó de tener que presentarse. Resultaba además bastante alto, por lo que tuvo que inclinarse un punto para poder hablar.

—Hola. Yo me llamo Bruno Santana. Seré vuestro profesor de Literatura.

Un murmullo recorrió la platea. El maestro, si pensaba añadir algo más, pareció pensárselo y se alejó del atril deprisa hasta situarse junto al resto de profesores en un lado de la tarima. Cruzó los brazos a su espalda y sonrió como si intentara fingir que no estábamos allí, sin embargo su nombre había quedado en boca de muchos.

—¿A qué viene tanto cuchicheo? —me preguntó Ray.

—¿No sabes quién es? —le contesté. Busqué la mirada de Nadia, pero mi amiga había quedado completamente obnubilada.

—¡No! —replicó el DJ.

—Es Brumo Santana, el conocido escritor —le dije. Saqué mi teléfono móvil del bolsillo y busqué con rapidez en Internet el nombre de nuestro nuevo profesor—. Es oriundo de Playa Blanca y estudió en este mismo instituto. Se ha hecho famoso llevando sus libros por medio mundo. Incluso han hecho película del último de ellos. No puedo creer que no sepas quién es.

Bandira abrió las manos y me dedicó una mueca burlona.

—«Volver a empezar. Starting over» es una pasada —resucitó entonces Nadia—. Lo tengo en casa. El cine no le ha hecho justicia.

—Puedes asegurar que Ray no lo ha leído —añadí.

—¿Leer? ¿Yo? —contestó él—. Y también puedes apostar a que si es un rollo romántico tampoco veré la película.

Nadia negó con la cabeza. No conseguía perder la sonrisa.

—Romance, misterio, crimen... La vida —concluyó.

Yo asentí. Me encantaba estar de acuerdo con ella.

—Es muy bueno. Me sorprende mucho verlo aquí.

—Necesitará documentarse para una de terror —sentenció Bandira.

La directora había regresado al micrófono para cerrar el acto. Poco después comenzamos a abandonar el salón de actos.

—Oye, quizá podrías darle a leer algunos de tus poemas —comenté a mi amiga de camino al patio. Nadia se puso colorada.

—Qué horror. Me moriría de vergüenza.

—Tonterías —repliqué—. Tus textos son verdaderamente buenos.

—Con vergüenza no irás a ninguna parte —añadió Ray.

—Aunque me sorprenda debo estar de acuerdo con el DJ —añadí—. Quizá hasta yo me atreva a darle a leer mi manuscrito.

—Pues eso estaría muy bien —concluyó Nadia.

Estrechamos las manos en señal de reto aceptado y nos echamos a reír. Ray nos dejó enseguida para volver a su emisora, no le gustaba dejar programado un hilo de canciones sino que adoraba locutar y comentar cada tema que radiaba, y ya era momento de volver a ponerse al frente del directo para despedir la presentación del nuevo curso. Nadia y yo también nos despedimos, de repente el curso se mostraba interesante, qué digo, mucho más que interesante. Y yo tenía más ganas de escribir que nunca.

Todo aquello que nunca te dije

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