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Primera parte
LA REVELACIÓN Y EL MENSAJE DE LAS TRES RELIGIONES DEL LIBRO
EL JUDAÍSMO
LOS OTROS LIBROS DE LA BIBLIA HEBRAICA

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Los siguientes libros de la Biblia hebraica tienen en cuenta datos mucho más históricos, que evocan la historia de Israel y del pueblo hebreo. El Libro de Josué expone la conquista de la tierra prometida de Canaán: el paso del Jordán, la toma de Jericó, los tratados, la muerte de Josué y del príncipe de los sacerdotes Eleazar, hijo de Aarón. A continuación, vienen el Libro de los Jueces (guías espirituales y guerreros), el Libro de Rut y el Libro de Samuel, personaje que vivió hacia el año 1050 a. de C. y que, como juez y visionario dotado de una especial sabiduría, nombró a Saúl rey de Israel, a fin de combatir a los filisteos que se habían apoderado del Arca de la Alianza. El sucesor de Saúl fue el rey David, que venció al gigante Goliat y reinó sobre Judá –tribu del sur que lo había nombrado– y toda Israel. Tras pacificar la región, transformó Jerusalén en ciudad santa, sede del Arca de la Alianza.

El Libro de los Reyes se inicia con la llegada del rey Salomón (961-922 a. de C.), que sucede a su padre David. Su legendaria sabiduría fue demostrada durante todo su reinado y, según la tradición, mandó construir el Templo de Jerusalén siguiendo las prescripciones divinas para albergar suntuosamente el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley: «Llegaron de todos los pueblos para comprobar la sabiduría de Salomón, y este recibió un tributo de todos los reyes de la tierra, que habían oído hablar de su sabiduría» (1 Reyes 4, 34).

Tras la muerte del soberano que había construido la morada de Yahvé, el Estado se dividió en dos reinos: el de Israel, al norte, y el de Judea (Judá), al sur.

El profeta Elías apareció luego en el monte Carmelo, durante una gran sequía, y, exhortando al pueblo a servir sólo a Yahvé y alejarse de Baal y las creencias cananeas, obró varios milagros, como la «resurrección del hijo de la viuda», «el descenso de fuego del cielo» y su propia retirada por Dios en un «carro de fuego» (véase más abajo). Antes de desaparecer, entregó su manto a su sucesor, el profeta Eliseo, que también haría muchos milagros durante las guerras moabita y aramea.

Varios reyes se sucedieron durante el siglo siguiente al de Ezequías. En el año 722 a. de C., el Imperio asirio se apoderó de Israel (reino del Norte) y el profeta Isaías predijo a Ezequías (Libro segundo de los Reyes) la cautividad de los hebreos en Babilonia, que se produciría en el 587-586 a. de C. El emperador babilonio Nabucodonosor, después de invadir el reino de Judea, destruyó el Templo de Jerusalén y deportó efectivamente a la mayor parte de la población a Babilonia. Esta cautividad y el exilio de los hebreos, vividos alternadamente como un abandono y un castigo divinos, marcarían especialmente toda la historia del pueblo judío.

En el año 539 a. de C., el emperador de Persia, Ciro, invadió Mesopotamia y liberó a los hebreos. Permitió el retorno de los exiliados a Palestina. No obstante, algunos se quedaron en Babilonia, constituyendo una comunidad judía que marcaría el inicio de la diáspora.

Tras el edicto de Ciro, en el año 538 a. de C., los exiliados que regresaron a su tierra se agruparon en torno al escriba Esdras (Ezra, en hebreo), considerado en cierto modo el «primer rabino» o doctor de la Ley. Y es que Esdras restablecería el servicio del segundo Templo que acordó reconstruir, bajo la autoridad de Zorobabel; renovó solemnemente la Alianza divina e instituyó la lectura pública de los textos de la Torá, cuyas prescripciones tenían que ser estrictamente respetadas a partir de ese momento por los judíos, rechazando toda noción de idolatría babilonia, consiguiente al sincretismo religioso debido al exilio.

Después del Libro de las Crónicas, que evoca las genealogías reales de la historia de las tribus, el Libro de Esdras, que exalta la Ley mosaica, y el Libro de Nehemías se dedican a resumir el retorno del exilio y la reconstrucción del segundo Templo, así como la organización de la comunidad judía por Esdras y Nehemías. Seguidamente vienen los Libros de Tobías, de Judit y de Ester (que salvó al pueblo judío de la masacre).

Tras la muerte de Alejandro Magno, acaecida en el año 323 a. de C., los Tolomeos que este había puesto en el trono de Egipto (la diáspora contaba con una comunidad judía en Alejandría) extendieron también su soberanía por Judea, que, en el año 198 a. de C., pasó a formar parte del imperio de los Seleúcidas. Luego, en el año 167 a. de C., la Ley judía fue abolida por Antíoco IV Epífanes, que saqueó el Templo de Jerusalén y lo profanó instalando en él una estatua del dios Zeus. Como reacción, se produjo la revuelta de los Macabeos, que ocuparon el Templo, lo purificaron y lo dedicaron de modo diverso (hanukka) oficialmente en el año 164 a. de C. Simón, el último de los hermanos Macabeos, fue proclamado en el año 140 a. de C. príncipe de los sacerdotes y caudillo (etnarca) de la comunidad hebraica.

Los Libros de los Macabeos, textos apócrifos, no incluidos en la Biblia hebraica, hablan de esta página importante de la historia del pueblo judío.

A continuación, vienen los que la Biblia ha calificado de «libros sapienciales», obras piadosas que transmiten una gran sabiduría (hokmâ): el Libro de Job, los Salmos reales (David) y mesiánicos (150 himnos y plegarias), los Proverbios, que traducen el origen divino de la sabiduría evocando sus cualidades, el poético Cantar de los Cantares – canto de amor relacionado con Salomón y cuya interpretación rabínica lo considera la unión de Dios e Israel–, el Libro de la Sabiduría y el Eclesiastés (el Qohelet). Son los Kentubim o escritos varios que datan de épocas distintas, hasta el siglo II a. de C.

Por último, los libros proféticos siguientes cierran el libro santo: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Miqueas, Habacuc, Sofonías, Zacarías y Malaquías.

En Isaías encontramos la afirmación del «monoteísmo más absoluto», en que Yahvé es el único Dios: «Yo soy el primero y el último; y no hay otro Dios fuera de mí» (Isaías 44, 6). Los dioses babilonios se ven suplantados porque no tienen más existencia que la de ídolos inertes. Este mensaje se ve tanto más reforzado cuanto que fue redactado durante el exilio en Babilonia, cuando se vivía con la esperanza de que Ciro destruyera la ciudad y liberara a los hebreos. La Alianza con Dios se hallaba entonces reforzada por la expiación de sus pecados y los tormentos sufridos durante su cautividad.

En Jeremías (25, 1-14) es proclamada la caída de Babilonia, así como la liberación de Israel. Y si, en las Lamentaciones, el poeta visionario expresa la deshonra atribuida a Sión: «Jerusalén ha pecado gravemente; se ha tornado cosa impura. Todo aquel que la honraba, ahora la desprecia: han visto su desnudez. Ella gime y vuelve atrás su rostro» (Lamentaciones 1, 8), asistimos a la exaltación de la ciudad santa en Jeremías: «En aquel tiempo, será llamada Jerusalén trono de Yahvé; en ella se congregarán todos los pueblos; y no seguirá la obstinación de su perverso corazón» (Jeremías 3, 17).

Con Zacarías (1, 1-6; 8, 14-15), la separación entre la era antigua y la nueva era marcada por el regreso a Sión (Jerusalén) reviste una importancia primordial.

En Joel (4, 2-3, 12; 4, 18-21), el mensaje escatológico se afirma; después de haber vencido a los pueblos hostiles (Gog, Magog) y culpables para con Yahvé e Israel, vendrá al fin un periodo de paz y de prosperidad, y el pueblo se volverá santo (kadosch).

En Ezequiel, la gloria de Yahvé adopta la forma de un extraño «carro de fuego» (merkabah) (Ezequiel 1) para aparecerle, y más lejos (Ezequiel 37), la «visión de los huesos secos» lleva al profeta a anunciar que «los muertos resucitarán». Es la prefiguración de la «Resurrección».

La espera de un rey mesiánico, el «Mesías» (en hebreo, Masiah: «Ungido por Yahvé»), se hace notar en Zacarías, que describe la entrada en Jerusalén de un rey dotado de un poder temporal y espiritual «justo y victorioso, humilde y montado en un asno» (Zacarías 9, 9-16), pero la noción de Redención sigue estando irremediablemente vinculada a la obra de Yahvé, y sólo a Él.

En el profeta Daniel, vemos aparecer las visiones apocalípticas, fuertemente influenciadas por los mitos babilonios y por la civilización helenística,[2] como el sueño prestado al rey Nabucodonosor (Daniel 4), el sueño del propio profeta (Daniel 7) o su visión de un carnero y un chivo (Daniel 8), todo acentuado por la aparición de ángeles y demonios, hasta el mismo Adversario, Satanás. Pero la justicia divina triunfará: «Y el reino y el imperio y la majestad de todos los reinos de debajo del cielo serán ofrecidos al pueblo de los santos del Altísimo» (Daniel 7, 27). El Más Allá y el destino del ser después de la muerte[3] aparecen además como preocupaciones principales en Daniel, que evoca la existencia de dos «ángeles» o de dos «reinos»: el de este mundo, aquí y ahora (hic et nunc), y el otro, el escatológico, que espera a cada ser después de la muerte (post mortem).

2

Véase P. Rivière, El gran libro de las civilizaciones antiguas, Editorial De Vecchi, 2004.

3

Véase P. Rivière, Réflexions sur la mort, obra colectiva, Éditions De Vecchi, 2002.

El libro de las religiones monoteístas

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