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1 DARROW Héroe de la República

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Agotado, camino sobre flores a la cabeza de un ejército. Los pétalos alfombran la última parte del sendero de piedra que se extiende ante mí. Los niños las lanzan desde las ventanas y las hojas giran perezosas desde las torres de acero que se alzan a ambos lados del bulevar Luna. En el cielo, el sol muere su muerte larga, de una semana, y tiñe de tonos sangrientos las nubes hechas jirones y al público allí reunido. Las olas de humanidad rompen contra las barricadas de seguridad, asedian nuestro desfile mientras los guardias de la Ciudad de Hiperión, con sus uniformes grises y sus boinas de color turquesa, vigilan la ruta y devuelven a los juerguistas borrachos hacia la multitud a base de empujones. Tras ellos, las unidades antiterroristas rondan acera arriba y abajo, escaneando iris con sus gafas como de ojos de mosca y con las manos apoyadas en sus armas energéticas.

Recorro a la multitud con la mirada.

Después de diez años de guerra, ya no creo en los momentos de paz.

Es un mar de colores que bordea los doce kilómetros de la Vía Triumphia. Construida hace cientos de años por mi pueblo, los esclavos rojos de los dorados, la Vía Triumphia es la avenida en la que los conquistadores que sometieron la Tierra celebraban sus desfiles a medida que iban reclamando continente tras continente. Una vez, aquellos asesinos altivos, con ojos de oro y amenazas arrogantes, consagraron estas mismas piedras. Ahora, casi un milenio más tarde, mancillamos el blanco mármol sagrado de la Vía Triumphia honrando a liberadores de ojos de azabache y ceniza, óxido y tierra.

Una vez, esto me habría llenado de orgullo. Muchedumbres exultantes celebrando el regreso de las Legiones Libres tras derrotar a otra de las amenazas contra nuestra República casi recién nacida. Pero hoy veo holocarteles de mi cabeza tocada con una corona ensangrentada, oigo los vítores del Vox Populi mientras ondean blasones engalanados con su pirámide invertida, y no siento nada salvo el peso de una guerra interminable y un ansia desesperada de volver a abrazar a mi familia. Hace un año que no veo a mi esposa y a mi hijo. Tras la larga travesía de regreso desde Mercurio, lo único que quiero es estar con ellos, desplomarme sobre una cama y dormir sin soñar durante un mes.

La última fase de mi viaje de regreso a casa se despliega ante mí. Cuando la Vía Triumphia se ensancha y desemboca en las escaleras que suben hasta el Nuevo Foro, me enfrento a una última cumbre.

Rostros ebrios de alegría y nuevos licores comerciales me miran boquiabiertos cuando llego a los escalones. Manos pegajosas de dulces se agitan en el aire. Y lenguas, sueltas a cuenta de esos mismos licores comerciales y delicias, vociferan, gritan mi nombre o lo calumnian. No el nombre que me puso mi madre, sino el nombre que han forjado mis hazañas. El nombre que los Marcados como Únicos ahora susurran como una maldición.

«Segador, Segador, Segador», gritan, pero no al unísono, sino frenéticos. Es un clamor sofocante, que aprieta con una mano de mil millones de dedos: siento a mi alrededor la opresión de todas las esperanzas, todos los sueños, todo el dolor. Pero tan cerca del final, sigo poniendo un pie detrás de otro. Comienzo a subir las escaleras.

Clac.

Mis botas de metal se clavan en la piedra con el peso de la pérdida: Eo, Ragnar, Fitchner y todos los demás que han luchado y caído a mi lado mientras, por algún motivo, yo he conservado la vida.

Soy alto y corpulento. Más fornido a los treinta y tres años de lo que lo era de joven. Mi complexión y mis movimientos son más fuertes y brutales. Nací rojo, me hicieron dorado. He conservado lo que Mickey el tallista me dio. Estos ojos y este pelo dorados me parecen más míos que los de aquel muchacho que vivía en las minas de Lico. Aquel chico creció, amó y excavó la tierra, pero perdió tanto que a menudo da la sensación de que le ocurrió a otra persona.

Clac. Otro paso.

A veces me da miedo que esta guerra esté matando a ese chico que llevo dentro. Anhelo recordarlo, recordar su corazón puro, limpio. Olvidar esta ciudad lunar, esta Guerra Solar, y regresar al vientre del planeta que me dio a luz antes de que el muchacho de mi interior muera para siempre. Antes de que mi hijo pierda la oportunidad de llegar a conocerlo. Pero, al parecer, los mundos tienen sus propios planes.

Clac.

Siento el peso del caos que he desencadenado: hambrunas y genocidio en Marte, piratería obsidiana en el Cinturón, terrorismo, enfermedades y trastornos relacionados con la radiación en los escalafones más bajo de la Luna y los doscientos millones de vidas perdidas en mi guerra.

Me obligo a sonreír. Hoy es el cuarto Día de la Liberación. Tras dos años de asedio, Mercurio se ha sumado a los mundos libres de la Luna, la Tierra y Marte. Los bares están abiertos. Ciudadanos exhaustos de guerra merodean por las calles buscando un motivo de celebración. Los fuegos artificiales estallan y resplandecen en el cielo, los lanzan tanto desde las azoteas de los rascacielos como desde las de los bloques de apartamentos.

Con nuestra victoria en el planeta más cercano al sol, hemos forzado al Señor de la Ceniza a retroceder hasta su último bastión, Venus, el planeta fortaleza, donde su flota maltrecha defiende sus valiosos muelles y a los partidarios del régimen que quedan. Yo he vuelto a casa para convencer al Senado de que requisen naves y hombres de la República, esquilmada por la guerra, para realizar una última campaña. Una última ofensiva contra Venus para poner fin a esta maldita guerra. Para que pueda soltar la espada e irme a casa con mi familia de una vez por todas.

Clac.

Me tomo un momento para mirar mi espalda. Al pie de la escalera aguarda mi Séptima Legión, o lo que queda de ella. Veintiocho mil hombres y mujeres donde una vez hubo cincuenta. Descansan en un orden relajado en torno a la estrella de marfil con catorce puntas y un pegaso al galope en el centro que sujeta en alto la famosa Thraxa au Telemanus. El Martillo. Tras perder el brazo izquierdo bajo el filo de Atalantia au Grimmus, hizo que se lo reemplazaran con el prototipo de una extremidad de metal de Industrias Sol. Su salvaje melena dorada aletea a su espalda, adornada con las plumas blancas que le han regalado sus admiradores obsidianos.

Es una mujer robusta, de unos treinta y cinco años, con los muslos tan gruesos como barriles de agua y una cara hosca, pecosa. Sonríe por encima de los hombros de los obsidianos y dorados que la rodean. Los pilotos azules, rojos y naranjas saludan a la multitud. Los rojos, grises y marrones de la infantería ríen cuando rosas y rojos jóvenes y guapos se cuelan por debajo de las barreras y corren a colgarles collares de flores en torno al cuello, a soltarles botellas de licor en las manos y besos en la boca. Son la única legión completa del desfile de hoy. El resto permanece en Mercurio con Orión y Hárnaso, combatiendo contra las legiones del Señor de la Ceniza que se quedaron allí varadas cuando su flota se retiró.

Clac.

—Recuerda que no eres más que un mortal —me dice al oído la voz aburrida de Sevro cuando Wulfgar, con su pelo blanco, y los Guardianes de la República bajan para recibirnos a medio camino de las escaleras de subida al Foro. Sevro me olisquea el cuello y emite un gruñido de asco—. Por Júpiter. Apestas. ¿Te has untado en pis para la ocasión?

—Es colonia —respondo—. Mustang me la compró para el último Solsticio.

Se queda callado un instante.

—¿Está hecha de pis?

Lo miro con el ceño fruncido y arrugo la nariz ante el intenso tufo a alcohol de su aliento. Observo la capa de lobo harapienta que lleva sobre la armadura ceremonial. Asegura que no la ha lavado desde el Instituto.

—¿Y tú pretendes darme lecciones sobre malos olores? Cállate de una vez y compórtate como un emperador —le espeto con una amplia sonrisa.

Con un bufido, retrocede hasta donde se encuentra la legendaria obsidiana Sefi Volarus, sumida en su habitual silencio. Sevro finge encontrarse a gusto, pero, al lado de la gigantesca mujer, recuerda un poco a ese perro de las alcantarillas que un padre alcohólico podría tener el desacierto de llevarse a casa para que juegue con los niños: limpio y sin pulgas, pero aun así con esa mirada de enajenación en los ojos. Esquelético, con los labios finos y una nariz retorcida como los dedos de un viejo navajero. Contempla a la multitud con aversión resignada.

Tras él avanza a grandes zancadas la manada de Aulladores mugrientos que se llevó a Mercurio con nosotros. Mis guardaespaldas, ahora borrachos como galanes en las Laureales de Lico. Stalwart Holiday, la mujer de nariz chata, camina en el centro del grupo haciendo cuanto puede por mantenerlos a raya.

Antes eran más. Muchos más.

Sonrió mientras Wulfgar baja las escaleras a mi encuentro. Es uno de los hijos favoritos del Amanecer, un obsidiano como la raíz de un árbol, nudoso y estrecho. Toda su armadura es de color azul pálido. Tiene poco más de cuarenta años. Su rostro es tan anguloso como el de un ave rapaz, y lleva la barba trenzada como la de su héroe, Ragnar.

Wulfgar fue uno de los obsidianos que luchó junto a Ragnar en las murallas de Agea, y también estaba con los Hijos de Ares que me liberaron del Chacal en Ática. Ahora es el archiguardián de la República y me sonríe desde el escalón superior. Los ojos negros se le arrugan en la comisura.

Hail libertas —saludo también sonriendo.

Hail libertas —repite él.

—Wulfgar. Qué casualidad encontrarte aquí. Te has perdido la Lluvia —le digo.

—Bueno, es que no esperaste a que volviera, ¿eh? —Chasquea la lengua—. Mis hijos me preguntarán que dónde estaba cuando la Lluvia cayó sobre Mercurio, y ¿sabes qué tendré que contestarles? —Se inclina hacia mí con aire conspiratorio—. Estaba plantando un pino, limpiándome el culo cuando me enteré de que Barca había tomado el monte Caloris.

Suelta una carcajada.

—Te dije que no te marcharas —interviene Sevro—. Te advertí que te perderías toda la diversión. Deberías haber visto la ruta de los cenizos. Rastros de pis hasta llegar a Venus. Te habría encan­tado.

Sevro le dedica una enorme sonrisa al obsidiano. Fue él quien le puso un filo en la mano a Wulfgar en el lodo fluvial de Agea. Ahora Wulfgar ya tiene su propio filo, con una empuñadura hecha del colmillo de un dragón de hielo del Polo Sur terrestre.

—Si el Senado no me hubiera convocado, mi hoja habría cantado ese día —dice.

Sevro hace una mueca desdén.

—Claro. Volviste a casa corriendo como un buen perrito.

—¿Un perro? Soy un servidor del Pueblo, amigo mío. Como todos nosotros.

Me lanza una mirada levemente acusatoria y comprendo el verdadero significado de sus palabras. Wulfgar es un auténtico creyente, como todos los guardianes. No en mí, sino en la República, en los principios que esta representa, y en las órdenes que da el Senado. Dos días antes de la Lluvia de Hierro sobre Mercurio, el Senado, encabezado por mi viejo amigo Dancer, votó en contra de mi propuesta. Me dijeron que mantuviera el asedio. Que no desperdiciara hombres, recursos, en un ataque.

Desobedecí y dejé que la Lluvia cayera.

Ahora un millón de mis hombres yacen en las arenas de Mercurio y nosotros tenemos nuestro Día de la Liberación.

Si Wulfgar hubiera estado conmigo en Mercurio, no se habría sumado a nuestra Lluvia en contra de la autorización del Senado. De hecho, podría haber intentado detenerme. Es uno de los pocos hombres con vida que podría haberlo conseguido. Al menos durante un tiempo.

Saluda a Sefi con un gesto de la cabeza.

Njar ga hae, svester.

Una traducción aproximada del nagal sería «Respeto para ti, hermana».

Niar ga hir, druder —contesta ella.

No se han perdido el cariño. Tienen prioridades diferentes.

—Vuestras armas.

Wulfgar señala mi filo.

Sefi y yo entregamos nuestras armas a sus guardianes. Mascullando casi para sí, Sevro hace lo propio con la suya.

—¿Te has olvidado de tu mondadientes? —pregunta Wulfgar con la mirada clavada en la bota izquierda de Sevro.

—Yeti traidor —farfulla él, y se saca de la bota una hoja bestial tan larga como el cuerpo de un bebé.

El guardián que la recoge parece aterrorizado.

—Que la suerte de Odín te acompañe con las togas, Darrow —me dice Wulfgar cuando se aparta para que podamos retomar el ascenso—. La necesitarás.

Al final de las escaleras del Nuevo Foro, se disponen en formación los ciento cuarenta senadores de la República. Diez por cada color, todos envueltos en togas blancas que ondean mecidas por la brisa. Me observan desde lo alto como una hilera de palomas altivas sobre un cable. Rojos y dorados, enemigos mortales en el Senado, cierran sendos extremos de la fila, como si fueran sujetalibros. Dancer no está. Pero yo solo tengo ojos para la solitaria ave de presa que se alza en el centro de todas esas palomitas estúpidas, vanidosas y hambrientas de poder.

Lleva el pelo dorado bien recogido a la altura de la nuca. Su túnica es solo blanca, sin la cinta del color correspondiente que lucen los demás. Y en la mano lleva el Cetro del Amanecer: ahora un bastón de oro de múltiples tonos, de medio metro de largo, con la pirámide de la Sociedad refundida en el interior de la estrella de catorce puntas de la República en la punta. Su rostro es elegante y distante. Una nariz pequeña, ojos penetrantes detrás de unas pestañas gruesas y una sonrisa de gato travieso dibujándose en su boca. La soberana de nuestra República. Aquí, en la cúspide de las escaleras, sus ojos me libran del peso que cargaba sobre los hombros, del temor de no volver a verla que me atenazaba el corazón. A lo largo de la guerra, del espacio y de este maldito desfile, he viajado para volver a encontrarla, a mi vida, mi amor, mi hogar.

Hinco la rodilla y levanto la mirada hacia los ojos de la madre de mi hijo.

—Saludos, esposa —digo con una sonrisa.

—Saludos, marido. Bienvenido a casa.

Oro y ceniza

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