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6.2. Crimea. El anuncio del fin del zarismo
ОглавлениеEl Mar Negro, ese inmenso lago ruso.
Durante gran parte del siglo XIX no hubo apenas burguesía en el Imperio, con la excepción de Polonia, que por entonces pertenecía a Rusia. La sociedad disponía de una muy amplia base campesina, una minoría nobiliaria que la controlaba y por encima: el zar. Pero, a mediados del siglo se produjo una verdadera conmoción nacional que supuso un importante cambio: la derrota en la guerra de Crimea, un conflicto que, entre 1853 y 1856, enfrentó al Imperio Ruso contra una liga formada por el Imperio Otomano, Francia, el Reino Unido y el Reino de Cerdeña. En la contienda al menos murieron 750.000 hombres. Fue quizá la última guerra en la que se respetaron las relativas reglas de honor que regían en estas confrontaciones. No solo lucharon el islam y la cristiandad, también hubo pugnas religiosas internas entre los ortodoxos, protegidos por Rusia y los católicos, sostenidos por el segundo imperio francés de Napoleón III. También se dieron cita anglicanos y protestantes, en alianzas contra natura que solo podían tener una justificación política, pero la política es tornadiza. La religión y lo secular se acercaron peligrosamente. Para los turcos la guerra representaba luchar por un imperio que se debilitaba en su sempiterna contienda con los rusos. Este fue, tal vez, el eje fundamental del enfrentamiento. No en vano, estos acostumbran a llamarla Guerra Oriental, haciendo mención exclusa de la intervención de Occidente. A su vez, los ingleses temían la hegemonía eslava en el continente asiático y luchaban por lo que ellos denominaron el libre comercio. Francia, melancólica, pretendía resucitar viejas glorias napoleónicas.11
Los celos entre las diferentes confesiones cristianas fueron en aumento: el papa Pío IX volvió a establecer un patriarca latino residente; el patriarca griego regresó de Constantinopla para controlar mejor a los ortodoxos; los rusos enviaron también una misión eclesiástica. En algunos aspectos estos consideraban a la Tierra Santa como una extensión de su madre patria espiritual, en una peculiar recreación de las cruzadas. Los católicos y los protestantes veían con reticencia todas estas demostraciones de fanatismo, reflejo actual del que ellos exhibieron siglos atrás. En este vórtice de ambiciones, los franceses sentían peligrar su posición de defensores de la Cruz, y lo que de merma de prestigio pudiera significar. Para preservar sus privilegios establecieron en 1843 un consulado en Jerusalén; pero en Occidente el comercio primaba sobre la religión. Los asuntos de la tierra se imponían a las cuitas del cielo.
Las ya delicadas relaciones entre Rusia y el Imperio Otomano se enconaron, la primera deseaba nada menos que la anexión de Constantinopla para acceder al mar Mediterráneo. La negativa turca a estas ambiciones desembocó en la declaración de guerra de estos al Imperio ruso; pronto encuentran aliados en franceses, ingleses y sardos, que ven con gran recelo los sueños del zar.
El comienzo de las hostilidades es favorable a Rusia al destruir la flota turca en Sinope. Pero, el 10 de abril de 1854, la armada franco-británica bombardea Odesa, el puerto mercantil ruso.
La guerra del mar deja paso al desembarco en Crimea para atacar a Sebastopol, a la que ponen sitio en septiembre de 1854. La primera batalla tuvo lugar en el río Almá y se saldó con la derrota rusa. Con la intención de romper el cerco, clave para el dominio del Mar Negro, se produjo el 25 de octubre la batalla de Balaklava, conocida en Rusia como batalla de Kadikoi, donde tuvo lugar la famosa Carga de la Brigada ligera inglesa, que llevó a su casi completa destrucción.
El resultado final fue un triunfo ruso que no sirvió para levantar el sitio.
Con el advenimiento de Alejandro II empezaron las conversaciones de paz que terminaron con el Tratado de París de 1856; el mar Negro se convirtió en territorio neutral desprovisto de fortificaciones. Moldavia y Valaquia seguían en poder de los otomanos; estas medidas supusieron un golpe para la influencia rusa en la región y la derrota del zar.
El infausto desenlace, pese a la desesperada resistencia que opuso Sebastopol, cuya caída significó el final de la guerra, reveló ante todo la nula industrialización y la consecuente debilidad del estado ruso. Puso de manifiesto también que el gigante era muy endeble: inferioridad militar, sin ferrocarriles que facilitasen la comunicación en tan vasto imperio, armamento anticuado y con muchos siervos que se negaron a combatir como soldados.
La guerra de Crimea legó como secuela literaria a ese personaje descrito por Turguéniev en su obra Diario de un hombre superfluo, ejemplar humano que encarna su protagonista Chulkaturin y sobre todo al Bazárov de Padres e hijos.
El héroe romántico que le precede, tan bien descrito por Byron y Pushkin, es un ser individualista, cuyas ideas desembocan siempre en la acción. Por el contrario, el hombre superfluo se perfila, indeciso, en una atmósfera neblinosa, acopiando ideas que guarda para sí y que por momentos le anegan. El tradicional qué hacer se sustituye por un denso y oprimente qué pensar, lejos de la inspiración lírica y más próximo a la extensa y lenta masticación del rumiante.
En Hamlet y Don Quijote (1860) Turguéniev presenta al hombre superfluo desde una nueva perspectiva: ambos forman parte de un continuum que discurre desde el lejano egoísmo del primero al entregado altruismo del segundo. Don Quijote semeja la flecha que busca el horizonte imposible, mientras que Hamlet se engolfa en una ciénaga de autocomplacientes dudas.
El hombre superfluo es disfuncional e ineficaz para cualquier tipo de proceso. Se limita a estar y sus ideas yacen, inertes, con él:
Hamlet es un escéptico condenado a vagar, a zigzaguear perpetuamente en una senda borrosa, acompañado de sí mismo.
Hay que convenir que Don Quijote es ridículo… Don Quijote suscita risa… cuando esta se congela en una lágrima genera sosiego, reconciliación.
Los hamlets son, en efecto, inútiles para la masa, para la multitud ávida de acción, no pueden conducir a parte alguna porque carecen de objetivos…
Hamlet no ama; roza el amor con el fingimiento.
Don Quijote ama a una criatura imaginaria y está dispuesto a morir por ella.
(Turguéniev, Hamlet y Don Quijote, 1860)
Rusia comenzó a cuestionar un modelo social, cuyo ocaso se vivió en Crimea desde varios frentes, siendo el literario uno de los más activos.