Читать книгу Edad oscura - Pierce Brown - Страница 19
10 LISANDRO La Lluvia de la Ceniza
Оглавление—Que caiga la Lluvia.
La voz incorpórea de Atalantia me llega a través de los nódulos de comunicación afianzados en mis canales auditivos. Igual que la batuta de un director de orquesta, pone la música en movimiento.
Bumbumbumbumbum, hacen los tubos escupidores.
Mi mundo gira y el panal de la pared ingiere mi caparazón estelar. Al otro lado del escudo facial del caparazón, la garganta del escupidor palpita con una luz roja.
Bumbumbumbumbum. Otros cien hombres.
«Cuando caiga la Lluvia, sé valiente. Sé valiente», decía mi abuelo.
No me siento valiente. No soy el centro de esta sinfonía. A nadie le importa siquiera que esté aquí.
¿Dónde está la majestad inmortal que me prometieron los poetas? ¿Dónde está la voluntad férrea que mis antepasados predicaban a sus hijos?
No era más que una ilusión conjurada por los idiotas que jamás abandonaban su biblioteca, o por sus sustitutos cuando era necesario.
Esta es la Noble Mentira.
Hasta el último de mis nervios crispados, hasta la última de mis células temblorosas, gritan horrorizados y me instan a salir del tubo, a escapar de esta locura. ¿Es cobarde un hombre si se da cuenta de que la valentía solo es un mito que los viejos cuentan a los jóvenes para se pongan en fila ante la picadora de carne?
Mi primer juguete fue una espada de madera.
Los adultos lo consideran adorable.
«Más vale muerto que cobarde», solía decir Aja cuando un miembro de la Palatina caía en combate en alguna esfera lejana. Mejor ser carne podrida para los gusanos que el blanco de un chiste pasajero o una vergüenza para los muertos amados. Qué cosas tan graciosas hacemos por gente que nunca sabrá que las hicimos.
No he recurrido al Ojo de la Mente desde el Confín. Hace que me sienta como la marioneta de mi abuela. Pero en este miedo, no tengo ninguna otra cosa en la que confiar.
—El miedo es el torrente —susurro—. El miedo es el torrente. El miedo es el torrente.
No estoy aquí. No soy un ser físico.
Electricidad atada a carbono. Soy un patrón.
Y el mundo también.
Con esa aceptación, dejo escapar una exhalación controlada y me sumerjo molécula a molécula en el Ojo de la Mente.
Veo a Octavia como si la tuviera delante.
Está sentada en su Esfera Ocular. Las paredes de cristal de la habitación están abiertas y la ciudad se extiende a sus pies. Baja la mirada hacia el Oráculo que tengo en la muñeca, que agita el aguijón.
«No dejes que el miedo te toque —susurra. Los intrincados pliegues de su cara son como la telaraña que hay en la esquina superior de la habitación—. El miedo es el torrente. El río enfurecido. Luchar contra él es romperse y ahogarse. Pero colocarse a horcajadas sobre él es verlo, sentirlo y utilizar su curso para tus propios caprichos. Ahora, Lisandro, quiero que me mientas, si puedes...».
El recuerdo chisporrotea, invadido por otro.
Las cortinas tiemblan como titilantes llamas de vela. Recorro un pasillo hacia una puerta negra en la que han grabado una sola frase. La música tintinea detrás de la puerta. Se oyen risas. Pero cuando tiendo mi manita hacia delante para empujarla y abrirla, me devoran las sombras.
La telaraña emerge de entre las sombras. Una mosca lucha por escapar, pero con cada esfuerzo se enreda más.
«El miedo es el torrente —digo con Octavia—. El miedo es el torrente».
La cara de mi abuela está bañada en una luz verde.
Salgo disparado hacia delante.
La orina fluye por el catéter. El estómago se me hunde hasta los talones. Se me nubla la visión; una bola de vómito se me queda atascada en mitad del esófago mientras la oscuridad invade los límites de mi vista. Para cuando me acuerdo de respirar, el Annihilo ya está veinte kilómetros por detrás de mí. Las tripas se me revuelven otra vez y regurgito una tos de bilis. El chorro de color marrón oscuro choca contra el fragmento de plástico que me cubre la boca.
A mi alrededor, el traje zumba y destella con las comunicaciones no verbales entre los pilotos azules y los líderes de vuelo dorados. Las órdenes entrecortadas se superponen en el intercomunicador. Entorno la pupila de mi mente para restringir la entrada de información y ordenarla en el trasfondo mientras me dejo arrastrar hacia el flujo de vuelo que los aviadores de la Escuela de la Medianoche grabaron en mi interior.
Mi mente recorre una colección de secuencias de instrucciones, mis ojos desvían y recolectan datos hasta que me he asegurado a mí mismo y a Overwatch, la brigada de apoyo de mantenimiento del Annihilo, de que mis sistemas funcionan de manera satisfactoria.
Solo entonces miro hacia arriba y me asombro ante la grandeza.
La invasión se desliza con un canto silencioso.
Más adelante, la silueta del caparazón estelar de Áyax se recorta, oscura, contra el lado nocturno del planeta acelerado. Parpadea como el fósforo blanco mientras los cañones de partículas del Annihilo y sus naves de combate se disparan en diagonal a través del horizonte y hacia la brecha.
Los rayos de energía iluminan rastros de caparazones estelares a todo mi alrededor. Centenares de hombres ataviados con metal. Y aun así forman poco más que un afluente del gran río desbordante que brota de las flotas de las Doscientas casas menores, y de los gigantes Grimmus, Falce, Carthii y Votum.
La vanguardia de nuestra fuerza cae sin oposición.
Las naves se vuelven más tenues que agujas en la oscuridad que tienen detrás. El planeta crece. Su cara nocturna es negra, los continentes se extienden como jirones de un sudario entreverado de dorado por las luces urbanas que brillan a lo largo de las costas. Su Polo Norte luce la corona mutante de una aurora verde eléctrico.
Al penetrar en la mesosfera, cruzamos el meridiano del planeta, de la noche al día. Un arco dorado de luz solar arde alrededor del planeta como si fuera el de Apolo y nosotros fuéramos los hijos de Hiperión apresurándonos hacia casa con nuestras cuadrigas. Durante un momento, me hace extrañar esa ciudad lejana y la casa que hace media vida que no veo.
La cara diurna del mundo se revela.
Bajo el tenue resplandor de los cambiantes escudos troposféricos de Darrow hay pequeños polos helados, cadenas de cordilleras montañosas. Las elevaciones alpinas templadas caracterizan el norte, las selvas se extienden hacia el sur. Entre ellos se dilata un desierto ecuatorial tachonado de montañas.
El infame Ladón. Devorador de ejércitos.
El incipiente tifón detallado en el informe de datos de la misión no parece demasiado amenazador. Forma una delgada capa de nubes en espiral sobre el Mar de Sycorax.
Hay tiempo suficiente para perderse en la majestad, y para recordar que la naturaleza no nos proporcionó esto con su mano descuidada. Mi raza de mortales talló este paraíso a partir de la roca irradiada y el gas violento mediante la canalización de las mayores virtudes de todos los hombres hacia la causa común.
Me invade un orgullo patriótico que no sabía que poseía. La sangre que fluye por mis venas es la misma que la del hombre que envió aquí el último de los motores Lovelock y de los Dioses de la Tormenta. Pero ese fervor se evapora en cuanto me doy cuenta de que no pertenezco a la era de los gigantes que construyeron esto, sino a una edad más pequeña y cruel en la que los hombres piensan que la guerra es la cumbre de la empresa humana.
Me río de la broma cósmica. Solo la humanidad podría alcanzar las estrellas y luego dejar que se le escapen entre los dedos por la mezquindad de su corazón.
Pero siento esperanza. Esa mezquindad definió la era de mi abuela. Puede que aún no defina la nuestra.
—Buen lanzamiento, buenos hombres. Confío en que todos hayáis conservado el desayuno dentro y la cena fuera —dice Áyax en tono alegre.
Se oye un coro de risas, y comentarios mordaces en alta jerga. ¿De verdad les gusta esto tanto? ¿Qué criaturas podrían encontrarse tan a gusto aquí y ahora? ¿Soy acaso de su misma especie?
—Heliópolis seguirá estando cubierta por la cadena meridional de escudos. Debemos penetrar por la brecha y volar hacia el sur. Transmito las coordenadas. —Los datos de la trayectoria aparecen en mi pantalla. Su voz se torna solemne al pronunciar el credo Grimmus—. Si el Vacío os lleva, celebrad, amigos míos. Porque antes de la muerte, hubo gloria. Preparaos para la penetración atmosférica.
Espero a que me llame por mi canal privado. Pero cuando la luz parpadea, es Kalindora, no Áyax.
—No quemes los propulsores principales hasta que estemos en posición horizontal. Deja que quien haga el trabajo sea la gravedad, no tu generador. Los simuladores infrarrepresentan el arrastre. Y no actives el escudo de pulsos hasta la brecha. No hay manera de saber cuándo podremos recargarlo. Lo último que te conviene es que se te muera el traje en un tiroteo.
El calor de fricción brilla delante de mí cuando los primeros caparazones estelares comienzan a descender. Veo que la Legión de la Ceniza de Atalantia cae a nuestra izquierda.
El planeta se resiste a mi entrada. El caparazón estelar corcovea al entrar con suficiente energía cinética para comprimir el aire que tengo delante y convertirlo en un horno. La frágil capa de teselas térmicas absorbentes que recubre el caparazón de entrada neutraliza el calor y se desprende. A mi alrededor, decenas de caparazones estelares se liberan de las capas aventadas por la fricción y gritan como langostas furiosas hacia el cielo azul.
El viento y los motores rugen al otro lado de mi caparazón cuando me uno a ellos.
No nos atacan. Los escudos de la República que los protegen de los bombardeos orbitales también les impiden oponerse a nuestro descenso. Titilan cincuenta kilómetros más abajo, solo ocho kilómetros por encima de la superficie del planeta. Atalantia se aparta de nosotros y se encamina hacia la parte más septentrional de la brecha, mientras que nosotros nos dirigimos a la más meridional.
—Tiempo hasta la brecha, veinte minutos —entona Áyax cuando pasamos por encima de una cadena montañosa en dirección al Ladón.
El horizonte hacia el que volamos es un holocausto de artillería. La potencia de fuego concentrada de la Armada de la Ceniza aporrea la brecha de mil kilómetros de ancho.
Los haces de partículas dividen la realidad. Los hongos florecen en la superficie.
Nadie ha utilizado tantas bombas atómicas en toda la guerra. Estoy horrorizado. Caen en zonas despobladas, pero la lluvia radiactiva matará a miles de personas antes de que se limpie y se distribuyan los medicamentos. Tal vez a más.
Parece imposible, pero la República devuelve el fuego. Los haces de partículas se elevan desde la brecha para ametrallar las naves antorcha de la órbita y las naves de combate de las corbetas a gran altitud. Los misiles teledirigidos persiguen a los bombarderos y los hacen caer en espiral hasta estrellarse contra los escudos meridionales como si fueran piedras saltarinas. Las bombas atómicas resplandecen con un color blanco pálido en la troposfera. Un haz conecta con una corbeta Belona. La luz ondea cuando el escudo se sobrecarga y un segundo rayo atraviesa el timón de la nave.
Treinta millones de hilos de vida se entretejen, algunos continúan, otros se cortan.
Es terrible.
«Sé un gigante», me dijo Áyax.
¿Cómo, con todo esto?
A los estrategas los entiendo. Pero a los guerreros... Hasta ahora creía que también. Se hace evidente la aritmética insidiosa de lo abrumadoramente visionarios que deben ser los guerreros como Darrow, el Minotauro y Atlas para ser capaces de cambiar el rostro de una batalla una vez que ya ha comenzado.
—Tiempo hasta la brecha, diez.
Ahora estamos encima del desierto, rozando la cúpula del escudo.
Se abre una grieta en la descarga de artillería cuando las naves orbitales reorientan sus cañones para crear una boca infernal: un pasillo de fuego de protección. Un segundo después, la primera centuria de caparazones estelares de un destructor Carthii entra en la boca infernal y desaparece por la brecha. Los siguen los alas ligeras. La centuria siguiente se desintegra cuando un haz de partículas los acuchilla desde las montañas.
—Brecha —dice Áyax.
Nuestra centuria entra en tropel en una boca infernal.
Se me sobrecargan los sentidos.
El fuego enemigo resplandece a nuestro alrededor, destellos cegadores, metal que colisiona y se evapora. Pero, aunque somos más rápidos que los sonidos de las explosiones que vemos, solo conseguimos impactar contra las ondulantes ondas sonoras de explosiones anteriores. Pierdo a Áyax en el caos. Los proyectiles Airburst gimen y explotan para dispersar a las arpías, unos drones del tamaño de un puño atiborrados de pulsos electromagnéticos o cargas explosivas. Disparo el cañón de mi hombro izquierdo contra un enjambre de ellos. Una decena se estampan contra un alas ligeras. Los motores se apagan, se desvía de la boca infernal y recibe un proyectil de artillería amiga.
Y entonces llego al final.
—Fractura —ordena Áyax. Las centurias de la legión se dividen en cientos de décadas. Me cuesta igualar su precisión y estoy a punto de comerme los talones de Áyax al seguirlo. Kalindora y Serafina caen detrás de mí cuando ponemos rumbo hacia la escarpada cordillera de las Hespérides—. Despejad los picos. Dejad el aire a los destripadores. —El comunicador emite un clic cuando cambia al canal de nuestra década—. Década Uno, estamos solos. Dirigíos al norte por...
La voz de Serafina lo interrumpe.
—Pico E. Ataco.
Mis instrumentos registran el pico eléctrico de los cañones de riel al cargarse. Por el rabillo del ojo, un alfilerazo de luz púrpura destella en una cresta de la montaña.
Pongo en marcha el propulsor de mi hombro izquierdo y salgo disparado de la formación cuando una mancha de metal denso atraviesa el aire ahora vacío. Cuatrocientas balas siguen a la primera en los tres segundos siguientes. Un caparazón estelar desaparece en una lluvia de escombros. No alcanzo a distinguir a quién pertenecía. Después, los misiles de Serafina impactan contra la instalación del cañón y relumbran sobre el escudo mientras el cañón continúa disparando, imperturbable.
Activo mi designador láser, pero antes de que me dé tiempo a iluminar la instalación, Kalindora se me adelanta. Cae un ataque orbital. Un rayo de luz blanca que cegaría cualquier ojo no protegido corta la cima de la montaña como si fuera un trozo de queso.
—Buena vista, para ser una lunera. Felicitaciones por el relámpago, Annihilo —dice Áyax—. Década Uno, agrupaos en torno a mí. Tenemos una cordillera que despejar. —Ilumina mi canal personal—. ¿Cómo va la guerra, hermanito?
Me cuesta responder.
—Rápida.
Se ríe.
—Disminuye los amortiguadores de inercia. Te ayudará a sentir las maniobras. Estás volando en esa obra maestra como si fuera un cosmocamión. Has estado a punto de comerte mis talones. Dos veces.
—Mis disculpas. Es más sensible que los simuladores.
—Más sensible que los simuladores. ¡Ja! Ya te convertiremos en un Único. Ahora, boca abajo, buen hombre. Se acerca la fiesta de bienvenida de las termitas aéreas.