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I. DOS PRINCIPIOS EN CONFLICTO

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No deja de ser sorprendente que, siendo tantas y tan autorizadas voces las que denuncian los problemas que plantea el privilegio procedimental de la Administración pública para el cobro de sus créditos al deudor concursado, aun no se haya llegado a una solución legal definitiva de cuestiones que hoy deberían estar resueltas.

Se enfrentan aquí y pretenden conjugarse dos objetivos contrapuestos. De un lado, la par conditio creditorum que informa el ordenamiento concursal, del que es consecuencia necesaria la vis atractiva de la competencia del juez que conoce del concurso sobre todos los procedimientos de ejecución del patrimonio del deudor. Por otra parte, el interés público por el cobro efectivo de los créditos de derecho público de la Administración1), especialmente de la Administración tributaria, del que es consecuencia procesal el privilegio de autotutela de que ésta se encuentra investida y el carácter autónomo del procedimiento de apremio2).

El debate científico se encuentra, a mi juicio, viciado en la medida en que la batalla se libra en el terreno de las formas, es decir, como una tensión competencial entre la Administración y el juez del concurso, dado que el interés público queda perfectamente tutelado y satisfecho mediante la intervención de cualquiera de ellos3).

Los problemas surgen de que, mientras el juez puede contemplar y contempla el conflicto de intereses en toda su global dimensión y posibilita un equilibrio deseable y justo, la intervención de la Administración desequilibra la balanza a su favor y en perjuicio del resto de acreedores cuyo derecho al cobro es tan respetable como el de los acreedores públicos.

Lo anterior no significa que no haya razones para dar a algunos créditos un tratamiento preferencial respecto de otros. Es justo y razonable que se establezcan prioridades en el orden de satisfacción de los créditos contra el deudor concursado, pero esta es una cuestión sustantiva que poco o nada tiene que ver con el hecho de que la competencia para proceder ejecutivamente se atribuya a un órgano u otro.

La cuestión procedimental, por ser de carácter formal4), ha de situarse exclusivamente en el territorio de la eficacia para el logro del fin que se persigue: en primer lugar, el pago ordenado de las deudas para evitar que las ejecuciones singulares provoquen la ruina del patrimonio; y, subsidiariamente, una eficiente liquidación del patrimonio que permita satisfacer del modo más amplio posible los intereses de los acreedores.

La nítida separación entre el aspecto sustantivo de la graduación de créditos y el aspecto procedimental de la atribución de competencia para llevar a cabo la ejecución del patrimonio es condición previa de un enfoque racional y correcto del problema. Así lo ha entendido el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción en la muy atinada sentencia 10/2006, de 22 de diciembre (RJ 2007, 8690), de la que fue ponente el magistrado don Manuel Vicente Garzón Herrero.

Como dice esta sentencia, las potestades administrativas «no se constituyen para la satisfacción del interés de una concreta organización administrativa, en este caso la Agencia Tributaria, sino para la satisfacción del interés público» que, en las situaciones de concurso, se encuentra expresado en la normativa concursal y consiste en «mantener la continuidad de la actividad del deudor. A ese interés básico y fundamental, han de supeditarse ciertos privilegios, y también el de autotutela»5).

Por otra parte, la distinción entre la prelación de créditos y la preferencia procedimental, que por sí misma resulta evidente, fue reconocida, obiter dicta, por la sentencia del mismo Tribunal de Conflictos de Jurisdicción de 11 de diciembre de 1995 6) (RJ 1995, 9784) e incluso estaba ya expresamente establecida en la de la Ley General Tributaria de 1963 cuando enunciaba las preferencias procesales «sin perjuicio del respeto al orden de prelación que para el cobro de los créditos viene establecido por la ley en atención a su naturaleza» ( art. 129 LGT 1963), texto que se ha reproducido en el apartado 1 del artículo 164 de la Ley General Tributaria vigente.

La jurisprudencia confirma pacíficamente esta distinción7), aunque hay que advertir, sin que nos detengamos de momento en ello, que no faltan sentencias que consienten una cierta aproximación de ambos conceptos8). Volveremos sobre ello más adelante9).

Sin embargo, el legislador no es inmune a las injerencias de la burocracia cuando son los funcionarios quienes, defendiendo intereses corporativos, influyen en la redacción de proyectos de ley de elevado contenido técnico como son los que regulan la preferencia procedimental de la Administración tributaria10).

Este tipo de intrusismo se ha producido en esta materia y se constata si se compara el texto de la Ley General Tributaria de 2003 con el del anteproyecto que fue sometido a estudio de la Comisión para el estudio del borrador del Anteproyecto de la nueva Ley General Tributaria, constituida por Resolución de la Secretaría de Estado de Hacienda de 1 de octubre de 2002.

La Comisión, además de afirmar la diferencia entre la prelación para el cobro y el procedimiento, judicial o administrativo, que se ha de seguir para hacerlo efectivo, se pronunció sobre polémica cuestión del momento determinante de la preferencia procedimental de la Administración, apoyando el criterio adoptado en el anteproyecto, favorable a la diligencia de embargo frente a la providencia de embargo11). Sorprendentemente, en la ley aprobada no sólo no se corrigió la ya entonces dudosamente legal norma reglamentaria12) ( art. 95 RGR, discordante con el art. 129LGT a la sazón en vigor), sino que se anticipó la fecha de referencia a la de la providencia de apremio, criterio que, por otra parte, también había prevalecido ya en la redacción originaria de la Ley Concursal de 200313).

Pero no me limito a criticar la desviación del legislador respecto del criterio de la Comisión de expertos, sacrificando la finalidad objetiva de la Ley Concursal. Me atrevo incluso a afirmar que la propia existencia de la preferencia procedimental obedece a objetivos espurios14).

En efecto, el refuerzo de la tutela que merecen los créditos de las Administraciones públicas en el proceso concursal queda suficientemente satisfecho con las prelaciones de cobro establecidas por el artículo 90 y 91 de la Ley Concursal.

¿Qué es lo que puede justificar, más allá de la prelación de cobro, la existencia de una preferencia o privilegio procedimental? A mi juicio, no existe ninguna razón aceptable porque, salvo que se confundan preferencia procedimental y prelación de créditos, las posibilidades de cobro de la Administración son las mismas.

La única ventaja que puede obtener la Administración con su preferencia procedimental es la anticipación del cobro, anticipación que de nada ha de servirle si existen otros créditos preferentes respecto del suyo. En definitiva, medido en términos económicos, la Administración gana el rédito financiero del producto de la enajenación de los bienes en el procedimiento de apremio desde el momento en que la enajenación tiene lugar hasta la fecha en que conseguiría cobrar de haberse mantenido dentro del concurso. Creo que es un beneficio que no justifica el daño que la excepción puede causar a la buena marcha del concurso y el que sufre el ordenamiento por las dificultades que provoca en la interpretación y aplicación de las normas.

Comparto, pues, la tesis de quienes contemplan la preferencia procedimental de la Administración pública como un elemento extraño y pernicioso en la ejecución universal15).

Las ejecuciones en el concurso de acreedores

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