Читать книгу El Sacro Imperio Romano Germánico - Peter H. Wilson - Страница 30

El reinado imperial de los otónidas

Оглавление

La ausencia de un emperador coronado, entre 925 y 961, se debió, principalmente, a la renuencia de los papas del clan de los Teofilacto a jugar su última carta en su partida contra los reyes de Italia, cada vez más poderosos. A Hugo de Arlés le sucedió Berengario II, margrave de Ivrea, que, en 959, había conquistado Spoleto y amenazaba Roma, como los lombardos dos siglos antes. Los otónidas, que habían sucedido en 919 a los carolingios en Francia oriental, parecían ser la mejor baza papal. En 951-952, Otón I había llevado a cabo dos torpes intentos de imponer su autoridad en el norte de Italia. Dedicó la década siguiente a consolidar su control de Alemania, al tiempo que cultivaba con esmero sus contactos con los obispos que huían de la turbulenta Italia; estaba decidido a presentarse como un libertador, no como conquistador, para así hacerse digno de la corona imperial.83 Su gran victoria de Lechfeld sobre los magiares paganos, en 955, convenció a muchos de sus coetáneos, entre ellos al papa Juan XII, de que Otón gozaba del favor divino. Aunque no pudo capturar a Berengario, en 961, Otón invadió con éxito el norte de Italia. Fue coronado emperador el 2 de febrero de 962.84

La coronación de Otón no «refundó» el imperio ni creó uno nuevo, dado que persistía la noción de que el reino carolingio original se había mantenido y que Carlomagno había sido sucedido por numerosos emperadores. A pesar de ello, su coronación fue un hecho importante, cuya clara intención era llevar las relaciones papado-imperio a nuevos niveles. A tal fin, Otón promulgó su propia legislación (el Ottonianum) que confirmaba las «donaciones» de Pipino y Carlomagno de extensas tierras en Italia central para el sostenimiento del pontífice. Al igual que sus antecesores, Otón preveía que tales tierras permanecieran bajo su soberanía. También se comprometió a proteger al papa, al que hizo entrega de elevadas cantidades de oro y plata, por lo que a cambio recibió un gran número de reliquias santas para su programa de cristianización al norte de los Alpes.85

La «expedición romana» de Otón (Romzug) duró tres años y tuvo todos los elementos que caracterizaron las futuras intervenciones imperiales en la Italia medieval. La convergencia de intereses que facilitó la coronación de Otón no era lo bastante estable para una colaboración prolongada entre papado e imperio. Los emperadores querían pontífices con suficiente integridad personal para no menoscabar la dignidad imperial que estos les conferían, pero que, a su vez, fueran diligentes ejecutores de la voluntad del emperador. En el caso de Otón, esto incluyó la controvertida conversión de Magdeburgo en arzobispado (vid. pág. 84). Al igual que sus sucesores, el papa Juan XII quería un protector, no un amo, por lo que, en 963, conspiró con Berengario y con los magiares para rebelarse contra el «monstruo de Frankenstein» de la dominación imperial otónida.86 La respuesta de Otón sentó la pauta de las futuras actuaciones imperiales contra pontífices poco sumisos. Otón regresó a Roma y Juan huyó a Tívoli. Después de un breve intercambio epistolar, que no logró restaurar la armonía, Otón convocó un sínodo en San Pedro, que destituyó a Juan con acusaciones de asesinato, incesto y apostasía, un pliego de cargos lo suficientemente grave como para justificar la primera deposición de la historia de un papa. Estas acusaciones se convirtieron en los cargos estándar para futuras destituciones papales. Otón ratificó la constitución papal de 824 de Lotario I, que concedía al clero romano un amplio grado de libertad para escoger sustituto. El pontífice elegido, en diciembre de 963, fue León VIII.

La deposición era la parte fácil. Como Otón y sus sucesores no tardaron en descubrir, sin un apoyo local firme, resultaba extremadamente difícil mantener a su propio papa. Esto, durante un siglo, aproximadamente, quería decir el apoyo de los clanes romanos y el de los obispos y señores italianos. Juan seguía estando en libertad, lo cual dio lugar a un cisma papal que ponía en peligro la integridad y legitimidad de la Iglesia. Los romanos se rebelaron tan pronto como Otón dejó la ciudad, en enero de 964, lo cual permitió a Juan regresar y convocar su propio sínodo para deponer a su rival. León fue restaurado a la fuerza a finales de ese mes. Juan fue expulsado y falleció en mayo, se dice que en brazos de una mujer casada, en otro típico ejemplo de la maledicencia que caracterizó a partir de entonces a los cismas papales. Lo que ocurrió a continuación pone de relieve la insolubilidad del problema. Los romanos eligieron un antipapa, Benedicto V. La imposición de León VIII se había convertido en cuestión de prestigio imperial. Otón asedió Roma hasta que sus famélicos habitantes entregaron al desgraciado Benedicto, que fue degradado y enviado a Hamburgo como misionero. Tras la muerte de León, en marzo de 965, Otón envió a dos obispos a supervisar una nueva elección, pero el candidato escogido fue derrocado nueve meses después por un nuevo alzamiento romano. El emperador se vio obligado a retornar en persona en diciembre de 966 para aplastar a la oposición romana. Los de clase inferior fueron ejecutados y los ricos enviados al exilio. Los que habían muerto fueron exhumados y sus huesos esparcidos con el fin de imponer un castigo ejemplar.87

La oposición posterior provocó una respuesta igualmente dura. En 998, el líder del clan de los Crescenti fue decapitado y colgado por los pies junto con doce de sus seguidores y el antipapa Juan XVI fue cegado, mutilado y paseado por Roma a lomos de un asno. El tumulto que siguió a la coronación de Enrique II como rey de Italia en Pavía en 1002 se saldó con una masacre a manos de las tropas imperiales y el incendio de la ciudad. Los disturbios que siguieron a la coronación imperial de 1027 llevaron a Conrado II a forzar a los romanos a caminar descalzos. No obstante, por esta vez se salvaron de ser ejecutados. Esta «furia teutona» (furor teutonicus) era reflejo del concepto de justicia imperial que autorizaba a castigar con dureza a aquellos que ignoraban la oportunidad de negociar, o que se rebelaban después de haber sido perdonados.88 También revela la principal debilidad estratégica de la presencia imperial en Italia durante todo el Medievo. Roma no era un alojamiento agradable para un ejército imperial, pues las ciénagas pestilentes de las inmediaciones provocaban epidemias de malaria en verano. La de 964 acabó con el arzobispo de Tréveris, el duque de Lorena y con buena parte del ejército de Otón. Las campañas en la Italia meridional se encontraban a menudo con el mismo problema: la malaria mató tanto a Otón II (983) como a Otón III (1002) y Conrado II perdió en 1038 a su esposa y a la mayor parte de sus tropas a causa de esta enfermedad. Encajar pérdidas era un duro problema, pues los ejércitos otónidas y salios eran bastante pequeños (vid. págs. 318-321) y, aunque tenían cierta capacidad para los asedios, Italia era un país de ciudades numerosas y bien fortificadas. El uso de violencia indiscriminada parecía una solución rápida para tales problemas, pero, como descubrieron regímenes posteriores, lo único que conseguían era perder apoyos locales y el descrédito para quienes la aplicasen.

El Sacro Imperio Romano Germánico

Подняться наверх