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2. EL RELATO CORTO, LA NOVELA EXTENSA
Y, SIEMPRE, EL POEMA

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La libertad de la prosa rompe las severas restricciones que impone el verso.

¿Qué condiciones se daban en la Rusia zarista para semejante explosión artística en contraste con las restricciones impuestas a la vida cotidiana? ¿Acaso se trató solo de una de esas asombrosas coincidencias en el tiempo?

Varios factores confluyeron para explicar este singular suceso. Algunos vinieron del exterior, otros del desarrollo interno del país.

Entre los primeros destaca el descubrimiento de la Europa de la Revolución Francesa por la joven oficialidad rusa, que por su educación era la máxima depositaria de la cultura y casi la única que podía captar su importancia; a ello se unió la brusca colisión de las costumbres tradicionales de carácter medieval con el progreso que traía consigo la aparición de la burguesía en el crepúsculo del absolutismo.

De entre los segundos figura, sobre todo, la carga subversiva del anacrónico hecho de la servidumbre, cuando ya en occidente apuntaba el nacimiento del proletariado.

El retorno a la patria de los inquietos oficiales significó, entre otras cosas, la adopción del modelo del poeta rebelde cuyos versos impulsaban a la acción.

Algunos, en fin, contemplan esta época como un producto de las corrientes liberales que se desarrollan en el siglo XIX. Por Liberales se entendía entonces a los partidarios de eliminar las obstinadas cadenas conservadoras que se iniciaron con la nobleza rural, los boyardos, y que apenas se aflojaron con la intervención de los sucesivos zares, significó la expresión política de una burguesía incipiente ante los modos de una nobleza caduca empeñada en ser estática.

El pensamiento, como Nabókov afirma, encontrará mayores espacios de libertad que en el posterior periodo soviético. A despecho de los deseos de los zares, sus instrumentos de control son menos estrictos, aunque ambas etapas sufran serias limitaciones en el plano de la censura.1 «El gobierno y la revolución, el zar y los radicales eran por igual filisteos en materia artística», dirá también Nabókov; todos combaten el arte, pero reconocen su existencia que siempre encuentra en ese desorden intersticios por donde deslizarse.

¿Qué es el arte, para qué sirve?, preguntaría un utilitarista. El arte contiene un plus que no se explica con los argumentos de la razón, ni entra dentro de sus límites. La respuesta es evidente para algunos y desprovista de sentido para otros: es el hijo pródigo de la imaginación, la traducción onírica de la realidad, el deseo liberado de una parte importante de las mordazas manifiestas.

Falta conciencia política plena para ponderar lo que este movimiento en ciernes, cargado de protestas, supone. Lo excepcional se vuelve cotidiano y, como el Che Guevara diría más de un siglo después, cuando esto sucede, llega la revolución. Pero sus pasos son lentos y a veces erráticos.

Existe una importante diferencia entre el absolutismo de los zares y la dictadura de los líderes soviéticos, en especial de los que coinciden con el período estalinista; estos últimos no combaten el arte, lo domestican y se sirven de él hasta llevarlo a su inevitable degeneración.

El citado Nabókov, siempre extremista, en aras del arte puro, ridiculiza el contenido social de Turguéniev, como también el de Dostoievski. Más tarde, expresa la misma opinión a propósito de Tolstói y su Anna Karénina, lamenta «que este no viera que la belleza de los rizos oscuros sobre el tierno cuello de Anna era artísticamente más importante que las ideas de Liovin (que son las de Tolstói) sobre la agricultura».

Las opiniones de Nabókov representan, en muchos casos, la reacción contra el periodo soviético, pero no se acomoda al contenido social de los escritores del siglo XIX, para los cuales la belleza no es un valor ético. Como afirmó el sociólogo Max Weber, la belleza, el bien y la verdad siguen caminos diferentes.

Fue una época al borde del caos y ahí reside, con toda probabilidad, el secreto de su impar riqueza artística, de su insólita creatividad. Este caso no es el único, aunque adopta formas diferentes según los países: la Viena finisecular anuncia el desplome del Imperio Austrohúngaro y disfruta de un gran esplendor artístico e intelectual con Schnitzler, Hofmannsthal, Kokoshka, Schoenberg, Gustav Klimt, Wittgenstein y Freud. Conviven y se enfrentan los políticos antisemitas Georg von Schönerer y Karl Lueger, alcalde de Viena, con el padre del sionismo, Theodor Herzl (Carl E. Schorske, Fin-de-Siècle Vienna: Politics and Culture, 1980).

La construcción de la Ringstrasse, no será el foso medieval que aísle a Viena, sino un puente que la proyecta al mundo. Es la burguesía en pleno desarrollo, el motor de esta efusión cultural.

Siglos antes, la Edad de Oro de las letras españolas preludió el ocaso de su imperio, cuya grandeza era comparable para Quevedo a la de un hoyo: «tanto más grande, cuanta más tierra se saca de él».

Nuestro Quijote representa el ejemplo agónico de glorias pasadas y del porvenir sombrío. Todo Imperio impone respeto, como ocurrió con el apogeo del zarismo y, más tarde, su inevitable decadencia es vivero de creación y búsqueda, de inquietud y protesta.

Para Inglaterra, el convulso periodo isabelino significó el comienzo de su dominio naval y dio paso al esplendor literario, que albergó a William Shakespeare y también a poetas como Edmund Spencer (1552-1599), novelistas como R. Greene (1568-1592) y dramaturgos como Christopher Marlowe (1564-1593).

Con su peculiar estilo, Rusia experimentó a su vez una auténtica explosión literaria durante el siglo XIX. Nunca la pluma había penetrado con tanto vigor en la filosofía, la política y la psicología, ni había profundizado en tan poco tiempo con semejante agudeza en el alma rusa

El alma rusa, mito que se repite a lo largo de esos años, fruto de una naciente conciencia eslava.

Dostoievski en las mazmorras del espíritu

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