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El problema de las investiduras

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Esta disputa desembocó en la querella de las investiduras, que, con el tiempo, dio nombre a todo el periodo de pugna papado-imperio que se prolongó hasta 1122.103 El desencadenante fue la investidura del arzobispo Godofredo de Milán, acusado de simonía por los reformadores en 1073. La investidura fue tan controvertida porque ponía en cuestión tanto las bases materiales como las ideológicas del imperio. Las vastas donaciones eclesiásticas eran consideradas parte integral de las tierras de la corona, en particular al norte de los Alpes. En una época en la que apenas se utilizaban normas escritas, las obligaciones se certificaban por medio de rituales. El proceso de nombramiento de un abad o un obispo requería su investidura. El patronazgo real también daba un papel al rey y el clero consideraba un honor especial ser investido por el monarca, dado que esto reforzaba su posición dentro del orden social. Las congregaciones locales y el clero desempeñaban un papel en la elección de abades y obispos, pero esto se basaba todavía en cartas reales, no en el derecho canónico. De ese modo, era práctica habitual que el monarca hiciera entrega al nuevo clérigo de un bastón y que el arzobispo le diera un anillo. Con Enrique III, ambos elementos los entregaba el rey. Dado el incremento de la sacralidad del reinado imperial en torno a 1020, esto no fue contencioso en un principio. Además, no quedaba del todo claro cuál de los objetos simbolizaba la aceptación por parte del clérigo de sus obligaciones militares y políticas a cambio de sus tierras, dado que esas mismas tierras contribuían al sostenimiento de sus actividades espirituales.104 El problema era que la reforma gregoriana iba más allá de lo convencional (es decir, si Godofredo era apto para ser arzobispo de Milán) y desafiaba el mismo hecho de que la realeza participase en este proceso, con lo que rompía con varios siglos de consenso teocrático explícito. Lo que es peor, sucedía en el preciso momento en que la monarquía estaba haciendo que obispos y abades se implicasen más a fondo en la gobernanza del imperio.

Desde el siglo XII, los cronistas han simplificado esta lucha y la han reducido a una pugna entre güelfos y gibelinos. Los primeros provenían de la familia aristocrática germana de los güelfos (Welf) que apoyó durante breve tiempo el papado reformista, mientras que los segundos debían su nombre a una corrupción de Waiblingen, en Suabia, de donde se creía, por error, que provenían los salios.105 Tales nombres adquirieron importancia entre las facciones de la política italiana tardomedieval, pero la querella de las investiduras fue protagonizada por coaliciones fluidas, no por bandos disciplinados. Muchos clérigos se oponían a la reforma gregoriana por considerarla excesiva. Los monjes de la abadía de Hersfeld, por ejemplo, estaban convencidos de que Gregorio provocaba la división de la Iglesia cada vez que abría la boca. El clero que tenía parejas femeninas se consideraba a sí mismo legalmente casado, pero el triunfo final de la reforma, hacia 1120, redujo a la esposa de un sacerdote al estatus legal de una concubina y sus hijos pasaron a ser siervos de la Iglesia. Los obispos se oponían con frecuencia a la causa de la libertad eclesiástica, pues esta podía utilizarse para socavar su autoridad y retener diezmos a nivel local.106 De igual modo, los atractivos del ascetismo reformista llevaron a numerosos laicos a apoyar al papado.

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