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Las relaciones Habsburgo-papado

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El éxito de Segismundo en 1417, poner fin al Gran Cisma, pareció retrotraer las relaciones papado-imperio a la era de Carlos IV. Segismundo fue el primer monarca germano en ir a Italia tras el fiasco de la abortada expedición romana de Ruperto, en 1401-1402. Su coronación imperial, el 31 de mayo de 1433, fue la primera desde 1220 celebrada por un papa aceptado universalmente y representaba la culminación de dos años de presencia pacífica en Italia. El Concordato de Viena allanó el camino para la coronación imperial de Federico III, el 19 de marzo de 1452, la cual resultó la última oficiada en Roma.142 También fue la última ocasión en que un emperador rindió servicio de palafrenero a un papa. La ceremonia contradecía la nueva correlación de fuerzas políticas, pues los Habsburgo estaban amasando lo que pronto fueron las mayores posesiones personales controladas por una familia imperial, que proporcionaban unas bases completamente nuevas a la autoridad del emperador.

La implicación de los Habsburgo en las guerras italianas hizo obvia la nueva realidad. Estas guerras dieron inicio en 1494 con un intento francés de suplantar la influencia imperial sobre el norte de Italia, al tiempo que imponían control directo sobre el sur. Las ambiciones francesas fueron frustradas primero por el hijo y sucesor de Federico III, Maximiliano I, y más tarde revertidas por completo por su bisnieto, Carlos V, quien, desde 1519, era a un tiempo rey de España y emperador. El poder de Carlos excedía con mucho incluso el de Enrique VI, lo cual permitió a los Habsburgo completar el proceso, en marcha de forma intermitente desde 1130, de eliminación de la participación papal en el título imperial. Ya en 1508, el papa aceptó que Maximiliano I podía asumir el título de emperador electo, pero sus enemigos franco-venecianos le cortaron el paso en los Alpes cuando se dirigía a su coronación. Ese año se publicó en formato de libro el tratado más importante del título imperial, el de Lupold de Bebenburg, gracias al recién inventado medio de comunicación, la imprenta; esta permitió difundir los argumentos en los que se basaban los cambios constitucionales del siglo XIV. Mientras tanto, el imperio estaba experimentando una transformación fundamental por medio de un crecimiento institucional que consolidó su forma definitiva de comienzos de la Edad Moderna: una monarquía mixta en la que el emperador compartía el poder con una jerarquía cada vez más estratificada de príncipes, señores y ciudades, conocidos por el nombre colectivo de Estados imperiales (vid. págs. 397-414). La formalización, en torno a 1490, de las nuevas formas de representación en la dieta imperial (Reichstag) distinguió con mayor claridad a los miembros del imperio. Los papas continuaron enviando legados al Reichstag hasta la década de 1540, pero antes incluso de que la Reforma protestante los considerase indeseables ya era obvio que no eran más que representantes de un potentado foráneo.143

De todos modos, los Habsburgo no estaban dispuestos a cortar todos los vínculos con el papado. Carlos V, llegado al imperio en 1521 desde España, rechazó las peticiones de los reformistas evangelistas de purgar a Roma del anticristo. No hubo un retorno a la intervención imperial de antaño para reformar la Iglesia. Por el contrario, Carlos se ciñó a la división entre responsabilidad secular y responsabilidad espiritual que había emanado de forma gradual del Concordato de Worms. La reforma se trató como un asunto de orden público y se dejaron las cuestiones doctrinales en manos del papado (vid. págs. 105-114). La reticencia del pontífice a pactar cuestiones doctrinarias hizo extremadamente difícil la posición de Carlos en el imperio y en Italia el papa y el emperador entraban en conflicto a causa de sus respectivas ambiciones territoriales. El periodo más oscuro fue el famoso saco de Roma perpetrado por las tropas imperiales el 6 de mayo de 1527, hecho que todavía hoy se conmemora cada año en el memorial dedicado a los 147 guardias suizos muertos en defensa del Vaticano.144

Tras recibir su castigo, el papa Clemente VII coronó a Carlos emperador en Bolonia el 24 de febrero de 1530, en la que fue la última coronación imperial oficiada por un papa (vid. Lámina 7). Se eligió este lugar para que coincidiera con la campaña de Carlos, pero aun así se celebró con gran pompa. Se pretendía que esta ceremonia ayudase a concluir las guerras italianas con una paz duradera. Carlos entró triunfante en la ciudad y se presentó como un emperador romano victorioso.145 En 1531, consiguió que el papado aceptase que su hermano menor, Fernando, le sucediera de forma directa, sin coronación. Cuando esto ocurrió, en 1558, Fernando ya había concluido la Paz de Augsburgo (1555) que aceptaba el luteranismo como religión oficial del imperio junto con el catolicismo. El ascenso de Fernando I al trono proporcionó la primera oportunidad desde la reforma de alterar la posición del emperador dentro de la constitución imperial. Los protestantes querían borrar la cláusula que designaba al emperador advocatus ecclesiae y reemplazarla por la obligación de hacer cumplir la Paz de Augsburgo. Los Estados imperiales católicos acabaron por persuadirle de que conservase la frase original. En 1562, con la elección de Maximiliano II como rey de romanos, esta cláusula fue reformulada como una protección general de la Iglesia cristiana con la omisión de toda referencia al papado. Esta fórmula se mantuvo posteriormente, aunque los católicos Habsburgo la interpretaron de forma más tradicional.146

Los títulos de emperador y rey de Alemania habían sido fusionados, lo cual consolidó el cambio de 1508 y aseguró la asunción ininterrumpida de prerrogativas imperiales con la elección. Había ahora una única coronación, oficiada por el arzobispo de Colonia, quien había presidido las coronaciones reales germanas desde los carolingios y cuyo papel aceptaban incluso los Estados imperiales protestantes. En 1653, la coronación de Fernando IV como rey de romanos hizo concesiones litúrgicas al protestantismo y se limitó a requerir al monarca que respetase al papa, pero no que lo obedeciese.147 Los cambios ceremoniales liberaron al emperador de la necesidad de ir a Roma, lo cual eliminó una de las principales razones para la cooperación con el papado en un tiempo en que ambos experimentaban dificultades para redefinir sus papeles en un orden internacional que cambiaba con rapidez.

Desde un punto de vista político, al emperador le resultaba imposible cooperar de forma incondicional con la contrarreforma emprendida por el papado con el Concilio de Trento (1545-1563). Los derechos constitucionales obtenidos por los luteranos en la Paz de Augsburgo formaban parte de la red de libertades colectivas del imperio, cada vez más compleja, que solo podían alterarse previo mutuo acuerdo. Los Habsburgo gestionaron el imperio presentándose como guardianes imparciales de todas las libertades, al tiempo que ellos mismos seguían siendo católicos e imponían su fe a sus súbditos directos. Si bien el papa aplaudió los esfuerzos de los Habsburgo en sus propios territorios, fervientes católicos como el emperador Fernando II fueron criticados con dureza por no aprovechar los momentos de fortaleza militar para rescindir todos los derechos de los protestantes del imperio (vid. págs. 120-123). Francia, y en particular España (independiente de la Austria Habsburgo desde 1558) desplazaron al emperador en el papel de campeones internacionales del papa.148

La influencia pontificia sobre el imperio declinó marcadamente y sus esfuerzos por fomentar una línea más católica al posponer el reconocimiento de Fernando III en 1637 no consiguieron causar inconvenientes al emperador. A partir de 1641, la publicación de los decretos papales en las tierras patrimoniales de los Habsburgo requería del permiso del emperador. Un año más tarde, las exigencias papales de censura de publicaciones fueron rechazadas con el argumento de que era un derecho soberano de todos los monarcas. Se ignoró la reforma papal de los días de fiesta, pues esta interfería con fechas importantes del calendario político. Es más, las protestas del papa contra el tratado de la Paz de Westfalia que puso fin en 1648 a la Guerra de los Treinta Años habían sido desactivadas de antemano por una cláusula que ratificaba la validez del tratado con independencia de lo que opinase el pontífice.149

El último choque entre papado e imperio –el primero desde 1527– tuvo lugar en 1708-1709, cuando tropas austríacas invadieron los Estados pontificios para imponer las jurisdicción de los Habsburgo y las jurisdicciones feudales imperiales en Italia contra las pretensiones del pontífice. También hubo momentos de tensión a finales del siglo XVIII, cuando el emperador José II promovió la disolución de la orden jesuita y secularizó centenares de monasterios austríacos. En 1782-1783, no obstante, José y el papa Pío VI intercambiaron visitas oficiales.150 Las relaciones entre ambos nunca fueron exactamente las mismas que las existentes entre Estados soberanos. Los vestigios del pasado común perduraron más allá de la desaparición del imperio en 1806, en particular ahora que el papado veía en Austria a un protector más fiable que Francia, contaminada por la revolución de 1789. Su preocupación por su posición tradicional de cabeza del catolicismo universal impidió a Pío IX asumir el liderazgo de la Italia liberal unificada de 1848, pues esto hubiera supuesto declararle la guerra a Austria, que seguía controlando la mayor parte del norte. Hasta 1870, Austria permitió servir como voluntarios en el ejército papal a miles de sus soldados, algo que también hizo durante el fracasado proyecto católico-imperial del archiduque Maximiliano en México (1864-1867). En 1860, Pío IX llevó a cabo una traslación simbólica del antiguo imperio al modificar la oración, todavía oficial, por el Imperator Romanorum y reemplazarla por una referencia específica al emperador Habsburgo. Por último, Austria mantuvo hasta 1904 derecho de veto formal de todas las elecciones papales.151 La persistencia de tales conexiones, como veremos más adelante, son típicas del legado del imperio en la historia futura de Europa.

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