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CAPÍTULO 18

BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Viernes 5 de octubre. Tarde.

Estaba tirado en el sofá del salón con la tele en silencio y un bloc de notas en mi regazo. En la pantalla, los jugadores de dos equipos que no eran de mis favoritos corrían de un lado a otro intentando meter canasta y ese vaivén me estaba dando sueño en lugar de ayudarme a pensar. De manera que cambié el canal a uno de videos musicales y activé apenas dos rayitas de sonido. Había garabateado dos páginas enteras de un bloc con ideas que invariablemente habían terminado tachadas. Así que lo dejé caer a un lado y me centré en relajarme escuchando la música, aunque hubiera necesitado a mi amigo Bandira para enterarme de quiénes eran la mitad de los grupos que se iban sucediendo en la pantalla.

Poco después entró en el salón mi madre, recién llegada de la gestoría en la que trabajaba, lo que me indicó que llevaba más tiempo del que pensaba haciendo el vago en el sillón. Seguro que ella me iba a decir algo al respecto. Mamá no solía quedarse muchas tardes en la oficina, no era ella de regalar tiempo a la empresa, y si le tocaba trabajar fuera de horario evitaba de alguna manera eternizarse al ordenador. Era una mujer resuelta y práctica, con un espíritu joven a pesar de lo que indicara el DNI, y sabía mantenerse activa y en forma como manera de recuperar el tiempo perdido en un matrimonio del que ahora se arrepentía.

La separación le había sentado mucho mejor a ella que a mi padre, de eso no cabía duda. Todavía seguían trabajando juntos, la gestoría era un negocio de los dos, pero mientras él se enredaba en laberintos de papeles, cifras y chupitos de ron aguado a escondidas, mi madre sacaba el trabajo al día, había recuperado la seguridad y confianza en sí misma, seguía sus dietas, iba al gimnasio, salía con sus amistades y estaba más atractiva que nunca.

Percibí su perfume desde antes de que se acercara al sillón, y sentí sus rizos decolorados acariciar mi mejilla antes de que culminara un beso en mi frente. Su pelo olía a champú afrutado.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó. Me quitó el bloc de las manos y lo ojeó con un interés que por exagerado se demostraba incierto. Es muy de exagerar, mi madre—. No sé cómo puedes entender tu propia letra.

—Ahí está la clave —le contesté—, en que no la entiendo.

Me miró derrotada como si se supiera incapaz de descifrar mi galimatías ni tampoco pretendiera hacerlo.

—Voy a ir al gym. ¿Tienes deberes que hacer?

—¿Deberes? —le pregunté. Mi madre va tan acelerada que veces olvida que su hijo estaba más cerca de la universidad que de los parques de bolas.

—Bueno, ya sabes, lo que sea que hagas.

—En realidad no hago nada —protesté, con desánimo.

Mi madre torció el gesto y se alejó hacia la cocina.

—Oh, ya lo veo venir —me dijo—. Mira, tengo que irme, subo a cambiarme. Tienes cena en la nevera, para cuando se te pase la enésima depresión del artista.

—¿Depresión del artista?

—Sí, seguro que hay una palabra francesa para eso —se echó a reír, exagerada y risueña, como es ella, dueña de una desenfadada segunda juventud, y comenzó a subir la escalera hacia su dormitorio.

—Yo no tengo depresión —protesté, en voz alta para que me oyera—. El problema es que no sé sobre qué escribir.

—¡Pero si lo tienes muy fácil! —me contestó desde arriba—. ¡Escribe sobre mí!

—Sí, mamá, claro.

Descendió las escaleras y se asomó al salón sin pantalones y desabrochándose la blusa, con el pelo suelto alborotado y descalza.

—¿Insinúas que mi vida no es interesante?

—Anda, mamá, sube a terminar de vestirte —le contesté con desgana y exagerando el gesto de taparme los ojos con la mano. Ella me hizo caso entre risas—. Empiezo a pensar que no sirvo. Incluso he ido a hablar con mi profesor de literatura y tampoco me ha resuelto nada.

—¿Un profesor de literatura no ha podido ayudarte a escribir? —me preguntó desde el cuarto de baño.

—Profesor y escritor profesional —le contesté—. Seguro que sabes quién es. Tienes alguno de sus libros. Se llama Bruno Santana.

Escuché cómo mi madre terminaba de acicalarse en el aseo y poco después regresó al salón ya embutida en mayas y calentadores, trabajándose una cola de caballo sobre la coronilla.

—¿Bruno Santana? —repitió—. ¿Sabes que ese chico estudió conmigo?

—Chico… Bueno.

—¿Me estás llamando mayor? En realidad él no lo recordará, estaba un par de cursos por debajo de mí. Lo recuerdo porque cuando sacó sus primeras novelas se comentó bastante en el pueblo. Uhm, tendré que empezar a ir a las visitas de padres.

—Eres una descarada, madre.

Mamá se alejó riendo para terminar de preparar su mochila de deporte. Tomó de la nevera una botella fría de agua y del cajetín junto a la puerta las llaves del coche.

—¿Sabes? —me dijo antes de irse—. Deberías invitarle a comer. ¡Seguro que él sí que querrá escribir sobre mi vida!

Puse los ojos en blanco y una vez cerró la puerta no pude evitar echarme a reír. A menudo mi madre conseguía sorprenderme. Dejé a un lado el inútil bloc, la tarde había resultado en ese sentido estéril, y comencé a cambiar de canal de manera distraída. En uno de los canales locales acababa de empezar una entrevista en directo al regresado escritor local, Bruno Santana.

Todo aquello que nunca te dije

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