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8 LISANDRO La máquina
Оглавление—Vas a morir —dice Pita.
Es fácil creerla. Ser ingerido por la máquina militar es ver el último engranaje escondido del mundo. Todo es ruidoso pero solitario, caótico pero ordenado, funcional pero sucio, rápido pero lento.
Todo es grande. Excepto tú.
Me arrojan a una línea de montaje de depredadores musculosos. Hay poca jocosidad entre las filas de los dorados mientras les aplican inyecciones contra enfermedades mercurianas, armas químicas y el mal de vuelo, seguidas de cócteles de mejora del acondicionamiento. Luego viene la implantación de los intercomunicadores y los sistemas de vigilancia. Informe de la misión e ingestión calórica. Medidas para el equipamiento. Pruebas del equipamiento.
Sin mi nombre, no soy nadie. «Ahí va otro sacrificio sin experiencia», piensan los veteranos. No. Ni siquiera me ven. Tienen la mirada clavada en lo que ocurrirá dentro de dos horas. Yo no importo. Yo soy basura.
La cuenta atrás de Atlas ha comenzado.
—Vas a perecer. Morirás envuelto en una bola de fuego —dice Pita mientras uno de los cuatro técnicos naranjas me sella las grebas de la armadura de pulsos alrededor de las espinillas.
A ambos lados, cientos de dorados se cubren de hierro en la plataforma de pruebas. No había visto tantos Marcados como Únicos reunidos ni siquiera para la defensa de la Luna contra el Amanecer. Entonces lo consideraban una especie de farsa. Ahora ya no subestiman al Segador. Pero eso me lleva a preguntarme: si los dorados dan tanto miedo, ¿cuán horrible se ha vuelto Darrow?
—¿Siempre utilizas un tono tan familiar con tus superiores, piloto? —dice Kalindora desde la pared.
Atalantia la ha enviado para que me cuide durante la Lluvia.
—No, domina.
Kalindora no se traga la formalidad.
—Te recomiendo que le recuerdes a tu sierva cuál es su posición y cuál es la tuya. —Desvía la mirada hacia los técnicos—. Esto no es el Cinturón. Ahora, si me disculpas, debo ocuparme de un asunto urgente. Si te pierdes de camino a los tubos, limítate a seguir la peste a humanos grandes.
Lamento que se vaya. Pero me alegra tener un momento a solas con Pita.
—Una mujer condenadamente aterradora —murmura Pita a su espalda.
—Creo que más bien está triste. No siempre ha sido... —Pita me mira con inquietud—. Diría que lo más seguro es que te quedes en mis aposentos mientras estoy fuera —sugiero.
Los colores inferiores del Annihilo son como zánganos. Los medios, poco mejores. La atmósfera está impregnada de un terror jerárquico que nunca existió en la Ciudadela.
—No me puedo creer que esa mujer vaya a obligarte a hacer esto —murmura Pita.
—Me ofrecí voluntario.
—¡Mierdecilla!
—Parad —les ordeno a los naranjas que me manosean por todas partes. No saben quién soy, pero mi casta y la presencia de Kalindora bastan para que se detengan como si estuvieran controlados por un mando a distancia y se retiren hacia el borde de la plataforma para ajustar sus herramientas. Les echo un vistazo a los dorados entrecanos que se equipan a uno y otro lado—. Baja la voz, Pita.
—Mierdecilla —susurra—. Si estuviéramos en el Archi, te daría una bofetada. ¿Qué sabes tú de Lluvias de Hierro?
—Mis estudios no se limitaron a la teoría política.
Es un eufemismo.
—Esto no es un simulador.
Su voz se ha suavizado.
—¿Y lo deduces de tu propia y dilatada experiencia? —digo mientras flexiono la pierna para probar el ajuste de las grebas.
—He participado en una Lluvia.
Levanto la vista, desconcertado.
—Creí que te habían expulsado de la Academia.
—Y una mierda de víbora. Antes de convertirme en pirata, fui équite. —Levanta la barbilla con orgullo—. Primera decurión, Duodécimo Escuadrón del Dignitas, destructor de luz de los Belona.
—Casio me dijo...
—Casio no quería que conocieras solo guerreros. —Suspira—. Esto no es lo que él habría querido para ti. Desde que murió, algo se ha despertado en ti. Una especie de máquina en tu cerebro. No eres tú. Este no eres tú. ¿O siempre has deseado con desesperación convertirte en dorado de hierro?
Asiento despacio.
—No voy a mentirte y decir que no hay algo de eso. Pero no es la única razón por la que debo hacer esto. Los dorados no han cambiado. Si acaso, la enfermedad se ha metastatizado. Defienden las virtudes equivocadas. —Me inclino hacia delante y bajo la voz—. Si Serafina muere allí abajo... si Atalantia traiciona a los Raa... si Darrow gana... la humanidad se desintegrará.
—¿Y qué? Esa no es tu carga.
—Mira a tu alrededor, Pita. Nos tambaleamos al borde del olvido. Todo lo que la humanidad ha construido. Todos los sacrificios, la jerarquía, las guerras... ¿para qué? Si el dorado pierde, la República se dividirá en reinos. Los reinos en feudos. Los feudos en tribus. Viviremos una época oscura de planetas fracturados y guerra durante trescientos años.
—¿Trescientos años?
Hago un gesto de asentimiento.
—Más tiempo, según los precedentes, pero he ejecutado la simulación muchas veces y mediante todos los métodos que conozco. —Sabe que no lo digo a la ligera—. Crees que esto tiene que ver conmigo, pero no es así. Darrow cree que tiene que ver con el bien y el mal, pero no es así. Tiene que ver con el orden y el caos. He elegido mi bando. Pero para tener voz, debo poseer una cicatriz.
—Y crees que Casio era arrogante. —Mira hacia el suelo, negando con la cabeza ante algún pensamiento mudo. Al final, vuelve a levantar la vista—. Miedo.
—¿Disculpa?
—¿Crees que si obtienes respeto serás capaz de cambiarlos? No. Se trata del miedo. Finges que Lorn au Arcos era el prototipo de los dorados de hierro porque era sabio y honorable. —Se clava un pulgar delgado en el esternón—. Nosotros sabemos la verdad. Abordó nuestra nave. En un pasillo, Arcos era la encarnación de la muerte. ¿Quieres jugar al gran juego? Vale. Pero juega para ganar. Haz que te tengan miedo.
—Yo no soy ese hombre.
—Entonces eres pasto para los gusanos, dominus, y yo me quedo sin mi último amigo.
Me arrodillo entre asesinos. Serafina a mi izquierda, Kalindora a mi derecha. Lo único que altera el silencio absoluto son las niñas que realizan la Bendición de la Sangre, que se ha transmitido de generación en generación desde Silenio hasta nosotros.
Las voces de las niñas vagan por el aire.
—Hijo mío, hija mía, ahora que sangráis, no conoceréis el miedo.
Una docena de chicas vírgenes con el pelo y los ojos de un blanco lechoso caminan descalzas entre las legiones arrodilladas. Llevan dagas de hierro aferradas en las manos.
—No hay derrota. Solo victoria.
La sangre me escurre por la mano cuando una chica arrastra el filo de la daga sobre ella.
—La cobardía escapa de ti gota a gota.
Áyax no aparta la vista del suelo. Tiene la mano sangrante apretada en un puño. A su alrededor se apiñan sus jóvenes amigos hambrientos y los entrecanos oficiales grises y dorados de la doblemente fuerte Décima Legión Expedicionaria, los Leopardos de Hierro nacidos en la Tierra.
—Tu rabia arde con fuerza.
Siento hasta el último temblor de mis músculos, hasta el último kilogramo de mi armadura. Pero no siento las palabras.
—Levantaos, hijos del dorado, guerreros de la Tierra, y llevaos con vosotros el poder de vuestros ancestros.
Un escalofrío me recorre todo el cuerpo cuando cien mil legionarios de los territorios Grimmus de África y las Américas se ponen en pie. Ninguno de estos hombres y mujeres ha visto su hogar desde hace más de cinco años. No saben cuándo volverán a ver la Tierra. Pero sí que su camino a casa pasa por las Legiones Libres.
Kalindora protesta cuando Áyax activa sus gravibotas y se eleva en el aire.
—Allá va otra vez.
Ataviado con su armadura de tormenta, con los hombros de nimbo, Áyax parece la reencarnación de Júpiter con los dientes de nieve y la piel de tinta. Se baña en los rugidos de sus hombres como solo puede hacerlo un hombre que se cree con derecho a la adoración y que, aun así, se la ha ganado.
A mi lado, veo que la envidia inunda el rostro de Serafina.
Yo también siento ese defecto humano, pero me resisto a sus oscuras aguas y me permito empaparme en la elevada estatura de mi amigo.
Es la ira joven manifiesta.
—¡Hermanos míos! ¡Hermanas mías! ¡Mis Leopardos de Hierro! La batalla de hoy va a decidir el destino de nuestra Sociedad. ¡Si cedemos a la marea de la anarquía, a la turba depredadora! —Señala con el brazo—. O si forjamos nuestro propio destino y construimos una segunda Edad del Orden sobre los cadáveres de la horda de esclavos. ¡Hemos destrozado su flota! Pero pronto llegarán más naves desde sus fábricas infernales y febriles para rescatar al Rey Esclavo y a su chusma. Cuando lleguen, ¿qué encontrarán?
—Ceniza —retumba la legión.
A Serafina se le eriza la piel del cuello.
—¡Sevro au Barca, Orión xe Aquarii, Cado Hárnaso, Thraxa au Telemanus, Alexandar au Arcos, Félix au Daan, Colloway xe Char, Darrow de Lico! —Kalindora pasa los dedos por la empuñadura tallada con llamas de su filo—. ¡Estas son las vidas buscadas! ¡Traédmelos! ¡Traédmelos! ¡Traédmelos!
Las legiones rugen y una sonrisa de calavera saja la cara oscura de Áyax.
Un dorado con aspecto de gólem toma el relevo. Con un suspiro, echa los hombros simiescos hacia atrás y se coloca ante los cuadros de caballeros de élite dorados dando fuertes pisotones y sonriendo como un bulldog que mastica un avispón.
—¡Somos la Legio X Pardus! ¡Somos la vanguardia! ¡La nuestra es una posición de honor! Ante mortem... —brama a los dorados.
—Gloria —rugen ellos.
Se dirige a los grises.
—Ante mortem...
—Gloria.
Se vuelve hacia los Obsidianos.
—Ante mortem...
—GLORIA.
Áyax aterriza junto al gólem. Con el hombre pegado a la cadera, hace gestos a sus oficiales para que se acerquen. Son una estirpe arisca y muy unida. Serafina y yo estamos totalmente fuera de lugar. Kalindora, dependiendo de la situación. No nos dejan hueco cerca de la parte frontal, salvo a Kalindora. Pero ella lo rechaza y se queda a mi lado.
—Todos conocéis nuestro objetivo. Debemos dar apoyo de retaguardia a los Votum mientras avanzan hacia Tyche desde el este. Estoy aquí para deciros que todo eso es una gilipollez. Que Escorpio se vaya a tomar por culo a Tyche él solo. —Entre los hombros protegidos por armaduras, veo que Áyax sonríe—. Vamos a tomar Heliópolis, buenos hombres.
Se oyen murmullos de excitación. Pero no por mi parte. Más bien experimento una decepción profunda. Escorpio au Votum tenía razón: Atalantia quiere arrebatarle su planeta. O partes de él. Serafina me mira con expresión de desdén.
«O sea que así es como trata Atalantia a sus aliados».
—Heliópolis es su único bastión de retirada en el sur. Si la tomamos, estarán atrapados en el desierto. —Y Atalantia se queda con las codiciadas fábricas y las minas del sur—. A ver, los amarillos están un poco tiquismiquis con el clima, pero estamos en Mercurio, y nuestro horario es inamovible. Así que puede que las cosas se compliquen. ¿Alguna pregunta?
Kalindora levanta la voz.
—Atalantia le prometió a Escorpio...
—Cuando Atalantia tenga Heliópolis, no necesitará prometerle nada a Escorpio —la interrumpe Áyax—. Dado que le has jurado lealtad, deberías agradecer ese futuro, Caballera del Amor.
Kalindora mira con aire sombrío hacia delante.
Mientras tanto, el hombre monstruoso que Áyax tiene al lado me fulmina con una mirada de ojos rasgados.
—¿Tú quién coño eres? —Le faltan tres dientes incisivos. Y ese es el menor de los daños estéticos—. Llevas una armadura cara para ser un florecilla gandul.
—Eso es asunto de los Caballeros Olímpicos —responde Kalindora.
El hombre gigantesco se vuelve hacia Serafina.
—¿Quién coño es ella?
—Asunto de los Caballeros Olímpicos, Séneca —dice Kalindora.
El hombre no tiene aspecto de Séneca, sino de jabalí humano. Le guiña un ojo a Kalindora.
—Uf, Amor. ¿Crees que el Segador será algo más que átomos cuando lleguemos allí?
—Para evitarte, Séneca, creo que podría desintegrarse, sí.
La bestia se ríe y Áyax retoma su exposición.
—Séneca au Cern, el dux de Áyax —susurra Kalindora cuando le pregunto en voz baja quién es el hombre. La mano derecha de Áyax en cuestiones de autoridad, entonces. Seguro que empezó como guardaespaldas. Suele ocurrir—. Poco destacable, excepto cuando entra en modo Rojo Sangre. —No conozco ese término—. El código de radio para una ola de suicidios rojos. —Vuelve a mirar a Áyax—. La verdad es que no se parece a nada que hayas visto en tu vida.
Áyax concluye su informe.
—A vuestros caparazones, buenos hombres. Tenemos termitas que matar.
Mientras Áyax y yo nos dirigimos hacia las escaleras de los caparazones estelares con Kalindora pisándonos los talones, él la mira irritado y luego me agarra por los hombros.
—Esto es lo que te has estado perdiendo, hermanito. El mejor espectáculo jamás representado. Pero parece que estás a punto de quedarte dormido. No estás nervioso, ¿verdad? —Se inclina hacia mí—. ¿O es que ya estás en ese Agujero del Cerebro?
—El Ojo de la Mente —lo corrijo. Sabe de sobra cómo se llama—. Y no, todavía no.
Se echa a reír.
—No te separes de mí ahí abajo. Si nos alejamos, intenta conectar por el intercomunicador. Si oyes lobos, búscame. No es una broma. Solo la legión que acompaña al Rey Esclavo tiene permiso para aullar. Si los oyes, es que se acerca. He visto a ese hombre atravesar un pelotón de Guardias de la Ceniza como un tiburón atraviesa un banco de atunes. Querrás tenerme a tu lado.
—¿Estará en Heliópolis?
—No —dice en tono de decepción—. Pero el destino no carece de sentido del humor. Aparecerá allí donde el estruendo de la batalla sea mayor. Y hoy tengo intención de hacer mucho ruido. —Se aproxima aún más a mí—. Vengaremos a nuestra familia juntos, y luego resolveremos el resto de esta mierda. ¿Entendido?
—Gracias —le digo—, por dejarme...
Me da un manotazo en la cabeza.
—Todavía no te he perdonado, florecilla. Pero lo que hagas hoy logrará que se olviden de todo lo demás. Haremos que regreses como es debido. —Apoya su cabeza contra la mía, como hacíamos cuando éramos niños antes de caminar por la Línea—. La sangre de los gigantes inunda nuestras venas: honra a los muertos valerosos con tus acciones.
—Honra a los vivos con tu poder —recito. Áyax se marcha.
Serafina está al pie de su escalera, eclipsada por su caparazón estelar pintado a lo Grimmus. Varios técnicos merodean a los pies del aparato haciendo ajustes de última hora. Ella escupe en el emblema de la calavera y examina las garras de tracción del caparazón estelar.
—Buena suerte allá abajo —le digo.
Luego comprueba el sistema hidráulico de las rodillas.
—Guárdate tu suerte. Todas y cada una de las cicatrices que me he ganado me han traído hasta aquí. Esta guerra es mi destino. —Se vuelve—. Anímate, gahja. El conocimiento de su profesión aumenta la valentía de un soldado. —Me mira de arriba abajo—. Ve a cumplir con tu deber.
Ya lo sospechaba antes, pero ahora que veo la emoción en su rostro cuando se da la vuelta hacia la máquina de guerra, lo sé.
No traicionó a su padre porque ame a su madre. Hubo otra razón oculta, que además fue el origen de la culpa que vi en su mirada mientras contemplaba a Rómulo caminando hacia la muerte. Es el origen de la rabia que siente hacia él, hacia mí. Una rabia que debería dirigir contra ella, porque en el fondo sabe que lo que la incitó a trasladar al consejo las pruebas de los crímenes de Darrow contra el Confín no fue la lealtad hacia el Confín o hacia su madre.
Fue su hambre de guerra.
Ahora, tras semanas de hambruna, está a punto de alimentarse.