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LA SOBERANA
Оглавление—Ciudadanos de la República Solar, soy vuestra soberana. —Medio cegada, clavo la mirada en un pelotón de fusilamiento de cámaras con las lentes como ojos de mosca. Al otro lado del ventanal, detrás de mi escenario, las estaciones de batalla y las naves de guerra flotan más allá de la atmósfera superior de la Luna. Ocho mil millones de ojos sobre mí—. El pasado viernes por la noche, el tercer día del mensis Martius, recibí un informe que indicaba que la Sociedad estaba llevando a cabo una operación militar a gran escala en la órbita de Mercurio. La más importante en cuanto a equipamiento bélico y número de soldados desde la batalla de Marte, hace cinco largos años.
»Nosotros somos los responsables de esta crisis. Cautivados por las falsas promesas de un enemigo plenipotenciario, hemos permitido que nuestra determinación se debilite. Nos hemos permitido tener fe en las mejores virtudes de nuestro enemigo y en que la paz con los tiranos es posible.
»Esa mentira, por muy seductora que fuera, ha demostrado ser una cruel maquinación del arte de gobernar diseñada, perpetrada y ejecutada por la recientemente designada dictadora de la Sociedad Remanente, Atalantia au Grimmus, hija del Señor de la Ceniza. Bajo su hechizo, nos comprometimos con los agentes de la tiranía. Le dimos la espalda a nuestro general más excelso, a la espada que rompió las cadenas de la esclavitud, y le exigimos que aceptara una paz que él sabía falsa.
»Cuando se negó, le gritamos «¡Traidor! ¡Tirano! ¡Belicista!». Por temor a él, trajimos de vuelta a los efectivos de la Guardia Doméstica de la Flota Blanca desde Mercurio hasta la Luna. Dejamos a la emperadora Aquarii despojada de la mitad de sus fuerzas, expuesta, vulnerable. Ahora, su flota, la flota que liberó todos nuestros hogares, está suspendida en el espacio convertida en despojos. Doscientas de vuestras naves de guerra destruidas. Miles de vuestros marineros asesinados. Millones de vuestros hermanos y hermanas abandonados en una esfera hostil. Miles de billones de vuestras riquezas desperdiciados. Y no en virtud de las armas enemigas, sino por las peleas de vuestro Senado.
»A lo largo de estos últimos meses, en los pasillos del Nuevo Foro, en las calles de Hiperión, en los canales de noticias de toda nuestra República, he oído decir que deberíamos abandonar a estos hijos e hijas de la libertad, a estas Legiones Libres. He oído que se referían a ellas, en público, sin vergüenza, como las «Legiones Perdidas». Las habéis dado por perdidas a pesar de la valentía de la que han hecho gala, de la resistencia que han mostrado, de los horrores que han sufrido por vosotros. Las habéis dado por perdidas porque tememos que renunciar a nuestras naves provoque la invasión de nuestros mundos natales. Porque tememos volver a ver el hierro de la Sociedad sobre nuestros cielos. Porque tememos arriesgar las comodidades y libertades que los hombres y mujeres de las Legiones Libres ganaron para nosotros con su sangre...
»Os diré lo que temo yo. ¡Temo que el tiempo haya diluido nuestro sueño! ¡Temo que, rodeados de comodidades, creamos que la libertad está garantizada por su propia naturaleza! —Me inclino hacia delante—. Temo que la mansedumbre de nuestra determinación, las disputas y las murmuraciones de las que tan decadentemente nos hemos atiborrado, nos priven de la voluntad unitaria que hizo avanzar el mundo hacia un lugar más ecuánime, en el que el respeto a la justicia y a la libertad ha encontrado un punto de apoyo por primera vez en un milenio.
»Temo que en esta desunión nos hundamos de nuevo en la terrible época de la que escapamos, y que la nueva edad oscura sea más cruel, más siniestra y más prolongada por causa de la malicia que hemos despertado en nuestros enemigos.
»Os conmino, pueblo de la República, a permanecer unidos. A que les supliquéis a vuestros senadores que rechacen el miedo. A que rechacéis este letargo de interés propio. A que no tembléis con miedo primario ante la idea de una invasión, a que no dejéis que vuestros senadores acaparen vuestras riquezas para sí y se escondan detrás de vuestras naves de guerra, sino a que convoquéis a los ángeles más iracundos de sus espíritus y enviéis todo el poderío de la República a derribar los motores de la tiranía y de la opresión del cielo de Mercurio y a rescatar a nuestras Legiones Libres.
En ese momento, a trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros de mi corazón, en órbita a unos mil kilómetros por encima del rebelde continente de Pacífica del Sur, los proyectiles envueltos en el polímero antidetección de Industrias Sol se lanzan al vacío a trescientos veinte mil kilómetros por hora hacia Mercurio, cargados no de muerte, sino de suministros, de medicamentos para la radiación, de máquinas de guerra y, si mi esposo está vivo, de un mensaje de esperanza.
«No te hemos abandonado. Iré por ti.
»Hasta entonces, aguanta, mi amor. Aguanta».