Читать книгу Edad oscura - Pierce Brown - Страница 10
1 DARROW Hasta el Valle
ОглавлениеMe alzo en medio de los ciegos. Los ojos nublados de esos rostros destrozados por el sol miran con fijeza hacia la estrella, hacia los obeliscos de piedra, hacia los magros cubitos de proteína que sostienen en las manos ampolladas, hacia el líder que los trajo a este lugar maldito, y no ven más que oscuridad. La artillería de nuestros enemigos les ha frito las retinas.
Estiran las manos para tocar mi capa roja como si fuera a sanarlos. Son rojos, grises, marrones, cobres y los pocos obsidianos que decidieron no acatar la orden de su reina de regresar a la Tierra. Los legionarios sobrevivieron a la emboscada del Caballero del Miedo en el Ladón Occidental solo para convertirse en 2.301 heridos a los que debemos continuar alimentando, suministrando ayuda médica y protegiendo. ¿Por qué iba a matar Atlas au Raa cuando la mutilación da sus frutos? Mis hombres miran a las víctimas vivas con desesperación. Otros vuelven la cabeza hacia otro lado, como si mirarlos pudiera hacerles correr la misma suerte.
Gota a gota, Atlas ennegrece el pigmento de nuestras almas.
Me agacho ante un gris con dos muñones cauterizados en lugar de piernas.
—Tienes pinta de haberte interpuesto entre un Telemanus y una pinta de whisky, legionario.
—Me temo que sí, señor. Ya habría regresado a la batalla, si dispusiéramos del equipo.
Si fuera un dorado o un obsidiano, estaría de vuelta en la batalla antes de que terminara el mes, pero no podemos gastar nuestro casi agotado suministro de prótesis en infantería regular. Sería una mala inversión. Antes pensaba que el mayor pecado de la guerra era la violencia. No lo es. El mayor pecado es que requiere que los hombres buenos se vuelvan prácticos.
—Todavía la veo, señor. Como una sombra fantasma. —El gris se frota los ojos al recordar la antorcha del Caballero del Miedo—. Tan clara como el día. No soy capaz de pegar ojo.
—A mí también me pasa. Pero la próxima vez que abras los ojos, lo que verás será Marte. Eres de Hipólita, ¿verdad?
—Nacido y criado en la ciudad de jade, señor.
—Entonces pronto compartiremos unas ostras y unos puros allí. Te lo prometo.
Le doy una palmadita en el hombro, murmuro algo intrascendente y sigo adelante. Me detengo ante un anciano rojo que lleva una manta fina echada sobre los hombros a pesar del calor. Calvo excepto por una media luna de fino pelo gris, está liando un cisco con facilidad experta. Mueve los ojos de un lado a otro cuando se da cuenta de que estoy allí. Coge una gran bocanada de aire.
—¿Eres tú?
Tiende una mano. La tomo en la mía. El cisco empieza a temblarle en los labios a causa de los nervios. Coloco una mano sobre la suya y le hago un gesto a una mujer para que me lance su anillo encendedor. El extremo del cisco expele volutas de humo cuando le doy fuego al rojo y devuelvo el mechero.
—Parece que has tenido mal día —le digo.
Inhala una calada profunda. Su mano se estabiliza.
—Soy rojo, señor. Llevo ciego la mayor parte de mi vida. Me irá bien. Si hay otras bocas que alimentar, no te preocupes por mí. Yo no muero.
Su acento...
—¿De qué mina eres, legionario?
Sonríe con ganas.
—Pues da la casualidad que de la tuya.
—¿De Lico? —Le escudriño el rostro. Las patas de gallo que le rodean los ojos están acribilladas a picaduras de moscas de la sangre—. ¿Cómo te llamas?
—¿No me reconoces, señor?
Le da otra calada a su cisco, que reluce mientras se consume hirviente y deprisa. Su mano lo sostiene de la misma manera que el día en que Eo murió, entre los dedos anular y meñique. Siento el movimiento de las corrientes de las profundidades de la mina. El olor a óxido y bazofia. Un eco de la risa de Eo. Ha pasado mucho tiempo.
—Dago —susurro—. Dago de Gamma.
¿De verdad es posible que sea el sondeainfiernos al que adoraba y odiaba de pequeño? ¿El hombre que me enseñó el significado de la derrota? ¿El que ganó treinta y dos laureles? Y ahora está aquí, en Mercurio, en mi ejército. Quince años después. Para él parece que han sido cuarenta. Su edad hace que sienta el peso de los años.
—En malditos carne y hueso, señor.
Se estremece por culpa de la herida, pero aun así se las arregla para esbozar una sonrisa como un tajo. Le quedan pocos dientes.
—¿Qué estás...? ¿Cuánto tiempo llevas...?
—Desde Marte, señor. Cinco años.
—¿Y nunca se te ha ocurrido buscarme?
—Un hombre no vale una mierda si se convierte en la putilla de un sondeainfiernos que le ha echado el ojo al laurel. —Su risa se convierte en tos—. Pero ahora ya lo tiene, señor. Vaya que si lo tiene, maldita sea.
—Señor. —Félix, un prístino dorado de mi escolta, aparece a mi espalda. Proviene de una casa menor dependiente de la Casa de Augusto y es un hombre adusto y cínico. Apenas supera los cuarenta años y no siente precisamente devoción por los colores inferiores. Pero es leal a mi esposa, y es marciano. Hoy en día no hay una raza más digna de confianza. Alrededor de otra veintena de guardaespaldas dorados se alzan tan limpios y fuertes como dioses al borde del mar de ciegos. El cénit y la escoria de la humanidad. Me siento culpable por haber elegido que me proteja el cénit en lugar de mi propia gente. Practicidad, otra vez—. Su lanzadera está lista para partir. Su... compañero de viaje se está impacientando.
Quiero quedarme, preguntarle mil cosas a Dago, pero no puedo. En realidad apenas tengo tiempo para visitar a los hombres. Hubo un tiempo en que podías caminar entre los heridos y encontrarte a Sevro rebozado en alcohol jugando al Karachi con ellos, y bastante mal. Su ausencia se percibe en todas partes, no solo en el campo. Tengo demasiados vacíos que rellenar.
—Segador...
Dago hace un gesto hacia mí. Me agacho de nuevo. Abre la bolsa que lleva sujeta al muslo. Dentro hay dos latas. Una llena de tierra marciana. La otra vacía para sus propias cenizas. La mayoría de los soldados marcianos temen morir en una esfera extranjera. ¿Cuántos cadáveres he visto marchitarse después de los bombardeos con las manos aferradas a la tierra natal? ¿Cuántas latas de ceniza he enviado de regreso a Marte para que las esparzan en el mar? Dago me ofrece su tierra natal. Incluso huele a Marte, con ese leve dejo a hierro.
—No puedo aceptarla —digo.
—Entonces ¿dónde está tu lata, eh?
—La dejé en la Luna. Estas vacaciones fueron inesperadas.
Coge un puñado de tierra y la tiende hacia mí.
—Es de Lico. —Tose sangre en su manta—. Tan tuya como mía. Tráemela de vuelta y compartiremos un trago y algo de comer, ¿eh? —Me coge la mano y me la abre para entregarme la mitad de su polvo—. Marte está contigo, hasta el Valle.
Otros oyen sus palabras y comienzan a golpearse el pecho a la altura del corazón al ritmo de la Endecha Atenuante, aunque se trata de una inversión: no es el golpeteo rápido que avanza hacia una parada lenta como en la muerte, sino un ritmo lento que acelera hacia una velocidad de carrera. Estoy a punto de decirle algo a Dago cuando se enciende otro cisco y me echa el humo en la cara como en los viejos tiempos.
—No hay tiempo para palabras, señor. Tienes matanzas pendientes.
Aprieto la tierra con fuerza en el puño.
—Hasta el Valle.
Con la tierra de Lico en un morral seguro, salgo del desierto buscando pelea.
Mi lanzadera se dirige hacia el norte sobre la tiza del desierto. Detrás, Heliópolis tiembla en el horizonte combado. Un enorme muro protector, de un kilómetro de altura y quince de largo, bloquea la boca de dos cadenas montañosas convergentes. La Casa de Votum construyó el muro para resguardar Heliópolis de las tormentas desérticas que se producen cuando los ciclones de primavera descienden desde el Mar de Sycorax, en el extremo norte, y bajan a toda velocidad hacia el sur a través del Yermo de Ladón hasta la ciudad. Entre chispas, los ingenieros sueldan las armas de los barcos rotos a lo largo de la parte superior del muro.
Lamento el desperdicio de potencia de fuego. Las armas solo están ahí para satisfacer las demandas de los habitantes de Heliópolis y del maestro hacedor Glirastes, no para contrarrestar una invasión. Heliópolis es la segunda ciudad más próspera de Mercurio, rica en arquitectura, famosa por sus carreras de cuadrigas y la puerta de entrada a las minas costeras, pero resulta estratégicamente insignificante para mis objetivos. Es al norte donde despedazaré al enemigo.
Heliópolis es como una espina en mi bota. Un caldo de cultivo para la insurrección de los partidarios del régimen, para las conspiraciones y los asesinatos por la espalda. Tras su muro, la altiva ciudad de piedra caliza se encorva hacia el sur, hacia la Bahía de las Sirenas y, más allá, el Mar de Calibán. Los refugiados y los soldados atestan las calles polvorientas e impregnan la ciudad de un tufo a verano maduro. Pero hay otro olor en esa ciudad desértica. No es el de la mierda de gaviota, o el de los mercados de pescado, o el de los gases de escape de las máquinas de guerra, sino el de algo distinto, algo insidioso que se aferra a la raíz del cerebro.
«Miedo».
Hay miedo en los ojos de mis legiones cuando levantan la vista hacia la órbita donde Atalantia perfecciona sus planes de invasión, o hacia las montañas sombrías donde el Caballero del Miedo y sus guerrilleros afilan sus estacas de empalar, o hacia las calles atiborradas de mercurianos, cualquiera de los cuales podría ser un espía o un asesino.
Si la muerte de la flota fue una amputación, este asedio supone la muerte por desangramiento. Poco a poco, la exposición de vanguardia a las perversiones de las guerrillas del Caballero del Miedo y la expectativa de la Lluvia va deteriorando su psique. Mis leales marcianos patrullan desiertos y montañas y erigen máquinas de guerra y artilugios de batalla, siempre a la espera de que los francotiradores les disparen o de oír el grito del insecto: ese temible lamento agudo que señala la activación de una mina de araña. Cualquiera de esas posibilidades ofrece un mejor destino que ser capturado por las Gorgonas, los veteranos empaladores de la Legión Zero del Caballero del Miedo.
El miedo despoja a mis hombres de su dignidad, de su nobleza de propósito, de su fe en nuestra causa. ¿Quién es capaz de creer en lo intangible con un garrote alrededor del cuello? Esperan la muerte, lentamente estrangulados por Atalantia y Atlas.
Algunos tienen la esperanza de que la República envíe una flota. Hay una ínfima posibilidad, pero si me quedo de brazos cruzados y espero a que mi esposa ponga en marcha los engranajes de la democracia, no quedará nada de nosotros cuando el enemigo ataque. Moriremos como moscas, y el miedo se extenderá cuando las sombras de la flota de Atalantia trepen por los escalones del Nuevo Foro y sus botas de titanio pisen las orillas de mi hogar.
Así que eso lo simplifica todo.
Debo acabar con ella antes de que ella acabe con nosotros.
Nuestra ruta de vuelo nos lleva sobre el Yermo de Ladón, la franja soleada que asfixia el centro del principal continente de Mercurio, Helios. Medio enterrados en su arena yacen los restos de los tres ejércitos que el Yermo se ha ido tragando con el tiempo. Pronto lo alimentaré con un cuarto.
En algún lugar de las afiladas montañas centrales del Yermo, mis Aulladores arrean al Caballero del Miedo hacia la cuerda floja de mi trampa, la ciudad minera de Eleusis. Sevro debería haber sido su líder. He enviado contra Atlas a cuatro comandantes en dos planetas distintos. Me ha devuelto a los cuatro empalados de orificio a orificio. Solo Sevro y yo podemos igualar la brutalidad del Caballero del Miedo. Pero cargo con demasiado peso yo solo, así que he enviado a Thraxa —la mejor comandante para un grupo pequeño que me queda— para encabezarlos, y a mi mejor espada, Alexandar, por si acaso se produjera un enfrentamiento directo.
Al sur, más allá de Heliópolis, los comandos instalan sistemas de misiles, minas y cañones microondas antiinfantería en los archipiélagos tropicales y en las selvas profundas que desembocan en el Mar de Calibán. Al noreste, a lo largo de la Península de Pétaso, se encuentran las elevaciones crecientes y los climas templados de una tiara de ciudades densamente pobladas llamadas los Niños.
La capital del planeta, y cuartel general de mi ejército, sigue siendo Tyche. Hemos convertido la querida casa costera de los Votum en una fortaleza. Ya al pasar sobre los latifundios de cultivo situados muy hacia el este de la capital, atisbamos el destello de sus agujas y el tranquilizador paisaje de su montaña guardiana: el Estrella de la Mañana.
Debido a la maniobra de caída libre de Orión, la nave insignia de mi flota sobrevivió a la emboscada de Atalantia —lo que las tropas han dado en llamar la batalla de Calibán, por la cantidad de barcos que cayeron al mar atravesando la atmósfera— y ahora vigila Tyche mientras se reparan sus sistemas, con la esperanza de que algún día pueda regresar a las estrellas.
Tyche es crucial no solo como reducto hacia el que replegarse, sino también por el gravicircuito que desciende hacia el sur por debajo de las Montañas Hespérides y que conecta Tyche con Heliópolis. A salvo de los bombardeos, será la única arteria por la que podrían llegar refuerzos si la batalla llega hasta Tyche, y nos servirá como ruta de escape hacia Heliópolis si Tyche cae. La única ruta alternativa sería a través del Yermo de Ladón, y preferiría cenar con el Caballero del Miedo a atreverme a cruzar ese devorador de ejércitos.
Me ocupo de los informes en la sala de guerra de la Nigromante mientras la lanzadera vuela hacia el norte. Los faros de las naves antorcha sumergidas parpadean en el monitor de control cuando llegamos a la extremidad septentrional del Mar de Sycorax. Al otro lado de la pantalla de datos de la sala de guerra, un ayudante plateado no para de perorar sobre la escasez de medicamentos antirradiación que hay en el sur. La mayoría se están acumulando en Tyche para la inevitable lluvia radiactiva.
—Pronto tendremos excedentes —le digo.
—¿Ha descubierto un nuevo suministro, señor?
—No.
Le bailan los ojos al entenderlo.
Me siento oprimido. Mi espíritu ansía que lo liberen de esta interminable avalancha de logística de suministros y retrasos en las construcciones. Necesito aire fresco.
Me encuentro a Rhonna en la entrada del área de aparcamiento. Orión debe de estar dentro. Mi sobrina me dedica un saludo seco. Desde que participó en el rescate de Orión, su popularidad ha aumentado entre los soldados, sobre todo entre los marineros y oficiales azules y naranjas. De momento, no se le ha subido a la cabeza. El mérito de ello hay que reconocérselo a su padre, Kieran.
—¿Cómo está? —pregunto.
—Callada, señor —responde Rhonna—. Come sola, cuando come. Pasa más tiempo en la ducha que en el comedor. Es como si nunca consiguiera limpiarse del todo. Evita a los hombres siempre que puede. Los terrores nocturnos hacen que se drogue para dormir. Nunca se acuesta en sus dependencias, sino en un lugar distinto cada noche. El destacamento de guardias se las ve y se las desea para poder vigilarla.
—Atlas se la llevó de sus dependencias —digo—. Yo tampoco sería capaz de usar una cama. ¿Le has contado a alguien cuáles son tus órdenes?
—No, señor. Sé que le dijiste al emperador Hárnaso que Orión ha pasado su evaluación psicológica. Lo suyo es el silencio.
—Bien. Bien. ¿Te ha visto ella?
—¿Me viste tú ayer cuando estabas escuchando el holograma de la tía V en lugar de dormir como te ordenaron los médicos, señor?
Frunzo el ceño.
—¿Ventana?
—Setos podados.
Me froto los ojos.
—Mierda. Me estoy haciendo viejo.
—O yo me estoy volviendo más silenciosa.
Supongo que solo era cuestión de tiempo que todo el mundo empezara a alcanzarme. Me fijo en lo joven que parece Rhonna, y en lo viejo que debo parecerle a ella.
—¿Sabías que soy mayor de lo que lo era mi padre cuando murió? Aun así pienso en él como en un anciano. —Me río—. Debía de rondar más bien tu edad, calculo.
Mira por el pasillo y se muerde el labio.
—Permiso para hablar como si fuéramos de la misma sangre, señor.
—¿No te gusta que toque el tema de la mortalidad? —Espera mi respuesta—. Concedido.
—No te entendí hasta que volvimos aquí. Estuviste muerto para nosotros casi hasta que cumplí los nueve años. En Tinos, todo el mundo hablaba de ti. Pero yo no lo entendía. No entendía eso. —Señala el falce que duerme como una serpiente pálida alrededor de mi brazo—. Solo eras mi tío. Luego descendimos con Orión. Y lo vi. Toda maldita alma estaba esperando para darle su carbono a Mercurio. Entonces te vieron bajar de esta nave. —El vello de los antebrazos se le pone de punta al recordarlo—. No eres viejo. Solo tienes que dejar que los demás soporten su carga. Hasta el Segador necesita dormir, señor. Sobre todo si va a llevarnos a todos a casa.
Todavía cree que puedo hacer milagros. Pero mi agotamiento no se debe a estos últimos días. Toda una vida de guerra empieza a pasarme factura. Ella no sabe el peso que llevo sobre los hombros. Cuánto dependía de Sevro para que me ayudara a aguantarlo. Cuán menoscabadas están nuestras legiones en realidad. Lo tácticamente sofisticado que es incluso el más básico de los centuriones de infantería grises del enemigo en comparación con los nuestros, y eso por no hablar de sus dorados. Es tan sencillo como que no tenemos la misma distribución de fuerza intelectual. Ni de potencia de fuego.
—Gracias por la preocupación, lancera. Pero no te aconsejaría volver a espiarme.
Avanzo hacia la puerta.
—Señor.
Me vuelvo, empezando a enfadarme. Ella vuelve a ponerse en posición de firmes.
—Cuando caiga la Lluvia, solicito permiso para cabalgar con mi cohorte.
—No. Te necesito a mi lado.
—¿Porque será más seguro? —Me escudriña con la misma dureza que exhibe mi madre. A excepción de Victra, las mujeres de Lico son la raza más obstinada—. Necesitas que tus hombres hagan su trabajo. Por eso dejaste que Alexandar te siguiera hasta la Medusa. Por eso lo has enviado con Thraxa. Para hacer su trabajo. No puedes protegernos de esto.
—Tú no eres Alexandar.
—Sin embargo, me metiste en un caparazón estelar y me enviaste a la Medusa. —Se inclina hacia delante—. Y ahora te sientes culpable por ello. Por haberme dejado siquiera venir a Mercurio.
Da en el blanco. Sabe la promesa que le hice a su padre.
—Señor, a tu lado soy un lastre de un metro veinte y cuarenta kilos de peso, con los pies silenciosos y la boca sucia. En un caparazón estelar, soy decente. En un Drachenjäger, soy un dios de metal. —La sangre le enrojece las mejillas—. Sé que estás preocupado por mi padre. Pero fue decisión mía unirme a ti cuando Sevro se rajó. Yo elegí estar aquí. Yo elegí luchar. —Se le endurece la voz—. Y si nos superan, el hierro caerá sobre la cabeza de mi padre, sobre la cabeza de Dio, sobre la cabeza de mis hermanos y hermanas. Así que a la mierda con tu culpa. Y déjame hacer mi trabajo.
No tuve más remedio que utilizarla en el rescate de Orión. Ahora sí tengo alternativa.
—El estabilizador de retroceso de mi puño de pulsos sigue estando delicado —le digo—. Mira a ver si puedes calibrarlo, lancera.
No pude proteger a mi hijo. Así que mientras tenga el poder de proteger a la hija de mi hermano, lo haré. Cuando llegue la Lluvia, la enviaré a Heliópolis a esperar a que pase la tormenta.
Dejo a Rhonna echando humo de rabia y me encuentro a Orión sentada a solas en la parte de atrás de la bodega de carga. Siempre robusta, ahora delgada como un palillo, la mujer azul es más oscura que la penumbra del exterior. Sus pies descalzos cuelgan por la puerta abierta.
Orión me oye entrar y mira hacia atrás. Tiene la cara moteada de la carne resonante que ha reemplazado los trozos que le arrancó Atlas. Unos nuevos dedos de metal le brotan desde los nudillos.
—¿Problemas? —pregunta.
—Parientes agresivos.
Sin sonreír, se da la vuelta para seguir contemplando el cielo polar. Más allá de la atmósfera del planeta, las naves de guerra de Atalantia vagan a la espera de que saquemos la cabeza de entre las grandes cadenas protectoras para poder dejar caer las catapultas electromagnéticas y convertirnos en cráteres.
—Hace frío aquí atrás —digo en voz alta para hacerme oír por encima del silbido del viento. Nuestra nave pasa por encima del borde de una repisa de hielo—. ¿Por qué no vas al comedor? Colloway dice que es malo sincronizarse con el estómago vacío.
—Me gusta el frío —responde distante—. Y tener autonomía.
—De acuerdo.
Me acomodo a su lado y dejo que me cuelguen las piernas. No mentí ni a Hárnaso ni a mi alto mando. Orión superó su primera evaluación psicológica, pero sospecho que Colloway la ayudó a hacer trampas. Tras su rescate, pasó cinco días comunicándose solo mediante frases crispadas y fragmentadas, prefiriendo la compañía de su protegido, Colloway, a la de cualquier otro. Luego pidió regresar al trabajo. Pensé que eso la haría volver a ser ella misma. No ha sido así. Puede que cumpla a tiempo con todas sus obligaciones, pero sigue estando igual que todos los que sobreviven al Caballero del Miedo... alterada.
Con los ojos entornados, miro las anotaciones matemáticas escritas en la escarcha del casco de la nave.
—Me recuerda a mi casa cuando apagaban la calefacción —murmura Orión—. Les encantaba aducir nuevas razones para hacerlo. Cuando empecé a aprender cálculo, fue sobre escarcha de casco. Con los dedos tan entumecidos que apenas podía sostener el estilete.
—Cálculo. Pobre muchacha. Yo solo necesité álgebra —digo para intentar sacarla de su aturdimiento. Ojalá pudiera decir que lo hago solo por ella—. La hacía con rotulador en el lateral de la cabina de la Garra Perforadora con una mano. —Hago un movimiento que imita la excavación con la otra—. Ya sabes, el taladro no puede detenerse. Si te paras demasiado rato, te quedas atascado.
—Necesitarías el cálculo para hacer funcionar correctamente el equipo de una Garra Perforadora —responde ella.
—Sí, bueno, mi padre decía que el resto es todo instinto. Si no estás de acuerdo, a lo mejor tú y yo podríamos batirnos en duelo cuando volvamos a Marte. Será necesario excavar nuevos búnkeres.
Ignora el desafío y observa una manada de hipocampos pálidos que cruza un archipiélago de hielo. Sacuden las crines e inclinan las aletas cuando las patas atrofiadas los propulsan desde el hielo de vuelta al agua.
—Los padres son importantes —dice—. Mi gente piensa que esa idea es perversa. —Hace ademán de morderse las uñas, pero se topa con el metal de su prótesis. Se mira los dedos como si los viera por primera vez—. Aun así, me llaman Madre, ¿verdad?
—Esa es la mitad civilizada del nombre.
Se encoge de hombros.
—Los hijos son repugnantes. Jamás se me ocurriría tenerlos. No puedo soportar su egoísmo.
No hay manera, seas dorado o rojo, de entender la conexión empática que las mentes llevan a cabo en la deriva sináptica. La comunicación de Orión con sus pilotos durante la batalla es no verbal. Está formada por una red en la que las corrientes eléctricas de su cerebro se unen e interactúan con las de los demás. La mutilación de uno de los extremos es la más cruel de las amputaciones. Los fantasmas de los muertos perduran en sus sinapsis.
Me pregunto si piensa en los marineros que perdió en la emboscada. Si se sintió como una madre cuando vio que el Annihilo partía por la mitad el Sueño de Eo. Si es el egoísmo de los hijos lo que no soporta o si es el miedo a perderlos.
—El Senado reclamó demasiadas naves. Aunque hubieras visto venir a Atalantia, ella habría retenido la órbita. Esa batalla la perdió el Senado, no tú.
Vuelve la cabeza de golpe hacia mí.
—Hárnaso perdió esa batalla cuando no escupió en las órdenes del Senado y envió a la mitad de mi flota a la Luna. Tu esposa perdió la batalla cuando no se antepuso al Senado.
—Ella no romperá el Nuevo Pacto...
—¿Y lo consideras una virtud? ¿Su preciosa moralidad a cambio de mis marineros? ¿O es miedo a convertirse en su padre? —Niega con la cabeza—. Hárnaso y Virginia cargan con la culpa. Yo no la siento.
—Yo sí. A menudo. Por los hijos del Confín. Por los astilleros de Ganímedes.
—Entonces malgastas neuronas.
Este cascarón duro siempre ha existido, pero no hasta este punto. Resulta sencillo olvidar las raíces de Orión. Desde un nacimiento no autorizado y una infancia entre la escarcha oscura de la ciudad Colmena de Fobos, destinada a pilotar camiones de la basura y recibir un estipendio del gobierno hasta la muerte, hasta convertirse en comandante de la flota más exitosa desde la Armada de Hierro de Silenio. Yo tenía un hogar entre mi propia gente. La suya nunca aceptó a Orión hasta que trepó por sus espaldas hasta lo más alto y bajó la vista para encontrárselos a todos fingiendo que la habían levantado. De todos los soldados de mi ejército que quedan, es en la que más confío, porque ella es la única que nunca me ha defraudado. Cualquier otro comandante astral, yo entre ellos, habría perdido el Estrella de la Mañana, las naves supervivientes y el ejército en sí.
—Despotrica todo lo que quieras contra mi esposa, pero ella es lo que mantiene la República unida —replico—. Y Hárnaso mantuvo unido a este ejército cuando yo no estaba aquí y a ti te capturaron.
—Hárnaso. Por favor. Los naranjas son monos pedantes con pulgares oponibles que solo utilizan para dos empresas: girar las llaves inglesas y subir peldaños en los sindicatos. Hizo lo que está en su naturaleza.
Se pasa las manos por la cabeza como si se buscara grietas en el cráneo.
—¿Y cuál es tu naturaleza?
—La misma que la tuya. Matar al enemigo. —Se le suaviza la voz a la vez que su mirada se vuelve distante—. ¿Eres capaz de pensar en el espacio?
—Depende de a quién le preguntes.
—Yo no soy capaz de pensar en tierra. Demasiado peso. Demasiada gente inmunda y sus desechos. —Borra sus cálculos del casco—. Sé que crees que Atlas me ha hecho pedazos por dentro.
—Si pensara que estás hecha pedazos, estarías en la enfermería. Creo que estás abollada.
Le gusta mi comentario.
—Es un agente eficaz, eso por descontado. Me presentó un horrible roedor del desierto y me dijo que mi dolor solo se prolongaría mientras la rata comiera. Me royó la carne de las pantorrillas, la nariz y las mejillas antes de que se le partiera el estómago y muriera. Fue efectivo. Horrorizaba. Degradaba. —Se vuelve para mirarme—. ¿No lo ves?
Frunzo el ceño y niego con la cabeza.
—Juntos, tú y yo... Hemos roto mundos. ¿Quién es capaz de hacer lo que hemos hecho nosotros? ¿Lo que han hecho nuestros hombres? Sin embargo, nos ponemos a merced de las ratas. Las liberamos. Las protegemos. Morimos por ellas. Y cuando les damos la espalda, sacan a relucir sus dientecitos y nos van royendo mordisco a mordisco. Y cuando nos volvemos hacia ellas, nos vitorean y nosotros fingimos que sus bocados no nos han debilitado. Si las ratas ni siquiera consiguen controlar su propio apetito, ¿cómo van a gobernarse a sí mismas?
—Hablas como uno de ellos —digo en un tono tan grave que es casi un gruñido.
—¿Se equivoca un médico cuando te dice lo que no quieres oír? No tenemos el monopolio de la verdad solo porque nuestros objetivos sean hermosos, jovencito. Si estuviera equivocada, este planeta nos recibiría con los brazos abiertos. En vez de eso, nos mordisquea. Si estuviera equivocada, la flota de la República ya estaría aquí. —Levanta la mirada hacia el cielo—. ¿Dónde está, Darrow? ¿Dónde está nuestra democracia?
Desplazo la mano hacia la holopastilla que tengo en el bolsillo. La pequeña lágrima de metal contiene la cara de mi esposa. Anhelo volver a ver sus mensajes, beber de las últimas palabras que me dedica, de su rostro, de las arrugas que se enmarañan alrededor de sus ojos, evocar de alguna manera el calor de su piel y su aliento. Pero aun así temo hacerlo. Sesenta y cinco millones de kilómetros de espacio separan la Luna de Mercurio en la órbita actual. Un abismo aún mayor me separa de ella. No dudo de ella. Pero dudo que haga lo que debe hacerse. Orión ha dado en el clavo. Tiene demasiado miedo a ver el reflejo de su padre y de su hermano en el espejo como para disolver el Senado. Sé que piensa que su virtud es contagiosa. Pero me temo que tan solo alienta la naturaleza codiciosa de los mortales de sustancia más débil.
—Mi esposa prometió que pelearía con los senadores —digo sin convicción—. Que traería la armada.
—Entonces ¿por qué diseñaste las operaciones Capa de Viajero y Tártaro? ¿Por qué no te limitaste a esperar la salvación?
Aparto la mano de la holopastilla.
—Porque la esperanza es un opiáceo, no un plan.
—Estoy de acuerdo. Así pues, ¿cuánto tiempo más puedes continuar albergando la esperanza, en ausencia de pruebas que lo respalden, de que el pueblo de la República es bueno? ¿De que por fin empezará a poner de su parte?
Como no le contesto, se pone de pie y me apoya una mano sobre el hombro en señal de simpatía. Cuando Sevro comenzó a ablandarse, encontré consuelo en Orión. Siempre hemos sido iguales, sobre todo en lo tocante a nuestras crecientes sospechas sobre la democracia. Pero siempre se comentaba en un gruñido ante una botella de whisky. Nunca en una diatriba extensa como esta. Su duda me inquieta, y no sé cómo aliviarla cuando las mismas dudas resuenan en silencio en mi interior.
—¿Cuánto tiempo te llevará sincronizar a tus azules? —le pregunto.
—Unos noventa minutos para una fidelidad total.
—Hoy me encargaré de Hárnaso. —Los labios de Orión se curvan al oír su nombre—. Conoces sus opiniones sobre Tártaro. Lo último que necesito es que os saquéis los ojos el uno al otro. Tú sincronízate y vuelve a tus dependencias. Tienes que descansar. —Se aleja caminando como una niña petulante. Me pongo en pie—. Emperadora. Tu oficial al mando te está hablando.
Se detiene y se vuelve.
—Según nuestro Senado, no eres mi oficial al mando. Eres un traidor.
Con la duda solo se puede hacer una cosa. Pisotearla.
—Emperadora, no necesito tus opiniones. No me importan tus sentimientos. Me da igual que dudes de la República. Me da igual que odies a su gente. Para este ejército, esto es una extinción masiva. Mi única preocupación es que mi mejor arma esté afilada antes de la hora cero. ¿Estarás afilada, emperadora?
De pronto, recupero su atención.
—Como los dientes de una rata, señor.