Читать книгу Dostoievski en las mazmorras del espíritu - Nicolás Caparrós - Страница 7
I
ОглавлениеDostoievski fue un escritor extraordinario, pero con esa afirmación su humanidad se escapa. El genio es inefable, habita más allá del análisis; se contempla, se admira, se le venera, está. Transciende la razón. No pertenece a la horda humana que busca el consenso. La supervivencia está ahí, pero ¿quién se acuerda de la supervivencia en el espacio multidimensional de la emoción?
Se llamaba Fiódor Mijáilovich Dostoievski. Hijo segundo de un padre insuficiente y de una madre devota y entregada. Dubitativo como su patria, inmenso como la estepa y tortuoso y oscuro como la kátorga.
Dostoievski exhibe sin pudor su inconsciente a la vista de todos, siempre por mediación de la escritura. Aparece brutal y primario a través de Smerdiákov, encarna el abismo de la identidad que desaparece, que se disuelve, con el funcionario Goliadkin; es un ser-para-el suicidio con Kiríllov, el mundo y sus miserias se desvanece con Aléksei en su interminable diálogo con la ruleta. Es Mishkin, angélico e inhumano, ser que transcurre en un mundo cotidiano sin apenas rozarlo, protegido por el mal sagrado que llamamos epilepsia. Es también Raskólnikov el nihilista que dialoga con el evangelio. Se revela en la pulsión oculta y sublimada de Aliosha. «Todo está permitido», tanto más cuanto su libre pensamiento se angosta en la prosa de sus emociones; es el universo tortuoso de Iván Karamázov.
La virtud oculta bajo la quebradiza lámina de la prostitución en Sonia Marmeládova, que se mantiene pura en medio del fangal de la miseria. ¿Qué decir de Liza?, que se propone amar al hombre del subsuelo. ¿Acaso Grúshenka es la hembra primordial? ¿Qué expresar de Katia, la mujer contenida y orgullosa que se ve rebasada por situaciones que no comprende, pero que ha de respetar? La excéntrica Natasha de El idiota, la amazona Liza, que pereció entre las llamas menos ardientes que la ardentía de Demonios. Una mención también para La mansa.
A modo de contrapunto: ese volcán viviente llamado Fiódor Pávlovich Karamázov, que oculta cualquier atisbo de bondad en la turbamulta de sus pasiones; irreal encarnación del maligno, doble minucioso del transcendente stárets Zósima, el hombre bueno al que el pueblo designa por su propio impulso. El nihilista Stavroguin, el hombre que nació para ser ahorcado y que se ahorca a sí mismo…
Fiódor inviste al ser imposible conocido como el hombre del subsuelo: «soy un hombre enfermo, soy un hombre rabioso». ¿Cómo olvidar a ese perpetuo denunciador de sí mismo que se desangra por su herida narcisista?
De los abismos de lo inconsciente a los instantes románticos de Cinco noches blancas, cuando el narrador —el omnipresente narrador— y Nástenka alimentan un fugaz encuentro donde la ilusión perece y el ensueño cumplido de la joven aniquila el romanticismo.
En las antípodas fermenta la cuestión del nihilismo. En realidad, el nihilismo es un tránsito efímero y vertiginoso donde un vacío imposible, la nada pensable que es por naturaleza inhóspita, ha de dar paso a la destrucción. Dostoievski se abisma con el hombre del subsuelo en la pesadilla que supone esta doctrina, una y otra vez poblada de incontables y aterradores fantasmas; más tarde contempla el mismo paisaje desde la atalaya social que nos trasmiten Raskólnikov, Stavroguin y Kiríllov, alienta la relación entre el nihilismo y el crimen, como consecuencia lógica si nos detenemos a pensar que en la concepción nihilista el otro no existe y el mundo circundante se desvanece.
El designio momentáneo que lleva al crimen presta sentido a la desolación nihilista. Nadie mejor representa el estático narcisismo que el Bazárov de Turguéniev, que concentra su interés en el mundo en las ranas. Ranas-ciencia, rescoldos inhumanos donde todo esta permitido, conocer, saber, atesorar, matar cientos de ranas como hará el Lopújov de Chenishevski. Ancestro cierto de ese «prohIbído prohibir» de Mayo del 68. ¿Qué son los crímenes sino la suprema expresión de la indiferencia oculta tras un tenue velo llamado odio? Stavroguin, y su «deber ideológico», Roghozhin, asesino de Natasha; Raskólnikov, que da muerte a la usurera y también Smerdiákov, el compulsivo instrumento de la pulsión homicida de los Karamázov. Muerte, ¿de qué, de quién?
¿Acaso este rimero de pensamientos y emociones caben en el insuficiente calificativo de genio o de artista del gran escritor?