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Primera parte
LA REVELACIÓN Y EL MENSAJE DE LAS TRES RELIGIONES DEL LIBRO
EL CRISTIANISMO
LA MISIÓN DE JESÚS DE NAZARET
A TRAVÉS DE LOS EVANGELIOS
Ministerio de Jesús y predicación de la Buena Nueva
ОглавлениеAl enterarse del arresto de Juan Bautista, Jesús regresó a Galilea y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaum, a orillas del mar. San Marcos escribe: «Él proclamaba en estos términos la Buena Nueva de Dios: “Se ha cumplido ya el tiempo, y el reino de Dios está cerca; haced penitencia y creed en la Buena Nueva”» (Marcos 1, 15). La esperanza del Evangelio (euaggelion, en griego) que proclamaba la llegada inminente del «Reino de Dios» respondía a la escatológica de los profetas de la tradición bíblica del Antiguo Testamento.
Jesús recluta a sus primeros discípulos entre los pescadores: Simón, su hermano Andrés, Santiago y su hermano Juan.
Inicia su predicación en la sinagoga de Cafarnaum y realiza un exorcismo, curando a un hombre que estaba poseído por un espíritu impuro (Mateo 1, 23-28). Seguirán otras curaciones milagrosas, de las que el Nuevo Testamento será testimonio con frecuencia: la suegra de Pedro (Mateo 8, 14; Marcos 1, 29-31; Lucas 4, 38); el hijo de un funcionario real en Caná (Juan 4, 43-54); un leproso (Mateo 8, 2-4; Marcos 1, 40-45; Lucas 5, 12-16); el paralítico de Cafarnaum (Mateo 9, 1-8; Marcos 2, 1-12; Lucas 5, 17-26); el hombre de la mano consumida (el día del sabbat) (Mateo 12, 9-13; Marcos 3, 1-5; Lucas 6, 6-10); la hemorroísa (Mateo 9, 20-22; Marcos 5, 24-34; Lucas 8, 43-48); dos ciegos (Mateo 9, 27-31); el paralítico de la piscina (el día del sabbat) (Juan 5, 1-18); un sordo tartamudo (Marcos 7, 31-37); el ciego de Betsaida (Marcos 8, 22-26); el ciego de nacimiento (el día del sabbat) (Juan 9, 1-40); un hidrópico (el día del sabbat) (Lucas 14, 1-6); diez leprosos (Lucas 17, 11-19); un ciego en Jericó (Mateo 20, 29-34; Marcos 10, 46-52; Lucas 18, 35-43); la oreja del criado del príncipe de los sacerdotes (Lucas 22, 50), a los que se suman las curaciones múltiples: en Galilea, enfermos y poseídos (Mateo 4, 23 s.; 8, 16 s.; 12, 15; Marcos 1, 32-34. 39; 3, 10; Lucas 4, 40 s.; 6, 18 s.); las buenas acciones del Mesías (Mateo 11, 2-6; Lucas 7, 18-23); todo tipo de enfermos (Mateo 14, 14; 15, 30 s.; 19, 2; Lucas 14, 35 s.; Marcos 6, 55 s.); a la entrada del Templo de Jerusalén (Mateo 21, 14), así como la liberación de los poseídos: un ciego y mudo (Mateo 12, 22; Lucas 11, 14); el endemoniado de Gerasa (Mateo 8, 28-34; Marcos 5, 1-20; Lucas 8, 36-39); un mudo (Mateo 9, 32-34); la hija de la cananea (Mateo 15, 21-28; Marcos 7, 24-30); un epiléptico (Mateo 17, 14-21; Marcos 9, 14-29; Lucas 9, 37-43); la mujer encorvada (el día del sabbat) (Lucas 13, 10-17).
Es con el Espíritu de Dios como expulsa los demonios (Mateo 12, 23-28; Marcos 3, 22-26; Lucas 11, 15-20). Por otra parte, Jesús, «habiendo convocado a sus doce discípulos, les dio potestad para expulsar los espíritus inmundos y curar todo tipo de dolencias y enfermedades. Los nombres de los doce apóstoles [literalmente, «enviados»] son estos. El primero, Simón, por sobrenombre Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano, Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo. Simón, el cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo vendió» (Mateo 10, 1-4). Para la lista de apóstoles, consúltese también Marcos 3, 16-19 y Lucas 6, 13-16.
Jesús, después de abandonar Cafarnaum, recorrió Galilea en busca de todo tipo de judíos, «predicando en sus sinagogas y expulsando a los demonios» (Marcos 1, 39). El Maestro (Rabí) enseñaba también al aire libre; se refería a los profetas y a la historia bíblica en general, bajo la forma alegórica de numerosas parábolas: «Acercándose después sus discípulos, le preguntaban: “¿Por qué les hablas con parábolas?”. A lo cual respondió: “Porque a vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, mas a ellos no se les ha dado. (…) Por eso les hablo con parábolas: porque ellos, viendo, no miran, y oyendo, no escuchan, ni entienden. De manera que viene a cumplirse en ellos la profecía de Isaías, que dice:
Oiréis con vuestros oídos, y no entenderéis,
y por más que miréis con vuestros ojos, no veréis.
Porque ha endurecido este pueblo su corazón,
y ha cerrado sus oídos, y tapado sus ojos,
a fin de no ver con ellos,
ni oír con los oídos,
ni comprender con el corazón,
por miedo de que, convirtiéndose,
yo le dé la salud.
Dichosos vuestros ojos, porque ven, y dichosos vuestros oídos, porque oyen. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros veis y no vieron, y oír lo que oís, y no oyeron» (Mateo 13, 10-17).
Además, la parábola de la «sal de la tierra» concierne a los propios apóstoles, al establecer su futura misión de evangelización: «Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada por las gentes. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede encubrir una ciudad edificada sobre un monte; ni se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mateo 5, 13-16).
Jesús había pronunciado antes su «sermón de la montaña», que hablaba de las «ocho bienaventuranzas», prodigadas a quienes creen en Dios, en él y en la «Buena Nueva» del Evangelio:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los humildes, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados por Dios.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados “hijos de Dios”.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando por mi causa os maldijeren, os persiguieren y dijeren toda suerte de calumnias contra vosotros. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues del mismo modo persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros» (Mateo 5, 1-12; Lucas 6, 20-23).
Jesús insiste aquí en las virtudes de la simplicidad, la dulzura, la pureza, la misericordia, la humildad, la justicia y la paz, que deben manifestarse en todo aquel que cree en él.
El candor que radica en una disposición de espíritu así se halla evocada a propósito de la actitud que adopta para con los niños a fin de ilustrar el camino que debe seguirse: «Le presentaron a unos niños para que los tocase, pero los discípulos los reprendían. Viéndolo Jesús, se enojó y les dijo: “Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de los que se asemejan a ellos es el reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Y, abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos» (Marcos 10, 13-16).
La caridad y la humildad pueden observarse aquí, al igual que la simplicidad en el versículo siguiente: «Por aquel tiempo tomó Jesús la palabra y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos”» (Mateo 11, 25; Lucas 10, 21-22).
Además, Jesucristo sustituyó la «ley del talión», de reciprocidad, del Antiguo Testamento, de manera general, por la «ley del Amor», que prevalece hacia y contra todo: «Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo: “No resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado. Habéis oído lo que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre los malos y buenos y llueve sobre justos e injustos. Pues si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen esto también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los gentiles? Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial”» (Mateo 5, 38-48; Lucas 6, 27-36).
Jesús enseña, además, a ayunar en secreto, a practicar discretamente la caridad, sin ostentación, y a rezar en secreto: «Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mateo 6, 6). Luego, Jesús enseña la oración de Dios, el padrenuestro (véase más abajo).
Jesús predica por otra parte la «vida eterna» para todos los que se acomodan a la voluntad de Dios y siguen los preceptos de Cristo: «A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna» (Juan, 14-15), así le es dicho a Nicodemo.
Al tiempo que traía la Buena Nueva, Jesucristo realizaba múltiples milagros, relacionados no sólo con las curaciones físicas o espirituales, sino también con los elementos astrales.
San Juan narra, al principio de su Evangelio, las bodas de Caná, a las que Jesús y María, su madre, fueron invitados. El vino de las bodas pronto se acabó. Jesús hizo llenar seis jarras de agua y la transformó en vino (Juan 2, 1-11).
Jesús, con su presencia, permitió a Simón Pedro efectuar una verdadera «pesca milagrosa» en el lago de Genesaret (Lucas 5, 1-11). Por último, Jesús permitió a los apóstoles una segunda «pesca milagrosa» en el lago de Tiberíades, después de su resurrección (Juan 21, 3-14).
Jesús calmó una tormenta que se había levantado en el mar, para gran estupefacción de los discípulos, que sentían una gran admiración por él (Mateo 8, 23-27; Marcos 4, 35-41; Lucas 8, 22-25).
Jesús realizó por primera vez la «multiplicación de los panes». De cinco panes y dos peces iniciales, obtuvo una cantidad suficiente para saciar a la numerosa multitud que había acudido al lugar (Mateo 14, 13-21; Marcos 6, 30-44; Lucas 9, 10-17; Juan 6, 1-13).
Jesús efectuó una segunda «multiplicación de los panes». A fin de saciar el hambre de la multitud que había acudido a escucharlo por tres días enteros, Jesús tomó siete panes y unos peces y multiplicó los alimentos después de dar gracias a Dios (Mateo 15, 32-38; Marcos 8, 1-10).
Jesús «caminó sobre las aguas» y llegó hasta la barca en la que estaban sus discípulos (Mateo 14, 22-23; Marcos 6, 45-52).
Jesús hizo que se secara una higuera llena de hojas que había en su camino (Mateo 21, 18-21; Marcos 11, 12-14).
Jesús hizo también el prodigio o misterio glorioso de la «transfiguración», apoyándose siempre en la Ley y la palabra de los profetas, según sus propias palabras: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mateo 5, 17). «Tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”. Aún estaba él hablando, cuando los cubrió una nube resplandeciente, y salió de la nube una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle”. Al oírla, los discípulos cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor. Jesús se acercó, y tocándolos dijo: “Levantaos, no temáis”. Alzando ellos los ojos, no vieron a nadie, sino sólo a Jesús. Al bajar del monte, les mandó Jesús, diciendo: “No deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Le preguntaron los discípulos: “¿Cómo, pues, dicen los escribas que Elías tiene que venir primero?”. Él respondió: “Elías, en verdad, está para llegar, y restablecerá todo. Sin embargo, yo os digo: Elías ha venido ya, y no le reconocieron; antes hicieron con él lo que quisieron; de la misma manera el Hijo del hombre tiene que padecer de parte de ellos”. Entonces entendieron los discípulos que les hablaba de Juan el Bautista» (Mateo 17, 1-13; Marcos 9, 2-8; 9, 9-13; Lucas 9, 28-36).
Jesucristo había regresado a Judea después de recorrer Galilea y Samaria, y los fariseos y los saduceos desconfiaban de él a causa de su notoriedad, adquirida por los numerosos milagros que se le atribuían. Los primeros le reprochaban, además, las libertades que parecía tomarse para con la Torá; los segundos temían problemas, o un levantamiento de la población que aclamaba a su Mesías, que había llegado para liberarla de la opresión romana, a la manera de los zelotes revolucionarios.
Antes de su entrada en Jerusalén, San Juan evoca el pasaje de Jesús en Betania y la «resurrección de Lázaro» (Juan 11, 1-44), que llevó a cabo milagrosamente, al igual que había realizado anteriormente la de la hija de Jairo (Mateo 9, 18. 23-26) y la del hijo de la viuda de Naím (Lucas 7, 11-17). Estas resurrecciones prefiguran la suya misma, que Jesucristo había anunciado ya en varias ocasiones (Mateo 16, 21; 17, 9. 22).
Jesús decidió penetrar en la ciudad santa, en conformidad con las profecías de Isaías (62, 11) y Zacarías (9, 9), subrayando la humildad pacífica que posee el soberano Mesías: «Decid a la hija de Sión: aquí viene tu Rey a ti, modesto, montado en una burra, y un borriquillo, cría de una bestia de carga». La gente, reunida en multitudes, se postraba y extendía sus mantos sobre el camino, y blandía ramas en signo de aclamación. Así fue como aquel en quien las autoridades religiosas no veían más que un eventual promotor de disturbios acababa de hacer entrada en Jerusalén.
Además, Jesús expulsó a los vendedores y cambiadores de moneda del Templo, a los que calificó de comerciantes y ladrones sacrílegos: «Escrito está: “Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones”. Llegáronse a Él ciegos y cojos en el templo y los sanó. Viendo los príncipes de los sacerdotes y los escribas las maravillas que hacía y a los niños que gritaban en el templo y decían “¡Hosanna al Hijo de David!”, se indignaron y le dijeron: “¿Oyes lo que estos dicen?”» (Mateo 21, 13-16).
A ello Jesucristo añadió también críticas referentes a la hipocresía y la vanidad de los escribas y los fariseos: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las obras, porque ellos dicen y no hacen» (Mateo 23, 2-3). «No os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro Doctor, el Mesías. El más grande de vosotros sea vuestro servidor» (Mateo 33, 10-11).
Siguieron luego siete maldiciones contra los escribas y los fariseos: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entráis vosotros ni permitís entrar a los que querrían entrar» (Mateo 23, 13-14; Lucas 11, 39-48. 52).
Mientras los judíos, bajo dominio romano, se preparaban para celebrar la Pascua, el sumo sacerdote Caifás urdió un complot con la intención de hacer que se detuviera a Jesús de Nazaret como un falso profeta impostor que se proclamaba Mesías «rey de los judíos», porque lo creían en el fondo un agitador que ponía en duda la autoridad romana del emperador Tiberio, delegada en el procurador Pilato para Judea, como un activista político cercano a los zelotes. La expresión utilizada por Jesús de «restauración del Reino» estaba entendida políticamente aquí como referente al reino de Israel.
Jesús evocaba el «Juicio Final» con los siguientes términos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”» (Mateo 25, 31-34).
Este tema escatológico será retomado en el Apocalipsis de San Juan. Luego, notando su fin próximo y adivinando que Judas, uno de los doce, iba a traicionarlo, se apresuró a celebrar la Pascua la noche antes con sus apóstoles, con el fin de sustituir místicamente su cuerpo y su sangre por el tradicional pan ácimo y el cordero pascual. Después de lavar él mismo los pies a los apóstoles como símbolo de humildad, procedió a la celebración eucarística de la Cena, durante la cual «tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: “Tomad y comed; este es mi cuerpo”. Y, tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: “Bebed de él todos, que esta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados. Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el Reino de mi Padre”» (Mateo 26, 26-29; Marcos 14, 22-25).
San Lucas,porsuparte,insisteenlainstituciónsacramentaleucarísticadela «Nueva Alianza» con Dios y su conmemoración futura planteada por el «haced esto en memoria mía» (Lucas 22, 19-20).
Después de haber rezado y meditado en compañía de los apóstoles dormidos, en el jardín de Getsemaní, en el monte de los Olivos: «Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo» (Mateo 26, 38), Jesús fue arrestado por las autoridades tras la traición de Judas. Fue conducido ante el sanedrín judío, donde el sumo sacerdote Caifás lo interrogó así: «“Te conjuro por Dios vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios”. Díjole Jesús: “Tú lo has dicho. Y yo os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo”» (Mateo 26, 63-64). A esto Caifás replicó que era un blasfemador y Jesús fue llevado ante el gobernador de Judea, Poncio Pilato. Este lo interrogó sobre el punto principal: «“¿Eres tú el rey de los judíos?”. Respondió Jesús: “¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mí?”. Pilato contestó: “¿Soy yo judío, por ventura? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”. Jesús respondió: “Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”» (Juan 18, 33-36).
Y a pesar de estas declaraciones altamente místicas que no implicaban ningún carácter político ni reivindicaban ninguna subversión de tipo zelote, Jesús fue condenado a muerte por Pilato, por sedición, bajo la presión de los judíos, según los Evangelios.
Su «pasión» se inició en la aurora: pasó por el sufrimiento de la flagelación y de la corona de espinas, así como por humillaciones por parte de sus verdugos; Jesús llevó la cruz hasta el calvario y acabó sucumbiendo atrozmente a un suplicio después de su crucifixión, en el Gólgota.