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CAPÍTULO 10

BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Viernes 7 de septiembre. Mañana.

Más grande, más viejo, remendado con parches de plástico y vidrio, el instituto Rafael Arozarena había madurado, se había adaptado a los nuevos tiempos de urgencia y despreocupación educativa. Un Frankenstein de cemento que se esforzara por resistir al paso del tiempo.

Me detuve al pie de la escalinata principal, aquella que de chaval subiera y bajara mil veces persiguiendo sueños, apuntes y faldas. El emblema del instituto parecía mirarme desde lo alto como un viejo mentor que observa en lo que se ha convertido su antiguo alumno. Rezongué antes de subir y atravesar la misma puerta doble, media vida después.

Atravesé el recibidor con pudor y esquivé la mirada de un grupo de profesores. No me atreví a presentarme y saludar, y tampoco quise llamar su atención, no me sentía todavía preparado. Me dirigí pues al despacho de dirección, que afortunadamente seguía en el mismo lugar que entonces, al otro lado de un pasillo verde todavía decorado con los restos de actividades del curso anterior. Murales sobre Saramago, recreaciones de la obra de Manrique, trabajos fotográficos que captaban la belleza de Timanfaya e instantáneas enmarcadas que recogían la evolución histórica de Yaiza, se entremezclaban con rótulos de colores de citas célebres que ensalzaban los valores que el instituto quería transmitir.

Al final del pasillo encontré una puerta cerrada y otra abierta, me asomé a esta última y descubrí a una joven maestra que ordenaba un estante de espaldas a mí. Tenía el pelo oscuro y recogido tras la nuca, una fina blusa blanca con motivos celestes y una falda ajustada azul marina por encima de la rodilla. Se giró hacia la puerta al percibir mi presencia y me sonrió con un sobresalto. Los cristales de sus gafas hacían brillar unos de un precioso color verde.

—¿Puedo ayudarte? —me preguntó.

—Estoy buscando a la directora. ¿Eres tú?

La profesora se echó a reír, y el sonido de su risa me encantó.

—No, solamente soy Sandra, maestra de Inglés —me contestó, ofreciéndome su mano para que la estrechara. Así lo hice.

—Mi nombre es Bruno, Literatura. ¿Dónde puedo encontrar a...?

—¿Verónica? ¿La Directora? Es en el despacho de al lado.

Di un paso atrás para volver al pasillo, la puerta seguía cerrada.

—Debe estar ocupada. Esperaré. Gracias.

De nuevo me sonrió y regresó a su labor colocando los materiales del nuevo curso. No pude evitar fijarme en la dedicación con la que lo hacía. Instantes después salió del despacho de Dirección un profesor de buen tamaño y barba descuidada que escondía unos ojos pequeños pero vivaces detrás de unas gruesas gafas de muchos aumentos. Me dedicó una sonrisa lobuna y me estrechó una mano fuerte y sudorosa.

—Luján, Matemáticas —me dijo de sopetón—. ¿Quién eres tú?

Reconozco que tardé en reaccionar.

—Bruno, Literatura —le contesté.

—¡Vaya, el enemigo! —se echó a reír—. Es broma, nos llevaremos bien. Pasa, pero ten cuidado, le gustan especialmente los literatos jovencitos.

El tal Luján se alejó por el pasillo, dejando su risotada flotando entre las paredes verdes. Me deshice como pude de la conmoción, me coloqué las gafas sobre el puente de la nariz y me ordené mal que bien el flequillo. Entré en el despacho de la Directora dándoles vueltas todavía a las últimas palabras de Luján.

Me recibió una mujer atractiva, de edad indeterminada pero sin duda mayor que yo y elegantemente vestida. Ordenaba unas carpetas sobre su escritorio mientras rebuscaba mi expediente.

—No le hagas ningún caso —me saludó, cortante—. Lo dice sólo para incomodarte.

—No me incomoda —contesté.

—A mí sí. Los literatos no me atraen especialmente.

—Tampoco soy tan joven.

Mi respuesta le hizo elevar una ceja y mirarme a los ojos por primera vez. Los dos sonreímos y nos estrechamos las manos.

—Verónica Pulido —me dijo.

—Bruno Santana.

Una mano de largas uñas rojas me invitó a sentarme en la butaca frente a ella. Así lo hice.

—Bruno Santana. Escritor. He oído hablar mucho de ti en las últimas semanas.

En esta ocasión yo arqueé las cejas.

—Entendí que no te interesaban los literatos.

—No especialmente —me contestó—, sólo si van a ser profesores de mi instituto durante todo un curso.

—Tiene sentido.

—Así es —me dedicó una sonrisa seca, casi empresarial, y se ajustó la chaquetilla en torno a su generoso escote. Me esforcé por no mirar—. Como te digo no me interesa la literatura especialmente sin embargo a mi compañera Sandra Di Biasi sí.

—¿La profesora de Inglés?

—¿Ya la has conocido?

—Hace apenas unos minutos.

—Le habrá hecho ilusión. Ella es quien más me ha hablado de ti en estos días, desde que se anunciaron los nombramientos. Es una lectora fiel de tus novelas.

—No me ha comentado nada.

—También es una chica muy tímida. Me recomendó leer algo tuyo, pero por desgracia para ti no soy muy fan del terror.

—No todo lo que escribo es terror —le contesté, ladeando la cabeza como si intentara deshacerme de esa etiqueta—. Esa época ya pasó.

Verónica seguía releyendo entre sus papeles pero me miró desde debajo de sus cejas perfectamente delineadas.

—¿Y qué escribes ahora?

—En realidad nada.

La Directora asintió con un gesto.

—Vaya.

—No tienes que darme el pésame.

Verónica sonrió. Y como si de repente terminara por decidirse, dejó los papeles como estaban.

—En fin. ¿Qué te ha traído por nuestro instituto? He visto que fue una decisión expresa tuya al solicitar el fin de la excedencia.

—Pues resulta que estudié aquí, me crié aquí, y tras muchos años fuera necesitaba…

—Volver a las raíces —me interrumpió Verónica con una sonrisa. Asentí.

—Supongo.

—En ese caso bienvenido, le pediré a Luján que te enseñe las instalaciones, que sin duda habrán cambiado mucho desde que estudiabas aquí, y que te presente a los compañeros. Te deseo que tengas un buen curso.

—Será divertido —contesté, antes de estrecharle de nuevo la mano y levantarme. Ella me miró con media sonrisa y me aguantó la mano unos segundos, como si me estudiara.

—Te garantizo que haremos lo posible para que así sea.

Todo aquello que nunca te dije

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