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Primera parte
LA REVELACIÓN Y EL MENSAJE DE LAS TRES RELIGIONES DEL LIBRO
EL CRISTIANISMO
LA RESURRECCIÓN DE CRISTO.
DE LA ESPERA DEL «REINO DE DIOS»
AL ESTABLECIMIENTO DE LA IGLESIA PRIMITIVA

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Al día siguiente de la crucifixión, «reunidos los príncipes de los sacerdotes y los fariseos ante Pilato, le dijeron: “Señor, recordamos que ese impostor, vivo aún, dijo: ‘Después de tres días resucitaré’. Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan al pueblo: ‘Ha resucitado de entre los muertos’. Y será la última impostura peor que la primera”» (Mateo 26, 62-64).

Pilato accedió a su petición y mandó proteger y sellar con una gran piedra el sepulcro, que según San Mateo (Mateo 27, 57-59) pertenecía al rico José de Arimatea, miembro del sanedrín judío, pero también discípulo en secreto de Jesús, que había llegado a reclamar el cuerpo del divino Maestro para sepultarlo, junto con Nicodemo, que poseía cien libras de áloe y mirra para embalsamar el cuerpo del difunto, según las costumbres funerarias judías (Juan 19, 39-40).

El tercer día, a la aurora, María Magdalena se dirigió a la tumba y constató que la piedra que obstruía la entrada había sido desplazada. Entonces corrió en busca de Simón, Pedro y Juan para comunicárselo. Estos acudieron a la tumba con ella y de inmediato descubrieron que estaba vacía, y que sólo quedaban dentro el sudario y las fajas, en el suelo. Sin embargo, se le aparecieron dos ángeles a María Magdalena, que sollozaba, y le dijeron: «“¿Por qué lloras, mujer?”. Ella les dijo: “Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús. Le dijo Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: “Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, y yo lo tomaré”. Díjole Jesús: “¡María!”. Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: “¡Rabboni!”, que quiere decir Maestro. Jesús le dijo: “No me toques, porque aún no he subido al Padre”» (Juan 20, 13-17). María Magdalena marchó en seguida a anunciar la Resurrección de Cristo a sus discípulos, a los que, por otra parte, según San Juan, Jesús se apareció esa misma noche, llenándolos de gozo. Él les dijo entonces: «“Como me envió mi Padre, así os envío yo”. Diciendo esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonéis los pecados, les serán perdonados por Dios; a quienes se los retengáis, les serán retenidos por Dios”» (Juan 20, 21-23).

Este testimonio de la Resurrección de Cristo es asegurado por sus discípulos, a pesar de las versiones algo diferentes que se leen en los otros evangelistas, principalmente en San Mateo, donde Jesús se encuentra a los apóstoles en Galilea, ya que los ha precedido (Mateo 28, 16-20), y en San Lucas, donde Cristo resucitado se aparece a los «Peregrinos de Emaús» (Lucas 24, 13-34). Además, según este Evangelio, Jesucristo deja a los apóstoles llevando a cabo su «Ascensión»:

«Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo» (Lucas 24, 50-52). El Evangelio según San Marcos también hace alusión a la Ascensión de Cristo (Marcos 16, 19), al igual que el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles.

Jesucristo había anunciado a los apóstoles, el día anterior a su Pasión, la llegada inminente del Espíritu Santo (el Paráclito) después de su marcha: «(…) os conviene que yo me vaya. Porque si no me fuere, el Abogado no vendrá con vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré» (Juan 16, 7). En los Hechos de los Apóstoles, atribuidos a San Lucas, este nos comunica que después de la desaparición de Jesucristo, el día de Pentecostés, los discípulos estaban reunidos esperando la llegada inminente del «Reino de Dios», cuando «se produjo de repente un ruido, proveniente del cielo, como el de un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas (…)» (Hechos de los Apóstoles 2, 1-4).

Fue el hecho fundador de la Iglesia (del griego ekklesia: «asamblea») de Cristo. De todos los apóstoles, fue San Pedro quien asumiría la dirección, según la palabra de Cristo: «Tú eres Pedro (Cephas), y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia» (Mateo 16, 18); y los Hechos de los Apóstoles narran el establecimiento de la Iglesia cristiana, siempre a la espera del «Reino de Dios» y de la segunda llegada o el regreso de Cristo (la Parusía), como la anunciaron dos ángeles, después de su Ascensión: «(…) Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hechos de los Apóstoles 1, 10-11).

Al igual que la secta judía mesiánica y apocalíptica contemporánea de los esenios de Qumram – de la que ahora sólo se conservan algunos textos fundamentales desde el descubrimiento en 1947 de los manuscritos del mar Muerto, que debensumarse altestimoniodeFlavioJosefo–,losapóstoles deJesucristoproclamaban la «Nueva Alianza» con Dios, ponían todos sus bienes en común, practicaban el bautizo, exaltaban la Luz divina (véase San Juan), a pesar de las grandes diferencias esenciales que no podemos exponer en la presente obra. La comunidad cristiana de Jerusalén, bajo la égida de Pedro y Santiago, el hermano de Jesús, conmemora la Cena por la «partición del pan» (el ágape), bautiza y divulga la enseñanza de Jesucristo, pero se organiza en el marco y el respeto de la Ley mosaica, practicando la circuncisión de los niños, las purificaciones rituales, el reposo el día del sabbat y las oraciones en el Templo. A pesar de ello, suscita cierta hostilidad por parte de los saduceos y de los príncipes de los sacerdotes del Templo. Pedro y Juan serán arrestados y tendrán que comparecer ante el sanedrín; luego, todos los apóstoles; al final serán puestos en libertad. La actitud de los fariseos para con ellos fue más suave. En efecto, distinguían entre ellos a los convertidos a la fe cristiana de raíz jerusalemita (los hebreos), respetuosos de la Ley mosaica, que toleraban como una secta judaica, de los judíos o prosélitos convertidos relacionados con la diáspora judía (los helenistas, que hablaban griego), que rechazaban alejarse de la Torá y del Templo. Esteban, que pertenecía a estos últimos y que deploraba la muerte de los profetas, preconizaba que debían tomarse distancias con el Templo, de modo que fue lapidado en el año 36, convirtiéndose así en el primer mártir cristiano; ese mismo día, los helenistas fueron expulsados de Jerusalén, a los campos de Judea y Samaria. Mientras que los hebreos más legalistas se mostraban más como «judeocristianos» – Pedro vinculaba sin cesar la Buena Noticia de Cristo a las profecías del Antiguo Testamento–, los helenistas eran más sensibles a una cristología de influencia platónica espiritual – relacionada con los arquetipos–, donde más tarde el Verbo divino (véase San Juan, Prólogo) se asociaría a la noción de logos de los griegos.

Y fue en este clima de tensión surgido entre las dos corrientes donde un judío de la diáspora, de nombre Saulo, originario de Tarso, discípulo del fariseo Gamaliel y que había aprobado la lapidación de Esteban y las primeras persecuciones, tuvo una visión fulgurante de camino a Damasco. Cayó al suelo y escuchó una voz que le decía: «“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Él contestó: “¿Quién eres, Señor?”. Y Él: “Yo soy, Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer”. Los hombres que le acompañaban quedaron atónitos oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Saulo se levantó de tierra, y con los ojos abiertos, nada veía. Lo llevaron de la mano y lo introdujeron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber». Finalmente, Saulo recuperó la vista gracias a Ananías, inspirado por Cristo, que le impuso las manos. «Al punto (…) fue bautizado, tomó alimento y se repuso» (Hechos de los Apóstoles 9, 3-5. 18-19; véanse también 22, 4-21; 26, 12-20). Convertido en Pablo, reivindicó ser apóstol de Cristo resucitado, glorificado por su Resurrección, aunque no había conocido a Jesús vivo. Emprendió la redacción de catorce Cartas[6] hacia el año 50 d. de C., cartas que son los documentos más antiguos que relatan la historia del cristianismo, puesto que los Hechos de los Apóstoles, atribuidos a Lucas, que narran también la actividad misionera de Pablo (15 de los 28 capítulos), datan de la siguiente generación.

San Pablo desarrolla en sus Cartas una cristología de la Resurrección y de la Redención: Dios ha enviado a su Hijo, el Mesías anunciado por los profetas, para liberar a la humanidad del pecado y la muerte. Es la proclamación (kerygma) de «la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 6, 23). Además, San Pablo se dedica a la conversión de los «gentiles» (los no judíos) y realiza varios viajes con este fin, partiendo de Antioquía, donde sería fundada la Iglesia por Pedro.

Después de pasar dos años en Asia Menor, hacia el año 48 embarca con rumbo a Europa. Con sus compañeros y, principalmente, con Bernabé, constituirá las comunidades de Filipos, Tesalónica y Corinto. Predica al Resucitado que se expresa en él (2 Corintios 13, 3; 1 Corintios 2, 16). Por el bautizo (en el Santo Espíritu), el convertido es sepultado en Jesucristo y reviste al Cristo resucitado con una vida nueva (2 Corintios 5, 17). El valor sacramental es aquí diferente al de la simple purificación que podríamos encontrar, por ejemplo, en el bautizo de los esenios. Igualmente, en el sacramento de la eucaristía, el cristiano, por la comunión con el pan y el vino consagrados, accede al cuerpo y la sangre místicos de Cristo (1 Corintios 10, 16-17). Mediante la identificación mística con Cristo tiene lugar la salvación, que, por otra parte, es un don gratuito de Dios, que procura «la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 6, 23). En esta carta, San Pablo desarrolla la teología de la «gracia» (Romanos 3, 24; 6; 14, 23) y la redención del género humano a través de la Cruz. Los helenistas hallaban en ello rienda suelta a sus esperanzas.


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Algunas cartas, especialmente las dirigidas a los efesios y a los colosenses, parecen no ser suyas, sino haber sido compuestas por un continuador, respetando el sentido de la inspiración paulina.

El libro de las religiones monoteístas

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