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3. LOS SOCIALISMOS

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El socialismo no reside únicamente en la cuestión obrera,

o del llamado cuarto estado, sino que consiste,

ante todo, en la cuestión del ateísmo.

DOSTOIEVSKI

Hasta mediados del siglo XIX el socialismo en todas sus formas fue una doctrina casi exclusiva del Occidente (G. Cole, 1953, T. II, p. 39). Rusia era incapaz de remover los rescoldos de la Revolución Francesa y nutrirse de ellos, excepto para los intelectuales que habían cruzado sus fronteras. El socialismo llegó a este país no como movimiento popular, sino como el culto refinado de ciertos grupos de intelectuales. La pugna entre lo nacional y lo extranjero estaba servida.

El nihilismo había cobrado notoriedad en Europa gracias a los atentados que tuvieron lugar en Rusia, que llevaron a equiparar terrorismo y nihilismo. Nietzsche dirá a este respecto que no es la causa, sino la lógica de la decadencia.

La subida al trono de Alejandro II, junto con la atenuación del estado represivo postdecembrista, significó la entrada de numerosos libros y revistas extranjeros, como la publicación Kolokol (La Campana), editada por Alexandr Herzen y Nicolás Ogárev (1813-1877).

Se agita, inquieta, la figura de Visarión Griegoriévich Belinski, que pasó en poco tiempo de la emoción romántica a la crítica literaria de carácter realista, para terminar en un radicalismo materialista. Solo en los dos últimos años de su vida mostró preocupación por la cuestión social, abrazó entonces su causa con su acostumbrado ardor y, sin llegar al utilitarismo, proclamó que la literatura no podía ser tenida en cuenta sin un contenido social. Los giros ideológicos de Belinski son un buen ejemplo de la efervescencia intelectual del momento, en perpetua búsqueda de un asidero consistente. Todos ellos, con sus inquietudes, representan a la generación de los cuarenta.

Alexandr Ivánovich Herzen, más próximo al socialismo de Fourier que, como fue el caso de Belinski, al hegelianismo, es un claro referente de este período. En 1847, dueño de una apreciable fortuna legada por su padre, se trasladó a París donde asistió a la revolución de 1848 que destituyó a Luis Felipe I de Francia y dio paso a la Segunda República. Esta experiencia marcó su talante antizarista y su adhesión a las ideas occidentales. Al final llegó el desencanto con Occidente, tumba de sus expectativas ideales de ruso ilustrado; a resultas de ello, se enfrentó tanto al reformismo del oeste como a la represión zarista, una empresa a todas luces excesiva, que fue aislándole de manera paulatina.

Las contradicciones de Herzen se hicieron críticas: desilusionado de las prácticas liberales occidentales que conducían al capitalismo, pero a la vez receloso del odio ciego hacia el zarismo que se extendía por momentos en su patria. La esperanza de un levantamiento espontáneo de los campesinos le impulsó a dispensar una favorable acogida al nuevo zar, que llegaba envuelto en promesas reformistas. La amarga realidad se reveló pronto con la insuficiente emancipación de los siervos de 1861, más aparente en sus formas que sólida en sus efectos, lo que significó un nuevo desengaño. Su posición final y por la que ha pasado a la historia, fue asignar a los campesinos rusos la función que los socialistas occidentales reservaban al proletariado. En suma, una vuelta a su inicial fourierismo.

Fue el principal teórico del populismo ruso y desde esta línea se opuso al terrorismo de Necháiev que veremos operar en Demonios. La novela de Dostoievski representa un alegato contra el nihilismo, concebido como producto extremo del ateísmo. Para algunos, Stavroguin es Bakunin, el personaje del que nos ocuparemos a continuación. Kiríllov, otro de los seres que dejan su impronta en la novela, deduce de «la no existencia de Dios» el posible control de la muerte y la suprema potestad sobre el suicidio, en pleno apogeo de la negatividad a la que ya hemos aludido.

Dostoievski en las mazmorras del espíritu

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