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11 DARROW Tramo Rojo

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Mi ejército muere. El mundo se ha convertido en un jardín de hongos. Florecen en el horizonte magullado, se hinchan hasta alcanzar los doscientos kilómetros de altura y empequeñecen las montañas. Una onda expansiva tras otra, difuminadas por la distancia, atormentan a la Nigromante mientras avanzamos hacia el norte con la intención de devolverme a la base del Tramo Rojo y al corazón de mis ejércitos septentrionales.

Con los escudos desactivados, nos rodearán. Debemos prepararnos para salir en el escaso lapso que transcurra entre el bombardeo y el aterrizaje. Si sobrevivimos al bombardeo.

La arena del desierto fluye por debajo de la lanzadera. Las ciudades mineras fortificadas desaparecen entre destellos de luz blanca. Los enormes emplazamientos de cañones del desierto, con potencia de fuego suficiente para derribar una nave antorcha, derraman furia hacia el cielo, aunque solo para que columnas de luz más calientes que el sol terminen convirtiéndolos en vidrio.

Colloway guarda silencio, envuelto aún en su aureola sináptica. La ovular silla de piloto baña al hombre oscuro en una luz azul, lo cual confiere al as de la lucha el aspecto de un elfo de la mitad de su edad. Desligado de su cuerpo, él es la nave y la nave es él.

—Vamos, Medianoche —susurro.

—Todopoderoso, dame espacio —responde la nave en tono vago—. Esta fiesta hace que el Ilium parezca una regata de vela térmica. Vaya. Se acercan desechos. Cuento... No puede ser correcto. Los instrumentos están fritos. —Silencio—. No importa. Son seiscientos.

—¿Kilómetros?

—Alas ligeras.

«Mierda».

Siguiendo la estela del primer bombardeo atómico, desciende el primer río de alas ligeras enemigas. Cincuenta escuadrones bajan a toda velocidad sobre el telón de fondo de una nube en forma de hongo, como un banco de pirañas. Los misiles surgen de su vientre y caen en cascada sobre las baterías de cañones y las formaciones de tanques. Tres escuadrones se separan para atacarnos.

—Espero que todo el mundo haya disfrutado de su desayuno. No tardaréis en volver a verlo.

Anclo mis botas a la cubierta. Se me contraen las tripas mientras giramos en un interminable sacacorchos. Estoy indefenso detrás de Colloway, a pesar de mi armadura de pulsos rojo sangre y de todo su armamento. Solo la tormenta puede detener lo que se nos aproxima desde el cielo, y todavía está en pañales.

Se podría dirigir una guerra desde la Nigromante, sobrevivir a casi cualquier magnitud de pulso electromagnético, dejar atrás incluso una nave antorcha. Pero en la atmósfera, es una nave grande, y los alas ligeras nos ganan terreno rápidamente.

Llamo a Hárnaso para solicitar apoyo de largomalicia y le doy las coordenadas. Apenas puedo oír su confirmación por encima del ruido de la estática. En la cordillera de las Montañas Hespérides, cientos de kilómetros hacia el suroeste, bajo la protección de nuestra intacta cadena de escudos meridional, los cañones de cincuenta metros girarán sobre sus giroscopios. Colloway levanta los pulgares para darme a entender que me ha oído.

Mi cuerpo se ladea cuando el piloto inicia una ascensión empinada, directo contra los escuadrones enemigos. Cuando los misiles saltan de los alas ligeras, Colloway hace girar la nave de costado y la lanza en picado hacia abajo. Los misiles parpadean detrás de nosotros, aunque algunos se escabullen para seguir a nuestros drones de contraataque. Los demás gritan a nuestra espalda, sin distraerse. La depresión del desierto nos sale al encuentro. Mil metros. Quinientos. Cien. A los cincuenta, Colloway activa los propulsores de lanzamiento y la nave rebota en paralelo al suelo como una piedra saltarina. La cabeza me da una sacudida hacia delante, la barbilla me golpea el metal de la coraza. Veo estrellas y, a través de la nave, noto la conmoción cuando los misiles se hunden en el suelo. Los cañones de riel traseros de Colloway derriban los que nos siguen.

No se oyen vítores en el garaje.

Colloway reorienta la lanzadera hacia la solución de fuego de Hárnaso. Hárnaso nos envía una cuenta atrás. Cuando va por el tres, superamos la zona de exterminio. Los escuadrones enemigos chillan detrás de nosotros sin dejar de vomitar fuego de cañón de riel. Nuestros escudos ceden y se caen. Interpongo mi masa delante de Colloway. Cien proyectiles del tamaño de un puño desgarran la nave. Uno me da en el hombro en lugar de en el respaldo de su silla, sobrecarga el escudo y provoca un fallo en la armadura mientras me retuerzo y lo redirijo hacia el techo. Se me entumece la mitad del cuerpo. Las agujas de autorrespuesta del traje me inyectan adrenalina en el torrente sanguíneo. Mi mundo late.

—Y... boom.

A través del colador de agujeros de bala, vislumbro el cielo por la parte trasera de la nave, justo a tiempo para ver los proyectiles de largomalicia que caen formando un arco y detonan liberando nubes de municiones más pequeñas. Los alas ligeras se desintegran.

Ya sin perseguidores, Colloway acelera en línea recta. Hemos salido del Ladón. El cielo se está ennegreciendo por el norte. Débiles rastros de relámpagos serpentean por el firmamento. La hierba verde de las Llanuras de Caduceo se despliega ante nosotros. Es el caos.

A la sombra de las nubes de los hongos, hileras de tanques en llamas y vehículos blindados de transporte de tropas se extienden por el suelo como una cuerda deshilachada. Cientos de miles de hombres corren a pie. Las gravimotos que cargan con cuatro o cinco hombres cada una avanzan a trompicones hacia la base del Tramo Rojo.

—El escudo sigue en pie —murmura Colloway desde su sincronización cuando el cuartel general de campo aparece ante nuestros ojos.

Me cuesta creerlo. Los gigajulios de energía cinética de los haces de partículas tiñen la cúpula de su escudo de un color carmesí sanguinolento. Pero es cierto que el Tramo Rojo no ha caído. Gracias al Valle no estaba conectado con Angelia. Decenas de legiones se refugian enjambradas bajo su protección y forman un atasco de tanques y máquinas de guerra que desborda sus hectáreas de armas, cuarteles y trabajos defensivos.

Mi Segundo Ejército está intacto.

Por encima de la cúpula del escudo tiene lugar una batalla aérea en la que participan miles de efectivos. Los alas ligeras se revuelen entre el vapor de los cumulonimbos que florecen hacia el norte, desde el mar. Más combates aéreos destellan hasta la estratosfera, intentando ganar tiempo para que mis escuadrones intercepten la artillería atómica. Como ya ha ocurrido antes, las rencillas entre los cabezas de aire y los espaldas de polvo se desvanece. Un escudo de sacrificios azules protege a sus hermanos del suelo. Desaparecen por decenas, sin preocuparse por los combatientes enemigos, cazando única y exclusivamente los misiles que caen. En cierto modo, es hermoso. En todos los demás sentidos, es una visión terrible.

Debo hacer que su sacrificio merezca la pena. Es difícil averiguar cómo. Columnas de haces de partículas blancos se proyectan desde la órbita, perforan nubes, vaporizan hombres y metal mientras rastrillan cañones en el suelo. Nos superan en número. No existe una respuesta convencional a las armas orbitales de Atalantia. Pero si el Tramo Rojo pudiera durar...

Al sur del Tramo Rojo, en las montañas que dominan las llanuras del norte, varias baterías tierra-órbita continúan disparando hacia arriba. Colloway nos lleva por un valle de montaña, con destino a uno de las varias decenas de ganchos estelares que esparcí por Helios. De los cinco que hay en nuestra ruta de vuelo, es el único que permanece en el aire, ya que está atracado bajo la inclinada grieta de una montaña que también alberga un garaje de Drachenjäger. Miles de caparazones estelares esperan a sus pilotos en el asfalto del gancho estelar.

—Undécimo gancho estelar, llegada urgente de la Nigromante. Trece elfos, cinco gigantes, diez enanos y un Segador necesitan hierro pesado. Preparad tripulaciones de foso para equipamiento de emergencia.

—Recibido. Plataforma dos despejada. Tripulación de foso en espera.

Llevamos a cabo un aterrizaje de emergencia en la plataforma de suministro flotante. Los tripulantes de foso pululan por su superficie trasladando municiones desde el depósito de suministros de la montaña hacia el gancho estelar. Cargan manadas errantes de infantería aérea en los caparazones estelares y las envían a la batalla. Los estandartes púrpura y plateado de los Caballeros Arcosianos ondean en el aire mientras ellos aterrizan con sus gravibotas en el otro extremos. Hay pocos Arcos verdaderos entre ellos, pero todos provienen de casas clientes leales a las viudas de los hijos de Lorn. Necesitaré a mis mejores hombres conmigo.

Mientras Colloway hace balance de los daños sufridos por la Nigromante, salgo en tropel con los Aulladores. Un jefe de foso nos dirige hacia una fila de caparazones estelares blindados que descansan tumbados de espaldas justo debajo de la puerta vertical del garaje. Dentro de este, los sondeainfiernos de la Decimoquinta Legión, ya provistos de armadura, se sincronizarán con sus Drachenjägers, unas máquinas de cuarenta metros de altura que están hechas para dominar los campos de batalla. Tienen forma de humanos cuadrados cargados con una mochila de púas, aunque no tienen cabeza ni cuello, solo puente de mando achaparrado para el piloto hundido entre los hombros. Tienen seis brazos articulados, múltiples cañones en los codos y enormes cuchillas de iones.

Me aseguro de que el interruptor maestro de la tormenta sigue en el segundo compartimento del muslo derecho de mi armadura de pulsos y me tumbo en uno de los caparazones estelares, un traje mecanizado de cuatro metros de altura capaz de volar y diseñado para convertir a los hombres en tanques móviles. Cuando aúnan esfuerzos con los Drachenjägers dejan a la infantería común casi obsoleta, pero son caros, voluminosos y consumen combustible como locos.

Una tripulación de doce naranjas y rojos se pone a trabajar a mi alrededor para conectar los enlaces de datos del caparazón estelar a mi armadura de pulsos, adjuntar un polvorín doble, calibrar los equipos, cebar la espada de fusión y sellar una batería extra. No necesitan más de diez segundos. Se van y pasan al siguiente. Un elevador hidráulico golpea la parte posterior del caparazón estelar. Me pongo de pie, flanqueado por casi una treintena de Aulladores con armadura. Dos rojos se agarran a la parte delantera del caparazón estelar de cuatro metros para asegurar la cubierta sobre mi cabeza. A través de sus brazos, veo que las aeronaves enemigas trazan una maniobra masiva coordinada para alejarse del Tramo Rojo. Lo llamamos una flor nuclear.

—¡Refuerzos atómicos! —grito, y busco a Rhonna con desesperación.

La veo trasladando a un Aullador herido hacia el área médica del gancho estelar, demasiado lejos para que le dé tiempo a regresar a la Nigromante o a introducirse por debajo de las puertas acorazadas del depósito de suministros, que ya se están cerrando.

Una sirena ulula. Cientos de hombres de foso corren para ponerse a cubierto o salir del gancho estelar expuesto hacia la seguridad de las puertas de garaje de la montaña. Rhonna no lo logrará.

—¡Alexandar!

Ya está en marcha. Balancea los largos brazos de su caparazón estelar mientras se apresura a recogerla y saltar de nuevo hacia nosotros. Colloway sale zumbando en la Nigromante para esconderse detrás de la montaña.

Uno de los rojos que tengo encima me sella la cubierta, pero atrapa el brazo del otro entre los dientes de la selladora. El rojo tira del brazo, incapaz de bajar. Sacude la mano en el interior de la cubierta, no lejos de mi cara. La sangre le chorrea por el antebrazo. Su compañero lo abandona. No puede tener más de veinte años. En el cuello lleva un colgante de hierro en forma de hemanto. Cuando lo miro a los ojos veo que los suyos rezuman miedo. Ha atascado la cubierta. No puedo abrirla. Trato de cubrirlo con mis brazos. Alexandar envuelve su caparazón estelar alrededor de Rhonna como si fuera un capullo. Las enormes puertas acorazadas se cierran detrás de nosotros. Los hombres de foso las golpean desde el exterior. Pobres bastardos.

—Preparaos —grito.

Félix y un explorador obsidiano se arrodillan en su caparazón estelar a mi lado para formar una cuña que proteja a Alexandar y a Rhonna. Se forman montones de cuñas más. Los hombres de foso se apresuran a refugiarse tras ellas. El rojo del exterior de mi cubierta grita. Aunque lo libere, no se le puede ayudar. No lleva armadura de pulsos como Rhonna.

Con mi óptica amplificada miro por encima de su hombro. Un único punto en forma de daga que deja un rastro de vapor mientras cae hacia la base del Tramo Rojo. Dos pilotos de alas ligeras lo persiguen escupiendo fuego. Sobrecargan su escudo, perforan su cubierta. Y luego la artillería orbital los aniquila. La bomba cae sin oposición.

Me conecto con el centro de mando del Tramo Rojo.

Una sala de guerra llena mi campo de visión. Tres decenas de oficiales marcianos, con representación de ocho colores, se alzan como fantasmas a la pálida luz del mapa de la batalla mientras contemplan la caída atómica.

—Un omega-atómico impactará en treinta segundos —digo en voz baja. El rojo de mi cubierta también lo escucha, con la cara apretada contra el cristal a solo dos palmos de distancia de la mía—. Vuestra lucha ha quedado atrás. Recordad ahora a vuestros seres queridos. A vuestra esposa, a vuestro esposo, a vuestro padre, a vuestra madre, a vuestra hija, a vuestro hijo. —Lo miro a los ojos. Se parecen muchísimo a los de mi madre—. Recordad el mar, los bosques de las tierras altas, Agea al amanecer, Olimpia al atardecer, Ática en primavera, Tesalónica en la época de cosecha. —Mientras hablo, cierran los ojos y desenroscan los recipientes de tierra marciana para aferrarla en sus manos. Dorados y rojos, azules y naranjas, grises y obsidianos. Se me rompe el corazón por la mitad—. Recordad vuestro hogar. Recordad Marte. Id allí ahora a descansar bajo la sombra de su...

Desaparecen en un baño de estática.

Calma, como si el cielo inhalara el sonido y el tiempo. Cierro los ojos y sostengo al rojo tan fuerte como me atrevo.

Luz primordial. Intensa, diminuta, como la pupila de un dios, seguida de un segundo destello expansivo tan brillante y vasto que hace que los párpados se me transparenten y me revela hasta el último hueso, articulación y vaso sanguíneo del hombre de foso rojo atrapado en mi cubierta. Veo los huesos radiografiados de otra decena de personas a través de su carne. Un ingeniero aovillado crea una silueta transparente como la imagen de un feto dormido en el útero.

El destello se contrae para revelar una bola de fuego amotinada en el hipocentro de la explosión. El aire, la hierba, la roca, el metal y los hombres se evaporan cuando su materia se calienta hasta alcanzar la temperatura del núcleo de un sol.

Una pared de energía térmica se proyecta hacia fuera. Un fantasma de fuego camina a través de mí. Los ojos del rojo que se parecen a los de mi madre comienzan a burbujear y después se derriten con el resto de su cuerpo. En la estela de calor, una colosal ola de presión se precipita hacia nosotros a la velocidad del sonido. El gancho estelar se balancea hacia atrás, contra la cara de la montaña. Los huesos del rojo estallan en mil pedazos y salen volando por los aires. Su mano seccionada cae dentro de la cubierta. Mis botas chisporrotean sobre la superficie plana cuando la onda expansiva me empuja hacia atrás. Me tambaleo, sostenido por los Aulladores. Los hombres de foso que se habían refugiado detrás de los mecánicos que tenemos delante parecen hojas de otoño cuando sus cuerpos destrozados salen despedidos desde la plataforma flotante hacia las montañas. Otros pierden pie, se estampan contra los caparazones estelares y se convierten en pulpa. Les arranca la ropa. Los azules y los naranjas, que tienen los huesos más débiles, se pulverizan en el acto y se transforman en bolsas de líquido que se mantienen unidas gracias a la carne burbujeante.

Luego los escombros.

Aves de carbón caen del cielo y se hacen pedazos contra el hormigón. Granizan detritos de alas ligeras. Un tanque aplastado pasa dando vueltas de campana, vomitado desde las llanuras, a decenas de kilómetros, para estrellarse contra la cara de una montaña por encima de nuestra base. Un quejido enorme inunda la cordillera cuando cientos de avalanchas caen rodando por los acantilados de granito puro. Juro que incluso veo el planeta ondular. Levanto la mirada, más, y más, a través de la cubierta de mi caparazón estelar; la bola de fuego se articula hacia el cielo, con un vórtice de escombros y humo que se arremolina en torno a un corazón de fuego fundido donde una vez estuvo mi Segundo Ejército.

Un millón de hombres, tanques y armas hechos ceniza.

El abismo hueco de la desesperación me llama. La voz que me encontró en la tumba de la prisión del Chacal. «Segador, Segador, Segador. Mira lo que has hecho. Mira lo que eres. Bajo tu sombra, nada puede sobrevivir».

En algún lugar en las alturas, Atalantia estará sonriendo.

La máquina de Alexandar se acerca a mí. Busco a Rhonna con desesperación. Mi sobrina se pone en pie con dificultad; su armadura de pulsos está frita, pero ella sigue viva. Me invade el alivio.

—¿Órdenes, señor? —pregunta Alexandar.

El hongo se refleja en su cubierta.

¿Órdenes? ¿Qué órdenes pueden darse en esta locura? Nuestras comunicaciones de largo alcance no funcionan. No puedo reajustar el plan. Thraxa no tiene apoyo. A punto de quedarse aislada. Rezaría si supiera que algún dios iba a escucharme. Que el Primer Ejército haya sobrevivido a la explosión. Que el Estrella de la Mañana haya llegado a tiempo para que se refugiaran bajo sus escudos. Que haya vida entre toda esta ceniza. Ningún dios me escucha. Solo hay hombres. Y lo que uno hace, otro puede deshacerlo. Esa es mi única religión. La de la mano y la palanca.

—Medianoche, ¿estás ahí?

—A duras penas. Los pulsos electromagnéticos casi me fríen. La nave se está cayendo a pedazos.

A pesar de la cercanía, apenas lo oigo.

—La tormenta se acerca de verdad. ¿Puedes llegar a Cidón?

—Aunque tenga que batir las alas yo mismo.

—Cuando llegues, dile a Thraxa que se ponga en marcha y se dirija a Tyche. El Segundo no puede reforzarla. El Primero va a ayudarla a retirarse a Tyche.

—¿Adónde vas tú?

—A asegurarme de que Tyche sigue siendo nuestra cuando lleguéis allí.

Guarda silencio durante un momento.

—Feliz viaje, señor. Medianoche fuera.

Sus motores destellan y se aleja dando bandazos. Solo mis caparazones estelares permanecen en la plataforma. Les ordeno que abandonen el inestable gancho estelar y se reúnan al otro lado de las puertas acorazadas del garaje, que se están abriendo.

—Rhonna. —Se da la vuelta para mirarme—. Los sondeainfiernos están dentro. Ve a ver si tienen un aparejo de repuesto. Necesito un dios de metal.

—Sí, señor.

Cinco minutos más tarde, floto sobre los caparazones estelares y los enormes Drachenjägers que hay detrás de ellos. Se prolongan hacia la montaña, una hilera de metal tras otra. La Legión sondeainfiernos, la Decimoquinta Blindada. Todos marcianos, mi primera y mejor legión de Drachenjägers. Cabalgué con ellos para poner fin al asedio de Olimpia y expulsar al Minotauro de la antigua casa de Casio, y luego otra vez en Agea contra Atlas y el Señor de la Ceniza.

—¡Legión sondeainfiernos! Se acerca hierro enemigo. Nuestras comunicaciones están interrumpidas. La tormenta no tardará en acabar con las suyas. El Primer Ejército los atacará en los Niños y luego se retirará a Tyche. La ciudad pronto será sitiada por al menos un grupo completo del ejército.

»La legado Telemanus cree que el Segundo Ejército está avanzando ahora mismo hacia Tyche para aliviar ese asedio y despejarle el camino de retirada. Nosotros somos lo que queda del Segundo Ejército. Si Tyche cae, nuestros hermanos están perdidos. ¿Caerá Tyche? —A modo de respuesta, cinco mil pares de botas de Drachenjäger baten el suelo de la caverna con un boom sísmico—. Atalantia cree que el Segundo Ejército es ceniza. ¿Somos ceniza? —Boom. Boom—. ¿Tenemos miedo? —Boom. Boom. Boom—. ¿Qué somos?

—¡SONDEAINFIERNOS!

—¡Formad columnas!

El aire se deforma con la distorsión térmica de los cinco mil motores drachen que rugen al cobrar vida. Veo que Rhonna se desliza en un aparejo negro en la retaguardia. Los brazos del aparato se mueven cuando los pernos que tachonan su cuerpo se sincronizan con el Drachenjäger. Mis Aulladores se alzan a mi alrededor. Los Caballeros Arcosianos forman columnas en sus caparazones estelares. En la vanguardia, me vuelvo para mirar hacia el mundo que se oscurece.

El hierro enemigo cae a raudales hacia los horizontes occidental y oriental. Poco más que mosquitos tras la sombra de la bomba atómica. Obeliscos de humo radiactivo y escombros se elevan desde las Llanuras de Caduceo. En lo alto de sus tallos, las cabezas bulbosas de las nubes de hongo desaparecen en la cobertura cada vez más espesa de la tormenta. Las nubes negras avanzan. Los relámpagos desgarran el cielo. Atalantia nos ha roto la mandíbula con su primer golpe. Ahora nos toca a nosotros. Levanto mi falce.

—¡Por la República! ¡Por Marte!

—¡Surcaremos el infierno!

Edad oscura

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