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Poder

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El dominio imperial no era hegemónico, a pesar de los avances periódicos hacia una monarquía de autoridad directa, en particular con los salios, pero se caracterizaba más por mediaciones y negociación. Esto funcionó porque los principales protagonistas tenían más que ganar con la preservación del orden imperial que con su reversión o fragmentación. Los carolingios establecieron en todo su reino un sistema de gobernanza general, que consolidaron mediante la adaptación de las especificidades del gobierno a las circunstancias locales (vid. págs. 330-347). El imperio estaba dividido en ducados que formaban distritos militares y subdividido en condados para el mantenimiento del orden público. Al oeste del Rin los ducados seguían, sobre todo, la estructura de diócesis, mientras que al este de dicho río coincidían con las áreas tribales, menos numerosas pero más extensas. La tierra se concedía en forma de feudos o rentas para que duques y condes pudieran tener fuentes de subsistencia y poder cumplir sus funciones, así como ayudar a obispos y abades a establecer una infraestructura eclesiástica más extensiva y densa (vid. págs. 79-88 y 323-328).

En capítulos posteriores se explorará hasta qué punto tales instituciones proporcionaban continuidad política. Por el momento, es importante observar que los carolingios ya distinguían entre reino (regnum) y rey (rex) y que el primero seguía existiendo incluso cuando lo regían varios monarcas.69 En 919, el paso de los carolingios a los otónidas en el trono real germano fue considerado un hecho significativo por sus coetáneos. Al igual que ocurría con la asunción del título imperial por parte de Otón I en 962, no se ponían de acuerdo en el grado de ruptura con el pasado que esto significaba, pero en torno al siglo XII la mayoría enfatizaba la continuidad, incluso cuando no todos aceptaban las pretensiones de traslación imperial.70

La continuidad persistió a pesar de los cambios de familia regia que vinieron después y de los largos periodos sin un emperador coronado. La historia enumera a los reyes como miembros de otras tantas dinastías y no cabe duda de que esta práctica es útil. Pero el verdadero dinasticismo no surgió hasta el siglo XIV. De hecho, lo único que hizo fue reforzar la noción, ya existente, de que todo gobernante podía reivindicar a sus ilustres predecesores. En palabras de Wipo de Borgoña, «los estribos de Carlomagno penden de la silla de Conrado [II]».71 La mayoría de reyes medievales trató, al menos una vez durante su reinado, de sentarse en el trono pétreo de Carlomagno, preservado en Aquisgrán con gran cuidado. Federico I renovó los palacios carolingios de Ingelheim y Nimwegen. Con el paso del tiempo, Carlomagno se convirtió en un modelo de conducta ideal. Incluso los otónidas, que, siendo sajones, provenían de un pueblo que había sido derrotado por Carlomagno, podían celebrar que les hubiera traído el cristianismo.72

La continuidad sugería que el poder era transpersonal y que estaba por encima de la vida de cada monarca. Esta idea, desarrollada en Francia, Inglaterra y Bohemia en torno a 1150, articuló la noción de que la corona simbolizaba el reino, considerado como la suma de propiedad y de derechos regios inalienables. La lealtad que todos los súbditos debían a la corona se transfería de un rey al siguiente de forma automática. Pero en el imperio no se consolidó esta idea, pese a tener la corona de Europa de uso continuado más antigua.73 Aunque el gobierno regio mantuvo su continuidad en el imperio, hasta 1530 las coronaciones imperiales habían dependido de la cooperación papal. En consecuencia, era el imperio en sí el que era considerado una abstracción transpersonal, como demostró la célebre respuesta de Conrado II a una delegación de Pavía que pretendía demoler el palacio imperial de la ciudad con el argumento de que su predecesor, Enrique II, había fallecido. Furioso, Conrado dijo: «Aunque el rey haya muerto, el reino permanece, del mismo modo que permanece la nave cuyo timonel cae. Estos son edificios estatales, no privados. Se rigen por otras leyes, no por las vuestras».74

Esta abstracción del imperio ayudó a divorciar los conceptos de continuidad política y territorio específico, al contrario que las monarquías de Europa occidental, donde el poder se asociaba cada vez más a gobernar un lugar y un pueblo concreto.75 El carácter sacro de la misión imperial reforzó esta idea. La continuidad del imperio se enfrentó a un desafío serio con los cambios en la percepción de la historia surgidos del Humanismo renacentista, más dispuesto a disputar afirmaciones que no estuvieran basadas en fuentes escritas verificables. La Reforma protestante planteó un segundo reto, dado que la continuidad con la antigua Roma la cuestionaban aquellos que rechazaban la supremacía papal sobre su Iglesia. Con los Habsburgo, los cambios políticos se hicieron más obvios. La gobernanza imperial pasó a depender de la posesión de tierras controladas directamente por el emperador, que, en el siglo XVI, durante el reinado de Carlos V, incluía parte del Nuevo Mundo. Pero hasta 1641 nadie publicó una crítica seria de la idea de la traslación imperial y la cultura política del imperio continuó rindiendo homenaje a aspectos del pasado del Sacro Imperio hasta el mismo año de 1806, como por ejemplo la creencia en la sucesión imperial ininterrumpida desde Carlomagno.76

El Sacro Imperio Romano Germánico

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