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9 DARROW Angelia

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El Caballero del Miedo es un sádico.

A diferencia de los vanidosos dorados del Núcleo, aprecia la guerra de guerrillas y su efecto sobre los ejércitos. Aunque solo coincidí con él una vez en mis días de servicio a Nerón, vi lo suficiente para saber que no le daba importancia a la gloria. Cuando le estreché la mano, ansioso de dejar la huella de mi fuerza en el que entonces era un superior de alturas estratosféricas, él dejó la suya muerta. Aquello me avergonzó. Por aquel entonces no tenía ni la menor idea de que un día aquel hombre pálido, vestido con sencillez, desollaría, derretiría, castraría, violaría, cegaría y mutilaría a mis legionarios por millares.

La reputación de Atlas era escasa antes del comienzo de la Guerra Solar. Se le conocía principalmente por tres cosas: su mecenazgo de la Gran Biblioteca de Delfos. Su ignominiosa posición como pupilo de la soberana. Y su abrupta desaparición, que se aclaró cuando regresó después de la caída de la Tierra tras casi una década de destierro combatiendo amenazas en los límites del sistema.

Nacido después de la fallida Primera Rebelión del Señor de la Luna, se crio en Ío con su hermano más famoso, Rómulo. Cuando cumplió diez años, sus padres se despidieron de él y lo enviaron a la Luna a vivir en la corte de la soberana: otro noble rehén para asegurar la obediencia del Confín.

Entre los dorados del Núcleo, lo honraron y educaron, pero también lo ridiculizaron por ser el engendro de un traidor. Allí conoció a Atalantia, y allí Octavia lo convirtió en una extensión de su voluntad, lo cual lo puso en contra de su familia traidora y sembró las semillas que lo transformarían en el hombre que se oculta detrás de la Máscara Pálida. De todos mis enemigos, es el que más detesto.

Estamos ante su nuevo bosque de cadáveres.

Los cuerpos empalados cuelgan de postes verticales. Hay más de doscientos. Todos ellos con la marca de Miedo en el pecho desnudo: una herida carnosa con la forma de la cara de un niño cuyo pelo son serpientes.

Un espeluznante paseo bordeado de banderas de la República conduce hasta Angelia a través de los cadáveres empalados. La tela blanca de las banderas está hecha jirones y sucia de huellas de botas y de sangre. Será una trampa explosiva.

Miro los cuerpos, las caras. Por esto me marché de la Luna. Esos lustrosos pavos reales del Senado leen nuestros informes. Pero cuanto más te alejas de ella, más se parece la guerra a la aritmética; y más allá de eso, se parece a la ficción; y más allá, es solo un vídeo molesto en tu flujo de información. ¿Cómo podrían imaginar la angustia del rostro de los muertos? ¿Cómo podría la multitud que exige ayudas financieras en la calle conocer a nivel sensorial que cuando un humano se pudre, no es solo la piel lo que apesta, sino también los intestinos, el estómago, el hígado?

¿Cómo podrían conocer ese extraño temblor del alma cuando te das cuenta de que no hay civilización? Solo hay un candado en una caja. Y dentro de la caja hay esto. Virginia quería que razonara con los senadores. ¿Qué idioma común hablaríamos, me pregunto, si ellos no han visto el interior de la caja y yo soy su cerradura?

Me saca de mis putas casillas que se nieguen a entender lo enfermos y obstinados y obsesionados que están nuestros enemigos con nuestra destrucción. Sin embargo, viven en una fantasía construida sobre los cadáveres de mis amigos.

El parloteo de las aves carroñeras sierra el aire, junto con los gritos de los agonizantes. De los soldados empalados, muchos continúan vivos, retorciéndose como gusanos en un anzuelo. Nuestros cuatro obsidianos levantan la vista hacia los cuerpos y les hacen una señal a sus dioses.

El horror penetra hasta lo más profundo del corazón de Alexandar y lo empuja hacia delante.

—Arcos, pies en el suelo —ladro.

Se detiene, pero se vuelve hacia mí, con la cara fantasmagóricamente vacía.

—Todavía están vivos...

—Y todos son trampas explosivas —digo, aunque él ya lo sabe.

Rhonna traga saliva con dificultad mientras observa a Alexandar contemplar perplejo el resultado de su error. Si te quedas dormido en el Ladón, eso es lo que te encuentras cuando te despiertas.

Me acerco a él.

—Todos soportamos nuestra carga. Necesito que cargues con esto. ¿Puedes?

Los ojos de su abuelo me miran parpadeando mientras los empalados gritan pidiendo ayuda.

—Sí, señor.

—Buen hombre.

Me vuelvo hacia los Aulladores. Están de pie, formando una fila irregular. Colloway acerca la Nigromante para proporcionarnos apoyo armamentístico.

—Es un teatro. Está ganando tiempo para distraernos de su objetivo —les digo—. No podemos ayudarlos. Os quiero en el aire. Grupos de tres. Usad los térmicos y los sensores para detectar trampas. Avanzad rápido, pero con suavidad. Y por el amor de Júpiter, mantened el cromo activado. Necesito vuestros ojos.

Designo los equipos para buscar objetivos potenciales. Se levantan nubes de polvo cuando casi dos veintenas de Aulladores se elevan sobre sus camaradas moribundos para dispersarse por la ciudad.

Yo me quedó atrás, a la espera con Thraxa y Félix. Levanto la voz para que los empalados me oigan.

—¿Cuántos de vosotros habéis visto a Gorgonas rondando cerca de vuestros pies? Levantad la mano derecha. —Un mar de manos derechas. Algunos mienten y mantienen bajada la suya. Podría ser un falso positivo. Atlas podría no haber puesto bombas a ninguno. O a todos—. Puede que os hayan convertido en trampas —les digo—. Las naves médicas están en camino. Esperadlas y pronto disfrutaréis de seis semanas de médicos guapos y espumoso helado. Volveremos.

Lanzo una mirada taciturna a Thraxa y a Félix y despegamos hacia el centro de comunicaciones de la ciudad. Hago un agujero en la cúpula de bronce con mi puño de pulsos, la escaneo y desciendo hacia el suelo de mármol.

Cuando la luz del sol entra a través de la puerta abierta, los vemos. Cadáveres esparcidos por el suelo. Desgarrados y masticados. Cráneos hundidos con todo tipo de armas improvisadas. Cuerpos roídos como por animales. Esto no lo ha hecho Atlas. Se masacraron los unos a los otros. Los rasgos de los muertos están llenos de manchas y monstruosamente deformados a causa de algún patógeno.

«Dioses, ¿qué han pergeñado ahora los hechiceros de Atalantia?».

Eran civiles colaboradores que trasladamos a Angelia, lejos de cualquier instalación militar. «Ponedlos fuera de peligro», dije. Si Sevro hubiera estado allí, se habría reído. «¿Dónde pones a un oficial de mierda si necesitas que expire? —Me preguntó una vez—. ¡Fuera de peligro!».

Pax también estaba fuera de peligro.

—¿Habías visto algo así alguna vez? —le pregunto a Thraxa.

Ella niega con la cabeza.

—Puede que estuviera poniendo a prueba una nueva arma biológica.

—Hay métodos más sencillos. —Ladro a mis médicos para que tomen una muestra y evacuen a la Nigromante para hacer una transmisión. El centro de mando tiene que saberlo. Empiezo a reírme cuando me doy cuenta del juego—. Es todo para ganar tiempo. Puzles y dolor.

Miro a mi alrededor. Los hechos no me cuadran. ¿Para qué está ganando tiempo? Podríamos descargar desde el aire y darle alcance, así que no es para agrandar su ventaja. Eleusis estaba listo para la cosecha. ¿Cómo altera el tablero este viaje secundario? Un trueno retumba hacia el norte. Mi tormenta se está formando poco a poco.

—Aullador Uno —dice Alexandar por el comunicador de mi oído—. Tenemos algo en la refinería de mena.

Alexandar, Rhonna y varios Aulladores están reunidos en la sala de control de la refinería de mena de la ciudad cuando Thraxa y yo nos unimos a ellos. Encima de una mesa descansan minas araña y bombas de microondas deshabilitadas.

Canicas, nuestro cortador verde y el mejor amigo de Payaso, está conectado al puerto de entrada del ordenador central. Un cable negro desgastado va desde el puerto del ordenador hasta el pequeño puerto que él tiene en la sien derecha. Tiene los ojos vueltos en las cuencas mientras viaja por un paisaje virtual. Tamborilea con los dedos en la silla de plástico. Al cabo de un momento, suspira. Junta los labios secos y se revierte.

—Sumn nastyfoul darkpart —dice en la abreviada jerga de silicio, saltándose las palabras que hacen que las frases sean inteligibles para nosotros, los cuerpos de carbono. Por eso es como si tuviera la boca llena de canicas—. Carreteras desvencijadas, paquete de uranio denso caído, destinos fáciles como 01100001 01100010 01100011.

Tartamudea los números como si fuera la aguja de una máquina de coser.

—Alexandar, traduce.

Mi lancero, al que se le dan bien las lenguas inferiores y medias, da un paso al frente.

—No —dice Canicas, que levanta un dedo huesudo. Los círculos oscuros que tiene bajo los ojos hacen la guerra a sus quemaduras solares—. Esta vez lo hago yo. Mira, jefe, así. Angelia ciudad de trabajo culo polvoriento. Sistemas todos en una red, protocolo de redundancia para mantener control férreo. Cortamos la red en Lluvia. No cortamos red en sombra.

—¿Hay sistemas latentes? —pregunta Alexandar, el primero en entenderlo—. ¿Cables coaxiales antiguos?

—Cables coaxiales. —Parece que a Thraxa le hace gracia—. ¿A qué lerdo se le escapó...?

—Silencio —le espeto—. Canicas, ¿me estás diciendo que las ciudades mineras siguen conectadas?

—Solo algunas. Sistema viejo. Alguien paliza buena, de alguna manera escapó la sombra. Estúpido análogo, seguro. Cables coaxiales bajo la depresión.

—Así que envió una orden a otras ciudades mineras por medio de esta consola —aclaro.

—Sí.

—¿Qué envió? —pregunta Thraxa.

—Nulos. No sé. Encriptado loco. Tienes cortadores con Gorgonas, ¿verdad? Capullos astutos. —Se da unos golpecitos en la cabeza—. Dale una semana a esta silicona, más tres clics para dormir, y tengo tu respuesta.

Solo hay un mensaje que valga la pena enviar a las demás ciudades. Me da un vuelco el corazón. Rhonna encaja las piezas.

—¿Podrían enviar señales a los otros reactores?

—Dame los diagnósticos del reactor de la mina —dice Thraxa.

Canicas se vuelve hacia el ordenador justo cuando le arranco el cable. No me cabe ninguna duda de que, en cuanto revisara el reactor, un ataque neurológico le freiría el cerebro hasta convertírselo en gelatina. Trampa tras trampa tras trampa.

—Va a sobrecargar este reactor y cualquier otro conectado por cable coaxial —le explico, y me encamino hacia la puerta—. Va a entrar en modo térmico. —Angelia no importa, pero sí las ciudades a las que está conectada. Esos reactores alimentan nuestra cadena de escudos. Abro mi frecuencia general—. A todos los Aulladores, evacuad la ciudad. Volad en pareja si no lleváis botas. Colloway, trae la Necro para gancho estelar.

Para cuando salgo de la refinería, la mitad de los Aulladores ya están en el aire. Los que tienen gravibotas enganchan los cinturones magnéticos de pareja que llevan alrededor de la cintura a los que no las llevan. Despegan. Rhonna y Thraxa son la última pareja en partir. Alexandar me espera. Me doy la vuelta para que pueda unir el acoplamiento metálico de su cintura con el que yo llevo en la rabadilla. Los imanes se ensamblan. Me rodea los hombros con los brazos y me da palmaditas en el pecho.

Me elevo con fuerza desde el suelo, se me encogen las tripas mientras las botas nos espolean hacia arriba hasta que nos liberamos de la ciudad. Por encima, Colloway va recogiendo Aulladores en el garaje abierto de su lanzadera. Alexandar y yo aterrizamos con suavidad y nos desacoplamos. Miro hacia la ciudad y le grito a Colloway que nos saque de allí.

La lógica es siniestra.

Ese bosque de cuerpos y las armas biológicas estaban destinados a atraer a los equipos médicos y científicos. A ralentizarnos mientras curábamos a nuestros heridos y nos estrujábamos las meninges concentrándonos en el juego pequeño en lugar de en el gran escenario.

La primera explosión en la central nuclear de Angelia, causada por la fusión de su reactor, no es como la de una ojiva atómica. Avanza a trompicones hacia fuera desde el edificio abovedado —primero en forma de vapor, luego en forma de fuego—, levanta el techo del complejo y sepulta la ciudad en una ola ondulante. Los soldados empalados desaparecen en una nube, el vapor les derrite la carne y se la separa de los huesos, y la marea de fuego, lenta y ondulante, consume el resto.

«Os veré en el Valle, hermanos».

Me pongo en contacto con el centro de mando en Tyche. El pánico se apodera del grupo profesional de oficiales mientras informan de múltiples explosiones de reactores alrededor del Yermo de Ladón, que se extienden hasta la Península de Pétaso y a todas las Llanuras de Caduceo. Seis ciudades se han quedado sin energía. Las seguirán otras a causa de la reacción en cascada. Sin energía, caerá toda la cadena septentrional de escudos. Yo quería una ventana, pero Atlas acaba de abrir un agujero en el cielo.

Atalantia se acerca.

—Alguien nos ha traicionado —gruñe Thraxa.

O Atalantia es más inteligente que su padre.

—¿Cuántos generadores caerán? —le pregunto a Thraxa.

Estudia la lectura de información de Canicas y se pone a hacer cálculos mentales. Demasiado lenta. Se la lanzo a Alex. Apenas parpadea antes de obtener la respuesta.

—Todos lo que estén al norte de Érebo, excepto el Tramo Rojo y Tyche. Sus cúpulas se alimentan de energía local. Aguantarán.

Heliópolis está a salvo, entonces. Sigue protegida al sur de Érebo. Lo cual significa que la ruta de escape a través de Tyche es viable, si Tyche logra aguantar. Pero seis millones de hombres quedarán aislados de la ciudad por los bombardeos. ¿Cómo los recupero?

—Por el mismísimo Valle... —susurra alguien.

Desde la parte de atrás de la lanzadera, los Aulladores observan con desesperación el escudo translúcido que nos protegía del poder de la armada dorada, que parpadea y luego va desapareciendo panel a panel hasta que todo el cielo del norte queda desnudo para la armada de las alturas.

El pitido de las transmisiones entrantes resuena en mi intercomunicador. Rhonna responde una llamada.

—Hárnaso solicita órdenes de retirada.

Thraxa se interpone entre los demás ayudantes que atienden llamadas y yo.

—Dejadlo pensar.

A su sombra, miro hacia el cielo. Destellos en órbita. Rastros de fricción que arañan el horizonte azul. Las primeras bombas comienzan a caer.

Las legiones de vanguardia llegarán poco después. Cohortes sangrientas de Únicos con botas rápidas y caparazones estelares, naves de desembarco atestadas de veteranas tropas de asalto grises, esclavalleros obsidianos con el cerebro licuado y arrastrados a un estado de cruento frenesí por las drogas de sus amos, tanques, titanes, máquinas de guerra esotéricas, todo el poderío de un imperio militarizado en busca de venganza.

Estamos fuera de posición. Los bombardeos congelarán nuestra movilidad. La atomicidad aniquilará nuestras legiones y nuestras defensas estáticas. Los que no mueran quedarán irremediablemente destrozados y fragmentados. Entonces las fuerzas de Atalantia flanquearán y rodearán los restos aislados de mi ejército antes de que podamos intentar una evasión.

Solo queda una opción, y no es la retirada.

—Thraxa. —Ella se me acerca—. Debemos encajar el golpe.

—¿Podemos?

—Sí. Atalantia necesita Mercurio. No bombardeará las ciudades de los Niños. El Tramo Rojo y Tyche son independientes de la cadena de escudos. Sus cúpulas aguantarán. Y pronto llegará la tormenta...

—Tardará horas en...

—Arranqué las máquinas hace dos horas.

Parpadea a causa de la sorpresa.

—¿Y el Primer Ejército? No llegarán a cubrir el Tramo Rojo.

Las palabras brotan de mi boca como un frío estertor de frases.

—Entonces les llevaré un escudo. Lo más probable es que Atalantia aterrice al sur de Pan con al menos un tercio de su ejército. Reprimirá los Niños y tomará las ciudades una por una, de manera que dejará atrapadas a nuestras guarniciones. Si abandonamos las ciudades y agrupamos las guarniciones de los Niños en Cidón, podemos salir hacia Pan y crear un frente oblicuo. No aguantará, pero si los atacamos desde detrás con el Segundo Ejército desde el Tramo Rojo y los conducimos hacia el mar, podemos hacerle daño a Atalantia mientras el Primer Ejército despeja una ruta hacia Tyche desde el norte. —La agarro por el hombro—. Llévate los seis caparazones estelares. Ve a Cidón y encabeza las legiones de tanques.

—Necesitas los caparazones estelares.

—Tú los necesitas más. Ya encontraré un gancho estelar. —Miro hacia el cielo que se oscurece—. No tardarás en tener cobertura. Aguanta, y yo los destriparé desde el suroeste, y después arrastramos el culo hasta Tyche juntos. Una doble explosión atómica será la señal de mi llegada. Vete.

La leal Thraxa, columna vertebral de la infantería, favorita de su padre, sabe que la estoy enviando a las fauces del enemigo. Aun así, me sonríe.

—Hail, Segador.

—Hail, Telemanus.

Corre hacia el tubo escupidor de caparazones estelares y se lleva a cinco de sus dorados.

—Sevro, llama a Hárnaso... —Me doy la vuelta y a quien me encuentro a mi espalda es a Rhonna en lugar de a mi sombra de confianza. La expresión de mi sobrina es la misma que si le hubiera dado una bofetada—. Rhonna, dile que envíe refuerzos a Tyche a través del circuito. Quiero a todos los destripadores de reserva en el aire y de camino a las llanuras. Protocolo de interdicción. Si no eliminan algunos de esos misiles, estamos acabados. Vete.

Eso dejará Heliópolis desnuda, pero esa ciudad no es su objetivo.

—Alex...

No me contesta. No aparta la mirada de las bombas que ya caen a toda velocidad atravesando la atmósfera. «Esto es culpa mía», debe de pensar. A él sí que le doy una bofetada de verdad.

Los ojos le destellan de ira.

—Contacta con Feranis. Dile que espere un intenso asalto mecanizado desde el noroeste tras el aterrizaje en la Península Talariana. Tendrá que defender Tyche sin el Estrella de la Mañana. Necesito el Estrella y a las cohortes de Drachenjäger en...

Miro el mapa.

Intuye mi propósito.

—En el Sector Diecisiete.

Asiento.

—Y llama a tu primo, dile que se reúna con nosotros en el Undécimo Gancho Estelar. Hoy iré con los Arcosianos.

Se precipita hacia la sala de comunicaciones mientras llamo a Orión. Tiene los ojos brillantes vidriosos. Está sumida en la deriva sináptica con la tormenta.

—¿Cómo lo llevan tus pilotos de tormenta?

—Controlando... el flujo. Ha habido picos, pero... dentro del alcance.

—¿Cuánto falta para la interferencia electrónica?

—Diez minutos.

—¿Puedes ampliarlo a veinte?

—Lo intentaremos. Ahora debo concentrarme.

Me desconecto. El resto de los Aulladores no se han movido. Observan los rastros de fricción, imbuidos de una sensación de fatalidad.

—¿Qué esperáis, una invitación formal de la Furia? Moved el culo hacia la armería. Poneos el hierro. —Por fin se mueven. Le grito a mi piloto a través del pasillo—. ¡Colloway! Llévame con mi ejército.

La nave acelera y estoy a punto de caerme al suelo. Me agarro con fuerza, cojo el intercomunicador de la pared y conecto mi señal a los poderosos transmisores de Tyche para hablar con mi ejército ahora que todavía puedo.

—Soy el Segador. Cielo Roto. Repito, Cielo Roto. El enemigo ha quebrantado los escudos del norte. Los misiles ya están en camino. Esperad bombardeos pesados al norte de Helios y un apagón de las comunicaciones en este momento. La Operación Capa de Viajero queda cancelada. A todos los oficiales, abrid vuestra mochila negra. Palabra clave: «follón arriesgado».

Al otro lado de Helios, miles de oficiales de bajo rango, desde centuriones de infantería hasta capitanes de escuadrones de alas ligeras, abrirán un bote de metal para recibir información sobre la Operación Tártaro y las condiciones a las que pronto se enfrentarán.

—La Operación Tártaro ya está en marcha. Segundo Ejército, abandonad vuestras posiciones y congregaos en el Tramo Rojo. Primer Ejército y todas las demás unidades con capa, reuníos en el Sector Diecisiete. La cobertura va en camino. Tercer Ejército, aguantad en los Niños hasta que llegue la Lluvia, y luego agrupaos en Cidón. La legado Telemanus va para allá.

Cuando estoy a punto de ladrar una despedida brusca, me quedo callado al ver que ninguno de mis Aulladores se ha movido. Los veteranos más curtidos de una generación me miran con fijeza, conscientes de que todo está perdido. Hay ocho millones más ahí fuera, en el desierto, en las montañas, en las selvas costeras, sin escudos. Necesitan algo más que órdenes.

Hablo con voz ronca por el intercomunicador.

—Hermanos, hermanas. Atalantia ha venido a por nuestra vida. Cree que estamos mirando al cielo, a la espera de que nos rescaten; que el miedo ha encontrado un hogar en nuestro corazón. Cree que nos hemos olvidado de nosotros mismos. Pero yo no he olvidado lo que somos. Luchamos en las ruinas de la Luna. En las llanuras y los océanos de la Tierra. En las montañas y los túneles de Marte. Hemos liberado todo aquel suelo que hemos pisado. No somos refugiados abandonados que esperan ser rescatados. No somos prisioneros que esperan sus cadenas. Somos las Legiones Libres. Y hoy nos convertiremos en la roca contra la que se rompen. A todas las legiones, preparaos para la Lluvia.

Entonces una luz blanca tartamudea en el horizonte y los hongos comienzan a brotar.

Edad oscura

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