Читать книгу Todo aquello que nunca te dije - Miguel Aguerralde - Страница 24
ОглавлениеCAPÍTULO 19
BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Viernes 5 de octubre. Noche.
La entrevista había tenido lugar en una heladería cercana a la playa, un local decorado con cuadros abstractos de un pintor local y con una terraza que daba a un parque infantil. Me extrañó que el equipo de televisión eligiera ese lugar tan concurrido en lugar de reunirse conmigo en otro más tranquilo. Dijeron que salió bien pero a mí no me gustó en absoluto, de hecho, nunca me gustan las entrevistas que hago y soy de los que opinan que los escritores deberíamos permanecer en un segundo plano, dejar que nuestro trabajo hable por nosotros y dedicarnos a escribir.
Llegué a casa cerca del anochecer, con el cuerpo cortado, como se dice por aquí, incapaz de distinguir si tenía frío o calor, hambre o sueño. La culpa de ese malestar la tenía una de las últimas preguntas de la entrevista, y en parte también la colección de cervezas que me tomé a continuación en un pub cercano para intentar olvidarla. La pregunta no era especial, era la típica, era la de siempre. Lo habitual que se pregunta a un escritor, a un músico, a un cineasta: ¿Y ahora estás trabajando en algo?
El caso es que una vez terminadas mis cervezas y rebajado el calentón regresé a casa paseando. Tuve que detenerme dos veces para vomitar y cuando me dejé caer en mi sillón apestaba a alcohol, a vómito y a vergüenza. ¿Acaso servía este diario para algo? ¿Puede un autor que ha alcanzado el éxito desplomarse al siguiente golpe de viento? Ah, Desireé, en su momento tuve que asumir que te había perdido pero jamás imaginé que con tu marcha se esfumaran también mi inspiración y creatividad, mi pasión por este oficio. Hace demasiado tiempo que no escribo como para pretender que este sencillo diario me devuelva a la senda. Necesito algo más, aunque todavía no consigo atisbar el qué.
Comencé este blog privado apostando a que me ayudaría a centrarme y a recuperar sensaciones y sin embargo lo que ha hecho es avivar la nostalgia, la tristeza y abrir la puerta otra vez a las voces que me hablan de ti. Voces que yo creí ya para siempre enterradas. Quién sabe, quizá sea sobre ti, Desireé, sobre quien debiera escribir. Tal vez incluso querrías leerlo, si es que algún día pudieras perdonarme.
Esta noche mi almohada no quiso admitir mi charla, no encontré en la cama postura alguna que me calmara. De manera que, como empezaba a ser costumbre, cambié el pijama por las deportivas y salí a que la madrugada y el ejercicio despejaran mi mente. El álbum blanco de los Beatles en los oídos, la brisa salina en la cara y el tiempo vacío por delante para no tener que conectar el cerebro en al menos una hora. Una simple hora al día para no pensar, para no escucharme, eso es todo lo que necesito.
Me deslicé por la avenida marítima en dirección a la playa del pueblo con mucha más soltura de la esperada. He de reconocer que el patético esfuerzo de cada día empezaba a dar algún fruto. Al menos troté el primer cuarto de hora sin necesitar bombona de oxígeno y sin rendirme a la fatiga y sentarme, lo cual ya era bastante. Sin embargo, como era de esperar, cuando me alejé del mar para subir la rampa hacia la iglesia mis piernas dijeron basta y mis pulmones estuvieron de acuerdo.
Me dejé caer en el muro que rodea la fachada del templo como un saco de arena. sin energía para nada más.
—¿Siempre terminas aquí tu entrenamiento o es que realmente te estás muriendo? —me preguntó una voz desde la acera de enfrente.
Miré al otro lado con las pupilas inyectadas en la sal del sudor y con la boca abierta en un gesto ridículo y deshonroso. Buscaba oxígeno igual que un pez fuera del agua. Esa trataba de la misma mujer de la vez anterior, que me observaba con compasión y media sonrisa mientras cruzaba la calle hacia mí. Llevaba unas mayas negras con adornos fucsias y media melena dorada sujeta debajo de una cinta de pelo azul. Se detuvo a mi lado como si esperara que le pidiera ayuda, y me clavó esos ojos tan negros al tiempo que ejercitaba sus brazos como preparación para su entreno.
—Bueno, en realidad sólo he terminado de calentar —le contesté, reuniendo la poca dignidad que me quedaba para urdir esa mentira—. Mi entrenamiento empezaba ahora.
Por supuesto no me creyó. Nunca me cupo duda. Sonrió y liberó su melena para volver a reunirla en una coleta alta.
—Si estás a punto de empezar quizá podamos correr juntos —propuso, para mi dolor y sorpresa—. Yo estoy a punto de salir.
—Mm.., no sé —intenté ganar tiempo—. La verdad es que estoy acostumbrado a hacerlo solo…
—Ya veo. Pero hacerlo solo es aburrido, ¿no crees?
Me miró de una manera que escondía todos los dobles sentidos imaginables y comenzó a trotar calle abajo hasta la rotonda del ancla. Me levanté y la seguí, sin pensar, sin darme cuenta de lo que hacía. Ignoré el dolor en los mulos y el ardor de mis pulmones por una única razón: por nada del mundo quería separarme esta vez de ella. No íbamos demasiado deprisa, así que pensé que podría aguantar.
—No te he visto antes por aquí —me dijo al cabo de unos minutos.
Quizá llevaba un rato observándome, analizando mi carrera y mi respiración, intentando ubicarme, pero yo no fui consciente de ello hasta que comenzó a darme conversación. Trotar con el hígado en la boca y conversar al mismo tiempo. Creí ver las imágenes de mi vida desfilar como en un tomavistas ante mis ojos.
—No llevo mucho tiempo entrenando —le contesté entre jadeos. Ella se echó a reír.
—Eso no te hace falta jurármelo.
Intenté devolverle la carcajada pero sólo me salió una especie de tos asmática peligrosa. De modo que tomé aliento y traté de concentrarme en el ritmo de carrera para no quedarme atrás ni detenerme.
—Intuyo que eres nuevo en el pueblo —comentó.
—Te equivocas —le contesté—. Nací y me crié en Playa Blanca, aunque llevo muchos años, casi veinte, fuera de casa. Regresar ha sido como llegar a un lugar desconocido. ¿Tú eres de aquí?
La mujer encogió los hombros, pensativa.
—Yo soy un poco de todas partes.
Le dediqué un asentimiento. En realidad yo me había sentido también así muchas veces.
Gracias a todos los dioses, los nórdicos, los clásicos y los babilonios, nos detuvimos junto al tronco ancho y marcado de un árbol anciano que nos había visto crecer a todos los del pueblo. La mujer utilizó su corteza centenaria para apoyarse a realizar estiramientos.
—Te entiendo perfectamente —le dije, imitando su postura a su lado—. Desde que tuve algo de éxito como autor no he dejado de dar tumbos de una ciudad a otra, de un festival al siguiente. Supongo que necesitaba parar y reencontrar mis raíces.
—¿Éxito? ¿Eres músico o actor? —me preguntó.
—Soy escritor —le aclaré.
—¿Escritor y éxito pueden ir en la misma frase? —me preguntó, desbrozando una risilla mágica y cristalina ante la que sólo pude asentir, incapaz de ofenderme por las puyas que me pudiera lanzar semejante belleza.
Habíamos ascendido la loma que franquea el paso hacia la barriada conocida como Las Coloradas, y a continuación habíamos descendido hacia la playa De la Cruz, una maravilla de piedra negra y olor a mar eterno que mira de frente a Fuerteventura. Allí, sentados por fin en uno de los bancos del paseo, pude ver que llevaba un colgante de oro blanco con la letra inicial D a la altura del pecho.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté. Ella se echó a reír y comenzó a levantarse. Yo la miré con pánico, perdona mi error, no volveré a entrometerme. Ella me dedicó un último guiño de ojos negros y regresó al trote para alejarse rítmicamente de mí. Escuché los pasos alejarse y al segundo me desplomé, aturdido y empapado, a la sombra del Castillo del Águila.
Desperté unas horas después, empezaba a amanecer, y caminé hasta mi casa con un terrible dolor de cabeza y otro mayor en el orgullo, pero al mismo tiempo con la excitación mental y no tan mental necesarias para sentarme a escribir. Conecté el ordenador y traté de ser tan fiel como fuera posible a los hechos de este día.
Esa extraña señorita… ¿Qué sabía de verdad de ella? ¿Qué información me había dado en la que pudiese confiar? De repente había encontrado mi musa, anhelaba saber más de ella, escribir sobre ella, pero, ¿había sido acaso real?