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7 DARROW La calma

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El sol se cierne bajo e hinchado sobre el desierto cuando salgo por la rampa del garaje entre rugidos. A mi espalda gruñen más motores, puesto que me siguen Rhonna y veinte guardaespaldas. Guiados por Colloway, varios drones del tamaño de un puño surcan el cielo para transmitir datos a mi casco. Detectan huellas de gravimoto que cruzan la arena como rastros rectilíneos de serpiente. En los hoyos hay pequeñas depresiones que delatan la presión de las botas de conducción de las Gorgonas.

—Saltaos el rastro —digo—. No os separéis.

Abandonamos las huellas y avanzamos hacia una cadena de montañas afiladas. Siguiendo las coordenadas de Alexandar, dejamos las motos en la falda de la cordillera y utilizamos nuestras gravibotas para escalar las escarpaduras, con cuidado de no elevarnos demasiado por miedo a los misiles tierra-aire.

Poco después, encontramos a Alexandar con el casco quitado y sentado a la sombra de un arroyo. Lleva una armadura ligera de piel de lagarto, que es más fina y sustentable a largo plazo en el desierto que la mía de pulsos. En cualquier caso, parece que su traje se mantiene unido más gracias a los trozos de tierra y a la suciedad que a la nanofibra. Solo su insignia de lancero de hierro —una espada recortada contra un pegaso volador— está limpia.

Da la sensación de que cuatro semanas siguiendo al Caballero del Miedo en compañía de Thraxa lo han desgastado hasta sus elementos esenciales. Es aún más delgado y más alto que su abuelo. La piel quemada por el sol se le tensa y escama alrededor de los pómulos patricios. En el cuello tiene una costra espantosa que llora pus. Su halcón de guerra está aplastado y oscurecido por el sudor del casco.

Alza la mirada mientras descendemos. Retraigo mi casco hacia su compartimento y esbozo una mueca al sentir el calor. Entorno los ojos hasta que penetro en las sombras, donde la temperatura es cincuenta grados menor. Alexandar se pone de pie. Bajo sus lentillas desérticas de cromo, su mirada es de ansiedad.

—Maldita sea, aquí tirado de cualquier manera —dice Rhonna con su multirifle al hombro. Examina las rocas—. El Caballero del Miedo va a destriparte mientras celebras tu pícnic, princesa.

Alexandar está demasiado angustiado para fingir una sonrisa.

—Tenemos exploradores.

Ella baja el rifle, aunque solo a medias.

—Pareces un fantasma. ¿Estás bien?

No hace mucho, él le habría arrancado la cabeza de un mordisco con una réplica clasista. Ahora la mira como si tratara de recordar quién es. «¿Qué ha visto aquí fuera?».

—Thraxa está por aquí, señor.

La encuentro tumbada boca abajo en un pico con vistas a una llanura que se extiende desde las montañas hasta Angelia. Se incorpora apoyándose en los codos. Uno de ellos está hecho de carne. El otro es metal de asteroide sin pulir, grabado con runas obsidianas por Valdir el Intonso, el compañero de Sefi, después de que Thraxa le salvara la vida en las escaramuzas sobre la Bahía de Bengala.

La cima de la montaña está plagada de peñascos y efedras con púas, pero desprovista de Aulladores. Activo mi implante ocular derecho. Las brasas rojas y palpitantes de los puntos de identificación cuántica que llevan incrustados en el cráneo salpican la cresta montañosa. Los monstruitos de Sevro. No se sienten completos sin él. Puede que el ejército extrañe a su mascota, pero la manada extraña a su hermano mayor. Últimamente he sido un padre demasiado distante.

—Segador.

La enorme Telemanus me saluda sin mirarme. Su capa de lobo ha adquirido el color del desierto gracias a sus propiedades camaleónicas. Los dos exploradores obsidianos se mueven para dejarme espacio, trepo hasta tumbarme junto a Thraxa y mi capa también se vuelve marrón. La dorada entorna los ojos para mirar a través de un par de ópticos. Las pecas le forman una máscara sobre la cara. Me pasa su juego de ópticos.

Sabedor de lo que voy a ver, me los acerco a los ojos. Ante la ciudad se ha erigido un bosque demasiado familiar. No siento nada, pero, claro, es que aún no lo huelo.

—¿Lo hizo mientras dormíais? —pregunto—. Habrá necesitado horas.

—La cagué a lo grande —murmura Thraxa. Bajo los ópticos—. Lo perdimos en la cordillera Buonides cuando salió de la sombra del escudo para cruzar un valle de la muerte.

Se refiere a las estrechas franjas expuestas a las armas de Atalantia entre nuestra cadena de escudos.

—Te dije que no lo perdieras de vista.

—El valle estaba demasiado expuesto. Teníamos drones, y envié a un hombre. Para cuando encontramos su rastro, había abandonado su trayectoria hacia Eleusis y ya había llegado a Angelia.

La ciudad equivocada.

En vano, le lanza un manotazo al escril que tiene en el cuello. En su capa de lobo han anidado más de esas sanguijuelas de dos cabezas.

—Y tu hombre los perdió. ¿Cuál de ellos fue?

—Alexandar.

No puedo ocultar mi sorpresa.

—¿Cómo?

—Estampó su moto contra una chimenea de hadas. Se durmió a la palanca.

—Uno es cero. Dos es uno, Thraxa...

—Pasamos ciento cuarenta horas sin dormir. Incluso con el nazoprán, los inferiores estaban alucinando: tuve que ponerlos a descansar en los contenedores de carga mientras avanzábamos, incluso a los grises. Los dorados apenas se mantenían en pie. Tuvo que hacerlo solo. Alex es el mejor soldado de su edad que he conocido, incluso mejor que tú. Aun así... —Escupe en la tierra—. Todos somos de carne y hueso.

Los he presionado demasiado. Estaba convencido de que Alex era invulnerable. Todos lo pensábamos. Pero incluso con el equipamiento adecuado, este desierto se come a los hombres.

—¿Dónde está Atlas ahora?

—Desaparecido. Las huellas conducen hacia el norte, rumbo a Angelia. —Hace un gesto con la cabeza hacia el espectáculo que el Caballero del Miedo ha montado ante la ciudad—. ¿Llamo a las naves médicas?

—No. Vino aquí por una razón, y no fue para torturar. Prepáralos. Vamos a entrar.

Thraxa reúne a los Aulladores mientras yo despliego mi casco y llamo a Orión. Acaba de llegar al Primer Tramo Azul.

—¿Problemas? —pregunta.

—¿Hay alguna forma de cargar los Dioses de la Tormenta sin mostrar nuestra mano?

—¿Estas cosas que consideras escoria negra? No son fáciles de manipular. No podemos enfriarlas tan rápido como se calientan. Una vez que aumentemos, directos hacia el horizonte primario.

—¿Cuál es el lapso en la cobertura de nubes?

—Me han dicho que en cuanto se activen los sistemas de presión, una hora. Eléctrica en dos. ¿Qué ha pasado?

—No está claro.

—¿Órdenes?

Dudo. Si se activa demasiado pronto, Atalantia se percatará de la naturaleza extraña de la tormenta y cancelará la invasión. Si se activa demasiado tarde, la tormenta no importará.

«Mira cómo ataca una víbora, hijo. —Una vez mi padre me agarró por la muñeca y me hizo jugar a esto—. Mira cómo se enrosca cada vez más arriba hasta que llega a su objetivo. No te muevas antes de ese momento. No la ataques con tu falce. Si lo haces, te cogerá. Muévete justo cuando comience a bajar...».

Miro hacia la ciudad que el Caballero del Miedo ha masacrado.

—Inicia la Operación Tártaro. Dame una tormenta.

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