Читать книгу Todo aquello que nunca te dije - Miguel Aguerralde - Страница 18

Оглавление

CAPÍTULO 13

BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Lunes 17 de septiembre. Tarde.

Da gusto llegar por fin al momento actual, al presente, para poder explicar el detonante que da inicio a este blog, a este cuaderno de bitácora de un buque que no sé si llegará a algún puerto. La cuestión es que me ha sucedido algo muy curioso esta tarde, en la tutoría.

No nos vamos a engañar: para los profesores las sesiones de tarde en el instituto suelen ser aburridas. No siempre resulta un tiempo improductivo, pero a menudo, entre reuniones y burocracia, programaciones y coordinación entre los diferentes departamentos, las horas pasan muy lentas sin que ningún estudiante llame a la puerta del despacho. Sin embargo, de manera insospechada esa primera tarde de tutoría del nuevo curso resultó bien diferente a lo habitual. Al menos para mí, porque mi puerta no dejó de sonar y no tuve desde luego tiempo para aburrirme.

Después de despedirme de Sandra y que cada uno se encerrara en su despacho, tomé asiento en mi escritorio y comencé a revisar los apuntes que había tomado durante mis primeras clases para organizar mi cuaderno de trabajo. Sumido en mis pensamientos, me costaba dejar a un lado la manera tan fría en la que había terminado mi conversación con Sandra. Decidí apartarlo de mi mente enfrascándome en la programación del nuevo curso, para lo que me sumergí en diferentes tratados de Lengua y Literatura. Minutos después, y cual protagonista del cuento de Poe, percibí cómo alguien llamaba tímidamente a mi puerta.

—Adelante —contesté.

La puerta se abrió muy despacio, mi primera visita en mi regreso a las tutorías se hizo de rogar, pero finalmente venció la timidez y la chica de la mirada color caramelo cruzó el umbral de mi despacho.

—Hola —me dijo desde allí.

—Adelante, Sophie, pasa.

La chica entró en la habitación tímida y cortada, como si llegado a ese punto se preguntara si hacía lo correcto. Se mordía el labio con pudor y apretaba un libro contra su pecho. La recibí con torpeza y le indiqué con un gesto que se sentara en la butaca al otro lado de mi mesa.

—Caray, no te esperaba —le dije—. Bueno, es que en realidad no esperaba a nadie.

—¿Soy la primera? —me preguntó.

—Así es. Dime en qué puedo ayudarte.

Sophie miró a su alrededor, me miró a mí, miró mi mesa, frunció los labios como si no supiera qué decir o cómo decirlo exactamente. Al final tomo aliento de un modo deliciosamente inocente y colocó sobre la mesa el libro que había traído. No me sorprendió, era un ejemplar de «La suerte del mendigo», con su atractiva portada color sepia difuminando un atardecer desde el Puente del Amor de Ámsterdam.

—En realidad es que me daba muchísima vergüenza dártelo esta mañana.

«La suerte del mendigo» había sido mi segunda novela publicada, un trepidante thriller histórico tan emocionante y bien escrito que había pasado completamente desapercibido en su momento y había vendido muy pocos ejemplares. Con todo, yo estoy aún muy orgulloso de esa novela, y me hizo especial ilusión verla en manos de Sophie.

—Caramba, ¿lo has leído? —le pregunté con emoción, sin embargo percibí de inmediato cómo Sophie se ruborizaba. En realidad no me sorprendió.

—La verdad es que no —me confesó—. No me gusta mucho leer. La novela es de mi madre y pensé que le gustaría tenerla firmada.

—¿Entonces se la dedico a tu madre?

La joven se mordió otra vez el labio inferior. Aunque yo pronto aprendería que ese era un gesto habitual en ella, que repetiría mil veces cuando dudase si decirme o no decirme algo, no puedo negar que en aquel primer momento me resultó arrebatadoramente atractivo.

—Bueno, si no te importa prefiero que lo firmes para mí —me contestó, y me entusiasmo esa respuesta.

—¿No se enfadará tu madre? —le dije con una sonrisa mientras buscaba el bolígrafo adecuado.

—Que va, ella ya lo ha leído. Le pedí que me lo regalara y accedió, así que ahora es mío.

Aunque tengo la costumbre, no sé si quizá superstición de firmar con tinta azul, en esa ocasión tomé un bolígrafo violeta. Tal vez mi subconsciente quisiera hacer esa firma única y diferente. No lo sé, simplemente me pareció una buena idea. Y aunque se me ocurrían varias cosas significativas que ponerle, al final firme con corrección y le devolví la novela como un buen profesional. Ella la guardó en la mochila sin leer la dedicatoria.

—Ya me contarás qué tal cuando la termines —le pedí, aunque bastante convencido de que nunca la iba a leer.

—Claro que sí, me gustará.

Empezó el gesto de levantarse y yo lo hice también para acompañarla hasta la puerta. Sin embargo antes de que se marchara nos despedimos con dos besos torpes y abrí la puerta con un sentimiento mezclado de emoción y pérdida.

—Lo leeré, te lo prometo —me dijo al salir, como si me leyera la mente, y la observé alejarse con la sonrisa pintada en la cara mientras dejaba atrás la cola de sus compañeros frente a mi puerta.

—¿Siguiente? —pregunté, y accedió a mi despacho una chica de pelo rubio y mirada infantil escondida tras unas gafas azules, que vestía un peto vaquero y llevaba en la mano un manuscrito encuadernado con la típica espiral de alambre. Por supuesto la invité a que sentara.

—Si no me equivoco tú eres Nadia —le dije, y pude ver cómo se ruborizaba.

Era sencillo recordarla, era de los pocos alumnos que se habían atrevido a hacerme una pregunta en clase y había pasado la hora con un ejemplar de «Empezando de nuevo» sobre su mesa. Le señalé con un gesto el manuscrito que atesoraba como oro en paño.

—Veo que te interesa escribir.

La joven sonrió y depositó el tocho de folios sobre mi mesa como si se tratara de una cara figura de cristal.

—Me interesa la poesía —me contestó, y no sé si percibió cómo yo torcía el gesto.

—La poesía no es la fruta más codiciada en estos días —le contesté. Nadia asintió con mirada cargada de tristeza.

—Lo sé. Y ni siquiera sé si lo hago bien, si utilizo las palabras adecuadas y transmito lo que quiero.

Le pedí que me lo dejara ver y ella me lo entregó sin rodeos. Lo ojeé por encima pero sin llegar a leer del todo el contenido de ninguno de sus poemas.

—¿Has escrito lo que querías escribir? —le pregunté—. ¿Has dejado que los sentimientos te guiaran?

Ella contestó que sí, pero con el ceño fruncido, poco segura de haber entendido mis preguntas.

—Pues creo que sí.

—Entonces estará bien.

Nadia arqueó muchos las cejas y miró su manuscrito con tristeza. Creo que pensó que me la estaba quitando de encima.

—Te diré lo que haremos —le dije—: déjame tus poemas aquí y los leeré con calma. En cuanto los haya terminado te diré lo que me han parecido.

—Me gustaría publicarlos, si crees que sirven.

—En ese caso te ayudaré a buscarles editorial.

—¿Conoces editoriales de poesía?

—Ninguna, pero nunca me ha frenado ese detalle.

Sergio Romero, menudo personaje. Entró el último en mi despacho, con la suficiencia de una juventud insultante y una confianza a prueba de bombas, y se tomó la libertad de cambiar todos mis planes, que desde luego no pasaban por intentar volver a escribir.

Acudió a mí para hablarme del bloqueo que estaba sufriendo a la hora de terminar su primera novela y acabó por resolver el mío. Escribir un diario, un blog. Casi me da rabia no haber caído antes, teniendo en cuenta que llevo años utilizándolo como actividad en mis clases. Desireé, sin ti me he oxidado como el hombre de hojalata al comienzo de El Mago de Oz.

Apenas Sergio se fue dejé a un lado los libros de Lengua y mi cuaderno de trabajo para el nuevo curso, activé el ordenador y busqué en Internet un servicio de alojamiento de bitácoras digitales. No tardé en dar con uno a mi gusto y dediqué lo que restaba de tiempo de tutoría a configurarlo y darle forma. Antes de darme cuenta estaba bosquejando el diario de los primeros días desde mi regreso a Playa Blanca, como acabas de leer. Mis dedos volaban sobre el teclado como hacía mucho tiempo que no hacían, tanto que hubiera puesto la mano en el fuego porque lo habían olvidado.

Al final del tiempo de tutoría, rozando la hora de volver a casa, percibí casi con fastidio que la puerta de mi despacho volvía a abrirse. Esta vez era Sandra.

—¿Trabajas tanto siempre o sólo hoy porque es el primer día y quieres impresionarnos? —me preguntó.

—¿Perdona? —acerté a decir, regresando de mi manuscrito.

—Pensaba que ya estarías abajo. Hora de marcharse.

—Sí, sí. Estoy terminando de recoger.

—Estupendo. Será mejor que no sientes un precedente equivocado —me advirtió guiñándome un ojo.

—Oye, ¿tienes hambre? —le pregunté antes de que se alejara por el pasillo verde—. ¿Tengo alguna posibilidad de arreglar mi mala pata del almuerzo?

—Tengo hambre pero también tengo planes —replicó—. De manera que tu mala pata quedará, al menos por hoy, sin arreglo.

De esta manera he llegado a casa hace apenas un par de horas. He preparado un rápido sándwich de embutido y he conectado el tocadiscos con una colección de arias de Puccini confiando en que esta noche iba a recibir sin duda la visita de las musas. He tecleado sin presión, he tecleado sin rumbo, hasta relatar tal y como recordaba estos días previos al presente. No ha quedado mal del todo, creo yo, pero lo mejor es haber recuperado sensaciones en las yemas de mis dedos. Termino el día ilusionado, sí.

No obstante, aunque desarrollar un diario es perfecto como ejercicio y me ha permitido volver a escribir de un modo que la narrativa no conseguía, soy escritor de ficción, siempre lo he sido, y necesito zambullirme y bucear en una historia, inicio, nudo y desenlace, con la que estremecerme y estremecer al lector.

Sí, el diario está muy bien, pero necesito algo más. Ahora que he quebrado la primera capa de hielo mis dedos necesitan más. Debería pensar en hilar fina una nueva historia.

Todo aquello que nunca te dije

Подняться наверх