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3 DARROW Dios de la Tormenta

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Debido a su traumático renacimiento, Mercurio es un planeta temperamental de estados de ánimo exaltados y zonas climáticas inhóspitas. Al considerar que es más fácil cambiar un planeta que la naturaleza humana, los creadores de mundos dorados emplearon catapultas electromagnéticas con el objetivo de alterar el período de rotación de Mercurio y hacerlo coincidir con el de la Tierra. A veces, esa terraformación de mano dura es necesaria, pero siempre deja vetas visibles.

En la veta donde el Mar de Sycorax se encuentra con el hielo polar, surge vapor de la enorme boca que los herreros de Hárnaso han abierto en la cara de un glaciar. Unas luces de aterrizaje nos invitan a penetrar en el glaciar, donde un mundo industrial improvisado bulle en torno a la excavación. Cuando aterrizamos, los barracones, los garajes de ingeniería y los comedores del suelo parecen bloques de juguete en comparación con la masa de metal que se está extrayendo del hielo. La máquina antigua parece un caparazón de tortuga al revés, perforado por un tridente.

El emperador Cado Hárnaso, el héroe terrano del Viejo Tokio, sale a mi encuentro sobre el asfalto cubierto de arena. Es una geoda de hombre. Tiene los hombros caídos, el paso lento, la piel parda y una nariz bulbosa de bebedor enmarcada en una cara que, cuanto más se adentra en la cincuentena, más se parece a la de un cachorro enfadado... todo lo cual contradice la intrincada inteligencia de un ingeniero de caparazones estelares que se convirtió en el héroe de su casta.

Durante ocho años, ha mantenido intactos a sus queridos herreros de la Segunda Legión Terrana. Puede que en esta guerra los dorados tengan el monopolio de los supersoldados y la doctrina militar, pero nosotros tenemos el de la creatividad. Y por mucho que me cueste admitirlo, gran parte de ella se la debemos a Hárnaso.

He tenido comandantes brillantes, comandantes estúpidos y comandantes sangrientos, pero encontrar un comandante estable es tan raro como encontrar a un hombre honesto en un gremio de plateados. Ojalá este comandante estable no tuviera la ambición de ocupar algún día el trono de mi esposa.

Formalmente hablando, él es el archiemperador de este ejército, y yo soy un prófugo.

Fue a Hárnaso a quien otrora el Senado nombró mi sucesor cuando yo me rebelé. Sabían que Orión me era demasiado leal. Y también fue Hárnaso quien, ya fuera por beneficio político o por obediencia pedante a la ley, desautorizó a Orión y envió a casi la mitad de la flota de vuelta a la Luna, medida que preparó el escenario para el ataque de Atalantia contra el remanente. Atrás han quedado los días en que podía sentarse a cualquier mesa y charlar con la infantería. Los hombres, al igual que Orión, le echan la culpa de esto.

Pero al final no fue Hárnaso quien decidió invadir Mercurio. Eso fue cosa mía.

—Mira quiénes han venido. El mito y su cachorra. —La mirada de ojos naranjas de Hárnaso se pasea sobre Rhonna y sobre mí como si fuera el único que conoce una broma privada—. ¿Habéis venido a uniros a mí en mi destierro del norte?

—Vas con retraso sobre el horario previsto, emperador —digo al mismo tiempo que le dedico un saludo.

Me lo devuelve sin mucho entusiasmo y escupe un chorro de jugo de tabaco. Se le congela en la barba enmarañada.

—Entonces el horario está mal. —Se rasca la cabeza y se arranca un pelo, aunque no es que le sobren muchos—. Mis muchachos se están dejando las uñas por esta maldita locura que se os ha ocurrido a la cabeza hueca y a ti.

Hago un gesto brusco en dirección a los ingenieros que desembarcan de las lanzaderas humeantes.

—Por eso te he traído más. La Decimoséptima es toda tuya. La máquina de tormentas que tienen en el Yermo ya está a punto. Desde hace una semana, Orión tiene cuatro de las suyas listas a una profundidad de dos kilómetros en el Sycorax.

Frunce el ceño.

—¿Hay otras cinco? Podrías habérmelo dicho.

—Hay otras seis. La seguridad operativa es fundamental.

—Bonita forma de decir que no confías en mí.

—He confiado en ti para esta, ¿no?

—Tanto que has venido en persona. Siete en total, entonces. —Su mente se pone a trabajar—. ¿A qué temperatura está ese caldero de bruja? ¿A cuarenta? ¿Cuarenta y uno?

—Cuarenta y tres grados centígrados —contesta Orión, que sale del Pálido a mis espaldas.

La flanquean sus seis pilotos de tormenta. Disimulo mi enfado. Se suponía que debía esperar. Hárnaso la mira con recelo. En privado, me ha expresado sus dudas acerca de la disposición mental de Orión para el servicio. En público, saluda a la mujer que ostenta su mismo rango.

—Estaba redondeando —dice.

—Bueno, los de tu clase podéis permitiros el lujo de redondear. No sois vosotros los que morís.

—Me sorprende verte en el campo, emperadora Aquarii. —Hárnaso rota los hombros caídos hacia mí—. ¿Qué hace ella aquí?

—Te lo explicaré en la sesión informativa.

—Claro. Seguridad operativa. Bueno, sus meteorólogos habrán captado ese pico, Aquarii. Es posible que sean hechiceros malvados a los que les han lavado el cerebro, pero no son tan tontos como vosotros dos. Volar en la misma lanzadera. Joder. ¿Y si el Caballero del Miedo os mata a los dos?

—Entonces tus sueños se harían realidad —contesta Orión—, y tú liderarías el ejército. Mis máquinas están situadas a lo largo de la codillera volcánica. Tus... «hechiceros» pensarán que son fuentes hidrotermales. Jamás sospecharán que podría ascender hasta los cincuenta grados centígrados.

—Entonces, ¿para qué narices necesitáis esta?

—Control total —dice Orión.

—¿Control total? —Se confirma lo que Hárnaso ya sospechaba, que se le han ocultado datos. Se vuelve y mira la máquina con el ceño fruncido—. ¿Es que no habéis leído las historias? A Pandora no le gusta que jueguen con su caja.

Orión lo mira con más o menos el mismo respeto que Sevro mostraría hacia un zurullo especialmente pequeño.

—Pandora fue una invención escrita por hombres para culpar a las mujeres de las desgracias del mundo. Yo no soy una invención. Bueno, ¿podemos ver la mercancía? ¿O quieres que nos quedemos aquí discutiendo de semántica y congelándonos el culo mientras finjo que cien mil de mis marineros no murieron por culpa de tus sueños húmedos políticos?

Los dos objetos inamovibles se fulminan con la mirada.

—¿Habéis terminado? —pregunto—. Sí, habéis terminado. Quiero esa máquina en el aire. Ya.

Cuando los hombres y mujeres de la afamada Segunda se enjambran sobre el casco de metal de un coloso desenterrado, el hielo es del color de los labios fríos. Aprisionada durante siglos en el hielo, la curvatura del casco superior de la máquina, de casi un kilómetro de diámetro, está combada y plagada de fisuras. Hárnaso recorre el perímetro de la excavación rugiendo en jerga mecánica. Está muy agitado desde que Orión y sus azules entraron en la máquina hace más de dos horas.

El maestro hacedor Glirastes está a mi lado envuelto en la piel de un oso polar. Esbelto, calvo y con un aspecto tan cruel como el de un buitre, el artífice más famoso de la Sociedad frunce la nariz y esnifa una raya de polvo de demonio de un dispensador. Es naranja como Hárnaso, pero pertenece a una clase distinta por completo, una clase que se codeaba con autarcas dorados y que esculpía bibliotecas y artefactos arcanos para disfrute de estos desde Mercurio hasta la Luna. Él no forma parte del Amanecer, aunque su cooperación fue vital para mi Lluvia sobre el planeta.

—Has hecho un milagro —le digo.

—Un milagro, dice. —El maestro hacedor inhala aire de golpe tanto para expresar su desdén como para reclamar los restos de narcótico que le quedan en el agujero derecho de la nariz ganchuda—. Cuando tomaste este planeta, me dijiste que al cabo de un año lloraría de alegría por los frutos que habría acarreado un solo año de libertad. Contempla este rostro, joven caudillo, ¿lo ves cautivo de la dicha?

—El año aún no ha terminado —replico.

—Estas máquinas poseen un poder primordial que no está en concierto con los asuntos humanos —dice volviéndose hacia mí con esa mirada marchita y tensa—. Teniendo en cuenta mis esfuerzos, confío en que tu promesa se mantenga.

Antes de que mis legiones tomaran el planeta, le prometí a Glirastes que evitaría el bombardeo de los centros de población. Debido a esa promesa, cientos de miles de mis hombres murieron en nuestra Lluvia, pero también se mantuvo a millones de civiles alejados del fuego cruzado. El hecho de que honrara la promesa a pesar del elevado coste que me supuso es la única razón por la que Glirastes confía en mí lo suficiente como para contribuir a reiniciar la tecnología arcana que contienen las máquinas. Eso y su miedo a lo que Atalantia les hará a los colaboradores, sobre todo a los que son tan famosos como él, el maestro hacedor de Mercurio.

La promesa que le hice entonces se ha extendido a los Dioses de la Tormenta.

—Se mantiene —digo—. No superaremos el horizonte primario.

—No formaré parte de un genocidio. Ya sabes lo que sucederá si...

—Lo creas o no, Mercurio es tan valioso para mi causa como su gente lo es para tu admirable corazón.

Capta mi sarcasmo y frunce el ceño.

—Solo los dioses saben por qué Octavia mantuvo encadenadas estas bestias infernales. —Vuelve a concentrarse en la máquina con una mirada que es de adoración, envidia y miedo a partes iguales—. Ni siquiera los Votum sabían lo que yacía bajo la superficie de su planeta. Ni siquiera yo lo sabía.

Espero que eso signifique que Atalantia tampoco lo sabe.

—¿Cuál es la razón por la que un dorado hace cualquier cosa? —le pregunto—. El control.

Los Dioses de la Tormenta son fresadoras climatológicas sobrantes de la terraformación del planeta. Trabajaron al mismo tiempo que los motores Lovelock para hacer que Mercurio fuera habitable. Mi esposa necesitó cuatro años y el trabajo de doscientos verdes para forzar la cámara acorazada de la Media Luna de Octavia en la Ciudadela. Los tesoros secretos que encontramos dentro valían una flota de naves estelares. Estoy apostándome diez millones de vidas a que Octavia estaba demasiado paranoica para confiarle a nadie que no fuera de su sangre sus secretos familiares.

Glirastes mira con fijeza al Dios de la Tormenta como si esperara que su masa colosal le susurrara un secreto, luego se cruza de brazos y se sumerge en las profundidades de su laberinto mental. El hacedor es un genio temperamental, pero se preocupa por la gente de este planeta. Le doy las gracias al Valle por eso.

Con el ulular de una sirena, los herreros comienzan la evacuación de la fosa mediante graviascensores. Por encima de ellos, las últimas Garras Perforadoras se desplazan por el aire en el interior de potentes cargueros que se dirigen hacia el sur, donde las almacenarán en nuestro depósito de suministros de Heliópolis. Orión y sus azules son los últimos en abandonar la máquina. Los ingenieros la observan con expresión territorial mientras flotan hacia mí en un gravitrineo. Glirastes le da un sorbo al café que le trae su esclavo.

—El hardware está instalado y operativo —dice Orión—. Se acabaron las protestas de Hárnaso. Es cierto que se han dejado las uñas. Sus herreros han hecho un buen trabajo, para ser meros mecánicos.

—Van puestos hasta las cejas —añade Glirastes.

Tiene razón. Si fuera más joven, pensaría que han sido la rabia o el propósito valientes lo que los ha mantenido en pie. Pero no soy el único con el sueño ligero. Mi ejército es una banda de marionetas sostenidas por unas cuerdas llamadas nazoprán, dolomina y zoladón.

—¿Funcionará? —le pregunto a Glirastes.

—He llevado a cabo cinco millones de simulacros, de los cuales solo dos millones concluyeron con la implosión de los motores y la muerte de toda la tripulación —contesta Glirastes—. Así que en teoría, sí.

—Muy reconfortante —murmuro.

Hárnaso se acerca arrastrando los pies para intentar enterarse de nuestra conversación.

—¿Quieres hacer los honores, emperador? —le pregunto.

—Este es tu monstruo. Despiértalo tú.

Me lanza el mando de control.

Irritado, activo el protocolo de vuelo. Hárnaso ni siquiera mira para ver si los motores de gravedad se encienden por debajo de la máquina vieja. Durante un instante terrible, no sucede nada. No aparto la mirada. «Levanta, cabronazo. Arriba».

—Ya te dije que era un error contar con Hárnaso —susurra Orión—. Creía que esta era la única máquina y la ha saboteado.

—Es imbécil, no un traidor —respondo.

Entonces el Dios de la Tormenta deja escapar un gruñido terrible al sentir la fuerza de los motores de gravedad de Industrias Sol, que lo instan a despertar de su letargo. Excepto Hárnaso, todos los ayudantes y comandantes que me rodean dan un paso atrás.

Con un alarido metálico, la máquina comienza a elevarse, sube y sube hasta detenerse a unos cien metros de altura bloqueando el techo de la caverna artificial. Debajo de ella, sus motores crean un lánguido campo de baja gravedad que suspende los bloques de hielo en el aire. Pronto la máquina estará lista para unirse a sus hermanas en el mar.

Sonrío con satisfacción.

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