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CAPÍTULO 11

BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Lunes 10 de septiembre. Mañana.

Empieza a parecerme buena idea dejar volar los dedos sobre un diario improvisado. Jamás había escrito de esta manera, sin guiones, sin pensar, sin una meta, y siento que las palabras fluyen como hacía mucho tiempo que no sucedía. Debo acordarme de comentárselo a Sergio cuando le vea. Gracias a él he vuelto a llenar páginas con palabras, y ya es mucho más de lo que muchos y muchas han hecho por mí.

La segunda mañana en el instituto, todavía a una semana de que los alumnos se incorporaran a las clases, la dediqué a conocer el centro, sus espacios, sus instalaciones, desde las aulas y despachos hasta la cafetería y el pabellón deportivo. A más de uno de mis nuevos compañeros debí parecerle un loco, deambulando como perdido por todas partes. Tanto fue así que a media mañana se acercó a mí, como quien auxilia a un turista despistado, la profesora de Inglés. Con una deliciosa sonrisa y las manos enlazadas a la espalda, Sandra se reunió conmigo junto a la grada que delimita la cancha deportiva del instituto.

—¿Se ha perdido usted, caballero? —me preguntó.

Me giré hacia ella y le devolví la sonrisa.

—En cierto modo, sí —le contesté, aunque estoy seguro de que entonces ella todavía no era capaz de comprender el alcance de mi respuesta—. No es cierto, pasé muchas horas en este lugar de crío.

Me encontraba especialmente relajado mientras paseaba por los rincones de mi antiguo instituto, recordando caras y voces que años atrás me acompañaron. La profesora volvió a sonreír. Encogía los ojos de un modo pícaro al hacerlo.

—Si me acompañas, hay algo que me gustaría darte.

—Suena muy tentador.

Sonrió y se apartó el flequillo de la frente. A menudo algún rizo rebelde se colocaba por encima de las lentes de sus gafas.

—Confío en que lo sea.

La seguí hacia la cafetería y me invitó a sentarme en una de las mesas. Se acomodó frente a mí y puso encima de la mesa el objeto que había tenido todo este tiempo escondido a la espalda. Se trataba de un ejemplar de «Última llamada», la que fuera mi primera novela publicada, casi dos décadas atrás, cuando todavía era un joven aspirante a escritor lleno de ilusiones.

—Caray, eso es casi una reliquia. Me pregunto cómo la habrás conseguido.

La profesora de Inglés guiñó un ojo y sacó la lengua.

—No la tengo desde hace poco —me contestó—. La compré cuando era novedad.

Alcé mucho las cejas.

—¿Tanto llevas leyendo mis libros?

—Así es. Hace mucho que te sigo.

Sandra se echó a reír con timidez. Seguramente yo me ruboricé.

—Vaya, te lo agradezco.

—Te iré trayendo más para que me las firmes.

—¿Las tienes todas? —le pregunté al tiempo que tomaba el bolígrafo de gel violeta que me tendía con su mano.

—Casi. De momento puedes ir firmando esta.

Acepté y cumplí su requerimiento, aunque estaba tan nervioso que no recuerdo qué escribí en la dedicatoria.

—¿Tienes previsto sacar alguna más? —me preguntó—. Dime que sí.

Llegado a este punto no pude evitar torcer el gesto.

—La verdad es que lo dudo mucho.

Nos habíamos levantado y caminábamos hacia el edificio principal. Sandra había puesto mala cara al oír mi respuesta y no pude evitar una sonrisa.

—No te lo tomes así —le dije—. Esto parece una versión light de «Misery».

Nos echamos a reír los dos.

—No, no, para nada. Es sólo que me da pena no volver a leer nada nuevo tuyo.

—Agradezco tus palabras, pero hay que saber decir basta si el tintero se seca.

—No te entiendo —me dijo.

Habíamos entrado en el edificio, prácticamente vacío, y subíamos al pasillo de los despachos. Nuestros pasos resonaban a través de los corredores desiertos como en un túnel de eco.

—Hace tiempo que no escribo —contesté al fin.

Terminamos de subir las escaleras. A pocos metros de allí estaba la sala de profesores, en la que algunos compañeros debatían sobre el inicio del curso. Sandra y yo nos dirigimos a la máquina de café y ella se sirvió un cortado. Yo hice lo mismo.

—¿Eso es lo que llamáis bloqueo? —preguntó una vez instalados en la mesa de reuniones.

—Bueno, no exactamente. El bloqueo suele referirse a la falta de ideas, en mi caso es más bien falta de ganas, como si no me hiciera ninguna ilusión escribir.

—¿Ilusión? —exclamó, llamando la atención de otros maestros—. Pero si tu última novela ha sido un éxito en el cine y ha vendido un porrón de ejemplares, ¿cómo vas a tener problemas de ilusión?

—A veces el éxito no lo es todo —contesté, más cortante de lo que hubiera querido, y sentí como Sandra baja la mirada.

—Igual he metido la pata —comentó.

—No te preocupes —le respondí, quitándole hierro a la cuestión—. La rutina de un escritor es complicada.

Sandra recuperó su buen humor y me dedicó una sonrisa.

—Me encantaría tener un día tiempo para hablar sobre esa rutina. Me interesa mucho.

—Cuenta con ello —concluí.

Nos despedimos frente a mi despacho y todavía en el pasillo me asaltó una manaza grande y fuerte. El ímpetu de Luján me arrastró con él por el corredor.

—Vente conmigo, chaval —me dijo.

Atravesamos el pasillo como si nos llevara la corriente y mi compañero se detuvo ante la puerta del departamento de Cálculo y Matemática. Entramos y se dirigió a una de las estanterías. Me indicó con un gesto que cerrara la puerta y a continuación me invitó a sentarme en la silla frente a su mesa.

—Siéntate ahí, anda, que te me estás perdiendo.

Segundos después Luján hizo lo propio, pero con una botella empezada de ron miel y dos vasos de cristal entre las manos.

—¿Gasolina? —le pregunté.

—La mejor.

Sonreí. Mi padre, allá donde esté, solía decir lo mismo. Me sirvió dos dedos de ron en el vaso y brindamos con discreción. Al llevármelo a los labios me fijé en el rastro de carmín que aún coloreaba el borde de vidrio.

—Intuyo que este vaso no me estaba esperando a mí —le dije.

Luján se echó a reír, viejo bribón. Admiré su afabilidad y socarronería.

—¿Qué tiene de hombre un hombre que no sabe guardar un secreto? —me preguntó con impostada dignidad.

—¿Lord Byron?

—No sé quién es ese. Bebamos.

Chocamos los vasos de nuevo y liquidamos su contenido de un trago. La segunda ración reposó unos minutos sobre la mesa.

—¿Había algo que querías decirme? —le pregunté.

—¿Decirte? Chico, quería advertirte —respondió mi compañero, muy serio.

Levanté mucho las cejas al oírle y necesité un nuevo trago de la dulcísima bebida.

—¿Debo preocuparme?

El pícaro profesor negó con la cabeza.

—Tú simplemente hazme caso, chaval —me dijo con cerrado acento andaluz—. No dejes que los brillos de la docencia te deslumbren. Este instituto es como Hollywood Boulevard, pero sin paseo de la fama.

Me pregunté si siempre hablaba con citas impostadas y frases rimbombantes.

—¿También sale un león que ruge? —contesté, riendo. Luján, en cambio, no le encontró la gracia y me contestó muy serio.

—Aquí tenemos leones y leonas de las que muerden, chaval —respondió, entrelazando las manos sobre su bien formada barriga—. Y como no andes con cuidado se te comen.

—¿Tan mal está la cosa? —le pregunté, empezando ya a mosquearme.

Mi compañero dejó escapar un suspiro prolongado.

—La cosa no está ni mal ni bien, Bruno, esa no es la cuestión —me contestó—. Pero llevas dos días aquí y ya se ha hablado más de ti que en la última feria del libro. No me dirás que no lo has notado.

—En las ferias del libro no se habla demasiado de mí, no te creas —le contesté.

El profesor de cálculo me sonrió, con esa mirada lobuna que sus gafas tan gruesas amplificaban, y me ofreció una vez más su vaso para chocarlo con el mío.

—Pareces un tipo listo. Estoy seguro de que me has entendido.

Me marché a casa dándole vueltas a las palabras de Luján pero sin dejar que sus vaticinios me desconcertaran. El viejo bribón parecía divertido ante la posibilidad de avivar un telefilm de sobremesa en el instituto, una aventura que rompiera, quizá, la rutina habitual. Pero yo no tenía, la verdad, demasiadas ganas de protagonizarla.

Pasé la tarde ordenando papeles, afinando mi vieja guitarra y me acerqué a los cafés de playa para escuchar algo de música en vivo. Dire Straits, The Police, Lynyrd Skynyrd, el viejo repertorio que nunca pasa de moda. Llegué a casa harto de cerveza fría y me calcé torpemente las mallas para salir a correr. Solamente duré medio kilómetro más que el día anterior, antes de darme la vuelta. Iba progresando.

Todo aquello que nunca te dije

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