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PAPADO E IMPERIO DESDE 1250 Imperio y papado en la era de los «reyes menores»

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El periodo que va desde la muerte de Federico II en 1250 hasta la coronación imperial de Enrique VII en 1312 fue el más prolongado de la historia del imperio sin un emperador coronado. Sin viajes de coronación, tampoco había presencia real en Italia. Aunque la idea imperial se mantenía potente, pues atrajo a los primeros candidatos «foráneos». En la segunda «doble elección» de 1257, fueron elegidos reyes de Alemania Alfonso X de Castilla y Ricardo, earl de Cornualles. Entre 1273 y 1313, el reino germano fue gobernado por una sucesión de hombres que, previamente a su elección, habían sido meros condes. Todos ellos consideraban el título imperial un medio con el que imponerse a duques más poderosos (vid. págs. 375-392). Las tradiciones imperiales se mantuvieron fuertes. Rodolfo I, Adolfo de Nassau y Alberto I fueron enterrados en la cripta imperial de la catedral de Espira, junto con los ilustres emperadores salios. Enrique llegó incluso a trasladar allí de forma expresa a Adolfo y Alberto para transmitir la idea de continuidad legítima, tras la breve reanudación de la guerra civil en 1298.

El papado también seguía interesándose por el imperio. Como había ocurrido con otros protectores elegidos en el pasado, los pontífices pronto vieron cómo los angevinos (la casa de Anjou) escapaban a su control, pues sumaron Sicilia y Nápoles a sus posesiones de Provenza. La revuelta de las vísperas sicilianas provocó la pérdida de la isla a manos del rey de Aragón en 1282. Esto cortó el vínculo entre Sicilia y Nápoles que había existido desde la conquista normanda de 1070 y liberó al papado de la amenaza de cerco.129 Sin embargo, los angevinos seguían siendo poderosos e incluso ejercieron a partir de 1313 un protectorado sobre el papado que se prolongó veinte años. Además, los papas tenían que enfrentarse a monarcas occidentales cada vez más osados, como fue el caso de los reyes de Francia. Estos, embarcados en una prolongada serie de guerras con Inglaterra, se quedaban con las tasas anuales que su clero pagaba al papado. Ante tales problemas, a los pontífices les volvía a parecer una opción atractiva un emperador fuerte pero casi siempre ausente.

A la muerte de Ricardo de Cornualles, en 1272, el papa Gregorio X urgió a los electores alemanes a no repetir la doble elección de 1257. Tres años más tarde, persuadió a Alfonso de Castilla para que renunciase al título real germano, que nunca había llegado a ejercer. El nuevo rey, Rodolfo I, planeó tres veces viajar a Roma para hacerse coronar, pero en las tres ocasiones las circunstancias lo impidieron.130 Asimismo, los franceses incrementaron su presión sobre el papado y animaron a Clemente V a que aceptase la llegada de Enrique VII, elegido rey alemán en noviembre de 1308.131 La llegada de Enrique, a finales de 1310, suscitó expectativas poco realistas entre aquellos que, como Dante, se identificaban con la causa gibelina. Estos esperaban que Enrique restaurase el orden y pusiera fin al faccionalismo violento que afectaba a numerosas ciudades italianas. En un principio, todo fue bien, pues Enrique fue coronado rey de Italia en Milán en enero de 1311. Pero las ciudades italianas ya no estaban habituadas a alojar expediciones imperiales y los angevinos marcharon al norte desde Nápoles para impedir cualquier pretensión de reafirmar la jurisdicción imperial sobre Italia meridional. Algunas ciudades pagaron a Enrique para que se marchase, pero otras resistieron, lo cual dio una excusa a su ejército, en su mayoría mercenario, para repetir la «furia teutona» de antaño. Walrum, hermano de Enrique, resultó muerto, al igual que su esposa (aunque por causas naturales) y la mayor parte de sus tropas regresó a sus casas. Los retrasos hicieron que Enrique no llegase a tiempo para la fecha de su coronación imperial, el 2 de febrero de 1312, que debía coincidir con el 350.° aniversario de la coronación de Otón I. La resistencia romana tuvo que superarse con un violento asalto en el que el arzobispo Balduino de Tréveris, el único gran señor germano que acompañaba a Enrique, le partió en dos el cráneo a un defensor con su espada (vid. Lámina 6).

Clemente, por su parte, había partido a Aviñón, donde las presiones francesas obligaron a permanecer al papado hasta 1377. Dado que San Pedro seguía en manos de sus adversarios, Enrique se vio obligado a escenificar su coronación imperial (la primera desde 1220) en el palacio de Letrán el 29 de junio de 1312. Tan solo oficiaron tres cardenales en representación de Clemente y los ballesteros güelfos dispararon contra los imperiales en el banquete posterior a la ceremonia.132 No había sido un buen comienzo. El final no tardó en llegar. Tras fracasar en su intento de tomar Florencia, Enrique contrajo malaria y falleció en Buonconvento, cerca de Siena, el 24 de agosto de 1313.

En 1314, una nueva doble elección al trono germano enfrentó a Luis IV el Bávaro contra Federico el Hermoso. El enfrentamiento finalizó con la renuncia del segundo en 1325. El papa Juan XXII, escarmentado por el fracaso de Inocencio III en 1198, se abstuvo de tratar de hacer de árbitro. En lugar de ello, declaró vacante el trono, con lo que estableció una nueva noción, el vacante imperio, para reforzar la pretensión papal de ejercer las prerrogativas imperiales en ausencia de un emperador.133 Luis estaba determinado a combatir esta idea y dio lugar al último asalto del choque papado-imperio a la antigua usanza. En 1323, Luis nombró al conde Bertoldo de Neuffen vicario imperial para que ejerciera prerrogativas en Italia, con lo que desafiaba abiertamente las pretensiones pontificias. El papa Juan respondió con la panoplia de medidas desarrolladas desde 1073, pero esta vez reforzadas por una administración mucho más sustancial. Se incoó procedimiento en la corte papal de Aviñón, que, como era de esperar, condenó a Luis por usurpador. De ahí que Juan se refiriera a él simplemente como el Bávaro para negar su legitimidad sobre Alemania. La escalada del conflicto dio lugar a la excomunión de Luis (1324) y a una cruzada (1327).134

Luis, al contrario que sus predecesores, contó con el apoyo de destacados intelectuales, distanciados del papado por su traslado a Aviñón y por su condena de movimientos populares como los espirituales franciscanos, que aplicaban a rajatabla el voto de pobreza. Entre los que sostenían que la supremacía imperial era el camino hacia un nuevo orden se contaban Dante, Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua y Johannes de Jandun. Sin embargo, sus escritos no fueron difundidos hasta un siglo más tarde.135 En la práctica, Luis empleó métodos tradicionales, pues entró a la fuerza en Italia en 1327-1328 con ayuda de sus partidarios locales. Su coronación imperial, oficiada por dos obispos italianos el 17 de enero de 1328, era la primera desde 817 sin la participación del papa o al menos de un legado papal. Luis citó el ejemplo de Otón I para deponer a Juan XXII, con el argumento de que había abandonado Roma e instauró a su propio pontífice, con lo que provocó el primer cisma desde 1180. Esto tuvo escaso efecto, pues Juan estaba seguro en Aviñón bajo protección francesa.

La implicación de los franceses continuó la pauta iniciada en 1170, como mínimo, de abrir las disputas papado-imperio a influencias externas. Francia obstaculizó las negociaciones de forma reiterada, pues el enfrentamiento le permitía prolongar el, en palabras de Petrarca, «cautiverio babilónico» de Aviñón. La imposición por parte de Juan de un entredicho que suspendía los servicios religiosos en Alemania fue motivo de amplio resentimiento e ignorado, además de costarle un elevado precio moral, pues parecía como si quisiera castigar al común de los alemanes. En 1300, los principales señores germanos habían rechazado el intento papal de extender su disputa con el rey Alberto I y, en 1338, apoyaron el decreto Licet iuris de Luis que respaldaba de manera explícita la antigua idea de los Hohenstaufen de que el monarca alemán era ya emperador, con derecho automático de ejercer prerrogativas imperiales una vez elegido. Por una vez, un intelectual influyó de forma directa sobre los hechos históricos: Lupold de Bebenburg proporcionó los argumentos legales e históricos del decreto de Luis. Su programa fue continuado por Carlos IV, aspirante al trono de Luis y luego sucesor y culminó en la bula de oro de 1356, que excluía por completo al papa de la elección del rey germano (vid. págs. 300-301 y 306).

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