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4 LISANDRO Áyax, hijo de Aja
ОглавлениеTras aterrizar en el Annihilo, Diomedes y yo guiamos a la delegación del Confín a lo largo de un pasillo formado por Guardias de la Ceniza. En lugar de la armadura ceremonial que correspondería a la recepción de dignatarios enemigos, la unidad de élite de Atalantia viste la armadura de batalla. Quizá se deba a que no reconocen de manera formal la independencia del Confín. El metal negro escarabajo de las armaduras de batallas tiene abolladuras y arañazos causados por guerras en cuatro esferas distintas. Pero las calaveras color perla de la Casa de Grimmus que lucen en la coraza están tan pulidas que brillan.
El desaire no pretendía pasar desapercibido, y no lo hace.
Esta no es la bienvenida apropiada para un hijo pródigo o un viejo aliado.
Esta es una demostración de fuerza ante los traidores de sangre.
Mientras superamos las hileras de grises hostiles, me pregunto a cuántos de ellos habrá saqueado Atalantia de entre mis pretorianos y las legiones de mi familia. Busco, pero no encuentro pretorianos. Ni Rhone ti Flavinio, ni Exter ti Kaan, ni siquiera Fausta ti Hu se alzan como oficiales ante las filas.
Al final del pasillo de Guardias de la Ceniza, diez obsidianos Sucios calamitosamente enormes estampan el mango de sus respectivas hachas contra la cubierta para bloquearnos el paso hacia el cuadro de dorados del Núcleo que nos espera. Los Sucios se hacen a un lado y, por primera vez en una década, las dos razas de áureos se miden cara a cara.
Los dorados del Núcleo —rebosantes de cicatrices de batalla y vanidad— visten armaduras de valor incalculable, doradas y moldeadas en forma de monstruos por los mejores artífices que los mundos hayan visto jamás. La mayoría lleva el pelo corto, al estilo de la guerra, y las cejas con muescas. Su constitución de huesos gruesos está reforzada por músculos pesados cultivados bajo estricta observación prenatal, protocolos químicos esotéricos y una tenaz competencia física con sus iguales.
Yo no diría que son la humanidad perfeccionada. Más bien parecen purasangres de competición en pugna por la primera posición.
En contraste, los dorados del Confín son delgaduchos y astrosos. Su cuerpo, al igual que su cultura, está endurecido por la privación y la autodisciplina. Llevan el pelo largo, y antes de la batalla prefieren peinárselo a la manera de los peloponesos. Van ataviados con sencillas botas de cuero y túnicas anodinas cosidas por ellos mismos. Ninguno de ellos lleva nada que no pueda comprarse en el bazar de un color inferior por cincuenta créditos, a excepción de sus espadas más cortas, o kitaris, y sus largos filos, a los que llaman astas.
El silencio entre las dos partes se prolonga con desprecio.
Cuando por fin uno de los dorados del Núcleo se decide a hablar, se trata de una marciana que creía muerta hace tiempo. Los hombros alados de su armadura de cisne están abollados, pero el corazón flamígero de su coraza arde con intensidad en el hangar gris. Su rostro, liso como el alabastro en el recuerdo, es ahora tan duro como el talón de un minero. Pero ni siquiera la guerra ha podido atenuar la chispa de los ojos de Kalindora au San. La Caballera del Amor.
La recuerdo como una criatura recatada y amable, enamorada no de la gloria de la guerra, sino de la elegancia de la poesía y la arquitectura. Cuando era niño, solo tenía en la misma estima a otra mujer de su edad: a Virginia au Augusto. La esposa del Segador, y la usurpadora del trono de mi abuela.
Como hombre, veo a Kalindora de forma muy diferente.
Incluso Diomedes le echa un segundo vistazo. A pesar de tenerlos divididos por dos cicatrices, sus labios son carnosos y parecen únicamente capaces de susurrar. Tiene la nariz pequeña y afilada, pero la característica que la define son sus ojos. Hasta el último gradiente de dorado que existe gira en espiral hacia el hoyo de sus pupilas, y el tono va palideciendo a medida que se acerca a esa oscuridad, de modo que uno tiene la sensación de estar contemplando un eclipse.
—¿Es él? —le pregunta Kalindora a un caballero más alto y más joven con una armadura del color de una nube de tormenta.
Tiene la piel negra y los ojos de un ámbar violento. El pellejo de un leopardo perla se mece desde sus poderosos hombros cuando da un paso al frente para examinarme. Durante un momento, da la impresión de que ambos estuviéramos mirando a través de un cristal sucio: nos inclinamos hacia delante y entrecerramos los ojos para ver si la aparición que se presenta al otro lado es en realidad un amigo perdido hace tiempo o un mero truco.
Apenas reconozco al hombre al que una vez llamé «hermano».
Solo las largas pestañas que le enmarcan los ojos continúan iguales.
En los once años que han transcurrido desde la última vez que lo vi, sus facciones rechonchas, a menudo objeto de ridículo susurrante en la Palatina, se han derretido hasta dejar a la vista un rostro adónico tan hosco, tan apasionado, tan varonil que incluso Casio podría haber señalado, en un momento de ebriedad, algún defecto menor en el hombre con la esperanza de diluir sus propios celos arrasadores.
Octavia siempre se sintió decepcionada por su pequeño experimento genético. Ahora no lo estaría. Áyax, hijo de la unión genética desamorada de Aja y Atlas au Raa, es un espécimen masculino.
Por la phalera que engalana la armadura de Áyax, veo que ya ha cumplido sus sueños de la infancia. Luce no solo su cicatriz de Único, sino también las insignias que representan el cargo de Caballero de la Tormenta, y el rango nada más y nada menos que de un legado comandante de infantería.
Con mi rostro sin cicatriz y mis sencillas prendas civiles, ante los dos Caballeros Olímpicos percibo mi ausencia de diez años con más intensidad que nunca.
—Tú eres el hombre que asegura ser Lisandro au Lune —dice Áyax con desprecio.
—Áyax. —Confundo su tono con el de una broma y me acerco para abrazarlo. Los Sucios me bloquean el paso. Lo cierto es que me siento herido—. ¿No me reconoces?
Áyax entorna los ojos hasta convertirlos en dos rendijas.
—Sometedlo a la prueba del manteío.
En griego, significa «oráculo». Ya he jugado con oráculos antes. Se me cae el alma a los pies. Entonces una esclava rosa se aproxima con sigilo para ofrecerme no una de las pálidas criaturas detectoras de la verdad de la abuela, sino una esfera de metal negro rodeada de serpientes. En el centro de la esfera hay una aguja vuelta hacia arriba.
—Una gota de sangre, si es voluntad del dominus.
Aunque pueda parecer más amable que los oráculos de mi abuela, no me llamo a engaños. La aguja estará bañada en un veneno con código de ADN. Si resulta que soy un impostor, mi muerte será un infortunio tan soez que solo podría haber sido diseñada por el más cruel de los alquimistas venusinos —el mejor de los cuales está permanentemente al servicio de Atalantia—. Aun en el caso de que pruebe mi identidad, es posible que mi destino sea el mismo.
El hecho de que Atalantia esté en posesión de mi ADN sugiere la profundidad de sus operaciones de inteligencia. Debido a dos sofisticados envenenamientos de soberanos y a un terrible incidente de clonación, mi familia protege su ADN como si fuera la vida misma.
¿Por qué si no íbamos a convencer al resto de los áureos para que adoptaran el ritual de disparar a los difuntos hacia el sol? ¿Porque es bonito? No se debe dejar nada atrás.
Me pincho el pulgar con la aguja.
Los dorados del Núcleo observan mientras una sola gota de sangre rueda por la aguja hasta que el metal la absorbe. Fuera cual fuese la sustancia que contenía, el veneno no se activa. Si Atalantia no tenía mi ADN hasta el momento, ahora ya sí. La esfera ondea con un ingenio maravilloso cuando las serpientes comienzan a tallar senderos por su exterior, hasta que un busto de mi rostro preadolescente me devuelve la mirada. La esclava se la devuelve a Áyax.
Él examina la cara.
—Perfil de ADN confirmado —dice un auxiliar verde y calvo. Su enlace ascendente hace que le brillen las pupilas—. Procesando hélices de seguridad. —Un silencio prolongado. Kalindora se da la vuelta, pero Áyax no me quita ojo de la cara en ningún momento—. Perfil de ADN autentificado. Probabilidad de falsificación: una entre trece billones.
—Estoy de acuerdo —dice Kalindora, y su semblante se suaviza.
Los dorados del Núcleo se tensan al recibir la noticia, su competitivo cerebro se pone a calcular cómo afecta mi retorno a sus maquinaciones individuales.
Todavía escéptico, Áyax le lanza el manteío a la esclava.
—¿Qué le dijo mi abuelo a mi madre la noche en que le ordenó que ejecutara a Flavio au Grecco?
No sonrío al recordarlo.
—Ahora que el cerdo está fileteado y comido, ¿qué hay de postre?
Abre los ojos como platos.
—¡Hermano! —Salta a través de los obsidianos y me estruja los huesos en un abrazo tan poderoso que me separa los pies de la cubierta. Este es el Áyax que recuerdo. Un hermano amable y generoso que nunca fue capaz de reprimir ni el afecto ni la furia—. Lo siento, teníamos que estar seguros. El enemigo es taimado en sus ardides. —Cuando me deposita de nuevo en el suelo, me sujeta la cara entre los dedos largos y me besa con firmeza en la boca—. Pequeño Lisandro. ¡Ja, ja! Decían que estabas muerto. Pero mírate... —Me sacude el polvo de los hombros—. Tan corpóreo como un cormorán, y sigues siendo el mismo dandi ágil de siempre a pesar de haber pasado tanto tiempo en cautividad. —Hace amago de golpearme en la cara—. Bueno, no tan ágil.
«Cautividad».
Casio se reiría.
No tengo ganas de aclararle esa idea a Áyax todavía.
—Me habían dicho que eras la viva imagen de tu madre —respondo—. Pero no que eras más alto.
Es un eufemismo. Es mucho más grande.
Lleno de alegría, me da una palmada en el hombro y agacha la frente para pegarla a la mía. Respira hondo. El olfato siempre ha sido su sentido favorito.
—Cuando recibimos el código familiar, pensamos que era uno de los trucos del Rey Esclavo. Entonces vimos tu significante. La complejidad del código fue una sinfonía para mis emociones. —Cierra los ojos—. Juntos de nuevo.
—Juntos de nuevo, hermano —digo. Todavía me parece imposible, y me contengo porque sé que las revelaciones que debo compartir se utilizarán en mi contra. Esta reunión solo será real cuando Áyax me abrace después de haber compartido esas revelaciones—. Lloré por tu abuelo. Se merecía algo mucho mejor.
Áyax se aparta de mí, cabizbajo.
—Sí, bueno, él dejó su huella, ¿verdad? Ahora nos toca a nosotros. —Desvía la mirada de nuestro momento privado el tiempo suficiente para estudiar a los Raa. Su voz se torna truculenta—. A menos que tengas una nueva familia...
Kalindora se aclara la garganta. Tras disculparme, la saludo con menos informalidad de la que me gustaría y presento a Diomedes y a la delegación del Confín. En respuesta a la reverencia formal de Diomedes, Kalindora se limita a chasquear la lengua.
—Cuando recibimos el comunicado de Lisandro, creímos que eras una ficción enmascarada. Pero aquí estás, atrevido como un gato callejero, e igual de polvoriento.
—En nombre del Dominio del Confín... —comienza Diomedes antes de que Kalindora lo interrumpa.
—Tu tío te presenta sus disculpas. Atlas habría venido a recibirte en persona, pero la guerra es un... asunto absorbente. —Entorna los hermosos ojos—. Estoy segura de que tú no podías saberlo.
Áyax se interpone con ademán posesivo entre Diomedes y yo para calibrar al caballero del Confín.
—O sea que tú eres el engendro mayor de Rómulo y esa puta venusina. Qué valiente debes de ser para haber liberado a Lisandro de la cautividad del Traidor. —De manera que así es como llaman a Casio... No es ideal—. Supongo que estoy en deuda contigo, «primo».
Por extraño que resulte oírlo en voz alta, son primos. Por las venas de ambos corre la sangre pura de los conquistadores Raa. Pero, al igual que muchas de las líneas genéticas que descienden de la cumbre, tienen poco en común, salvo ese linaje compartido y las capas de animosidad superpuestas por las ancestrales luchas internas.
Diomedes me mira y luego vuelve a concentrarse en Áyax.
—Ningún hombre me debe nada —responde.
—¿Debo dar por hecho que el Traidor está muerto? —pregunta Áyax. Diomedes asiente con la cabeza—. ¿Fuiste tú quien le asestó el golpe mortal? ¿Chilló? —Diomedes no responde—. Veo que tu penuria estética es extensiva a tu vocabulario. En el Núcleo, es de buena educación contestar a una pregunta cuando te la hacen.
Serafina aprieta los dientes cuando ve a su hermano recibir la ofensa.
—No obtengo placer del fallecimiento de un hombre honorable —le dice Diomedes al hombre más alto con dignidad principesca—. Pero me temo que antes de caer... mató a tu medio hermano, Belerefonte.
Áyax sorprende a Diomedes con una carcajada. A pesar de que su aversión hacia su primo Belerefonte es reconocida, ver que la muerte de un hombre al que trataba de toda la vida lo divierte hace que la decepción inunde a Diomedes. Ha comprendido que ahora se encuentra en un mundo diferente, donde abajo es arriba y arriba es abajo. Uno nunca puede llegar a estar preparado para eso.
—¿Belerefonte? —Áyax se ríe—. Nunca conocí a ese engendro. Nuestros espías dicen que no sois mucho mejores que él con la hoja. Dime, ¿quién es el más ejemplar de los caballeros del Confín? ¿Tú?
—Sería un mal juez. Pero si se mide la valía de un hombre por su habilidad con una hoja, entonces imagino que es la persona que menos se parezca a ti.
Serafina mira atónita a su hermano, como si acabaran de salirle cuernos. Una sonrisa lenta le curva los labios.
El Confín no está aquí para que lo avasallen.
Kalindora me mira arqueando una ceja.
Áyax, por el contrario... Bueno, cuando era niño se burlaban de él, y ahora que es un hombre no parece gustarle más. Rodea a Diomedes y sucumbe a una ira fingida cuando ve los relámpagos y las nubes en la capa de Diomedes.
—Por lo que se ve llevas mi blasón, buen hombre.
—No es tu blasón, como tampoco lo fue del hombre que te precedió. Representa una idea. En nuestro caso, la humildad.
—¿La humildad? ¿Y cómo es eso?
—Un hombre no es nada ante la tormenta.
Áyax se agacha y coloca su nariz a escasos centímetros de la del hombre más pequeño.
—Yo soy la tormenta. Quítatelo.
«Oh, Hades» es el pensamiento que comparten todos y cada uno de los presentes, puede que incluso el propio Áyax. Por descontado, Atalantia no quiere ni que él mate a un Raa ni que un Raa lo mate a él en un hangar.
Nunca le niegues a tu enemigo la oportunidad de retirarte. La victoria puede salir demasiado cara.
—¿Por qué? —contesta Diomedes sin alterarse—. Soy el Caballero de la Tormenta del Dominio del Confín. No pretendo ser el del Núcleo.
—Sin embargo, lo estás luciendo en el Núcleo, buen hombre. ¿Cómo voy a soportar tal desconsideración hacia mí, y en referencia a un cargo que tengo en tan alta estima? Si la tolerara, la indignidad me retorcería la polla.
Es una jugada inteligente por parte de Áyax, y una demostración de lo listo que es. Le está ofreciendo una salida a Diomedes, a cambio de un precio. Diomedes se da cuenta y lo paga de buen grado. Se quita la capa y la dobla entre sus manos.
Áyax estropea su victoria y pierde el respeto de todos a excepción de los sádicos al arrancarle la capa a Diomedes de las manos y mearse en ella. Entonces Áyax se sella la armadura pélvica y me mira.
«¿Vas a defenderlo?».
Con Áyax, o estás con él o contra él. Hoy no puedo permitirme esto último, y reconozco la estratagema social a la que está recurriendo ahora. Se llama Irreverencia Requerida, un protocolo de la máscara de baile. Una de las tácticas favoritas de Atalantia.
—¿Has terminado ya, Áyax? —pregunta Kalindora con un suspiro.
Él se limpia las manos con la túnica casera de Diomedes.
—Casi.
Serafina ya se ha hartado. Da un paso al frente, con la mano en el kitari, y lo único que la detiene es el leve chasquido que su hermano emite con la lengua. No sé qué significa ese ruido, pero ella se lo toma muy en serio.
Diez obsidianos Sucios sueltan un gruñido gutural al bajar su hacha. Pero Áyax y los dorados del Núcleo se limitan a observar como si fueran una hilera de pacientes cocodrilos. Ahora ya saben que, al fin y al cabo, hay algo de sangre caliente en el Confín. Ya sea dentro de una hora o dentro de cinco años, la explotarán, bien colectiva o bien individualmente.
Se lo advertí a Diomedes.
—Por el coño de Juno, qué sensible es tu catamita, Raa —ronronea Áyax, que le resta importancia tomándoselo como una farsa en lugar de como una muestra de temperamento.
—Mi hermana solo se está estirando después de un largo viaje —responde Diomedes.
—¿Hermana? ¿Hermana? —pregunta Áyax—. Pero ¿dónde tiene las tetas? ¿Ahora se las cauterizáis como a las lesbianas aladas de Sefi?
—No, pero en el Confín castramos a los obsidianos afectados —responde Serafina—. Acércate, gahja. Te impartiré un taller.
Áyax responde a la invitación con una reverencia divertida.
—Tal vez más tarde, prima. Pero por ahora, creo que Kalindora está a punto de perder la paciencia conmigo. Mis disculpas, por supuesto. Es que es muy emocionante tener a los Raa de vuelta en el redil. Los últimos duraron demasiado poco. —Con grandes aspavientos, imita el famoso momento en que una bota Julii pisoteó a la hermana mayor de Diomedes y Serafina hasta matarla. Luego me pasa un brazo por los hombros y les hace un gesto a los Raa para que lo sigan—. Bienvenidos a las Legiones de la Ceniza.