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3 DARROW La fantasía

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La cena se sirve poco después de que Daxo y Mustang vuelvan de Hiperión con mi hermano Kieran y mi sobrina, Rhonna. Nos sentamos a una larga mesa de madera cubierta de velas y de sustanciosos platos típicos de Marte, especiados con curry y cardamomo. Sevro, con el enjambre de sus hijas alrededor, les hace muecas mientras comen. Pero cuando un estallido sónico retumba en el aire, se pone en pie de inmediato, mira al cielo y entra corriendo en la casa al tiempo que ordena a sus retoños que no se muevan de donde están. Vuelve nada más y nada menos que media hora más tarde, agarrado del brazo de su esposa, con el pelo alborotado, con dos botones menos en la chaqueta y presionándose el labio partido y ensangrentado con una servilleta blanca. Mi vieja amiga Victra, impoluta con una chaqueta verde de cuello alto tachonada de joyas, me lanza una sonrisa diabólica desde el otro lado del patio. Está embarazada de siete meses de su cuarta hija.

—Vaya, pero si es el mismísimo Segador en carne correosa y hueso. Mis disculpas, buen hombre. He llegado muy tarde.

Salva la distancia que nos separa con tres zancadas de sus largas piernas.

La saludo con un abrazo. Me pellizca el culo con tanta fuerza que me hace dar un respingo. Le da un beso a Mustang en la cabeza y se aposenta en una silla que domina la mesa.

—Hola, tristona —le dice a Electra. Mira al pequeño Pax y a Baldur, que llevan todo este rato sentados en el extremo opuesto de la mesa con aire conspiratorio. Los dos muchachos se ruborizan enseguida—. ¿Qué tal si uno de estos dos muchachos tan apuestos le sirve un zumo a la tita Victra? Ha tenido un día infernal. —Los chicos forcejean entre ellos por ser el primero en coger la jarra. Baldur sale vencedor y, orgulloso como un pavo real, el silencioso obsidiano le sirve a Victra un vaso enorme—. El maldito sindicato de los mecánicos está otra vez en huelga. Tengo muelles llenos de cargamentos a punto para el traslado, pero un portavoz de Vox Populi arengó a esos cabroncetes y le han quitado el acoplamiento de energía a más de la mitad de las naves de mis cargueros de comida de la Luna y los han escondido.

—¿Qué quieren? —pregunta Mustang.

—¿Aparte de que la luna se muera de hambre? Salarios más altos, mejores condiciones de vida... Las mismas tonterías de siempre. Dicen que vivir en la Luna es demasiado caro para sus sueldos. Bueno, ¡pues en la Tierra sobra sitio!

—Qué ingratos son esos sucios campesinos —dice mi madre.

—Capto tu sarcasmo, Deanna, y voy a optar por ignorarlo en honor a nuestros héroes recién llegados. Ya habrá tiempo para debatir a medida que avance la semana. De todas formas, soy casi una santa. Mi madre habría enviado a los grises a partirles la crisma por desagradecidos. Gracias a Júpiter que los hombres de hojalata todavía atacan a cualquier Vox que ven.

—Tienen derecho a negociar como colectivo —dice Mustang, que estira una mano para limpiarle un poco de hummus de la cara a la más pequeña de las hijas de Sevro, Diana—. Está escrito negro sobre blanco en el Nuevo Pacto.

—Sí, claro. Los sindicatos son la base del trabajo justo —masculla Victra—. Es lo único en que Quicksilver y yo estamos de acuerdo.

Mustang sonríe.

—Mejor. Vuelves a ser un modelo de la República.

—Dancer acaba de marcharse, no lo has visto por los pelos —dice Sevro.

—Ya me parecía a mí que apestaba a superioridad moral. —Victra va a beber un sorbo de su zumo y da un respingo de sorpresa. Baldur sigue de pie a su lado, sonriendo con demasiado fervor—. Ah, pero si todavía estás aquí. Largo, criatura.

Victra se besa los dedos y después se los pone a Baldur sobre la mejilla para empujarlo lejos de ella. El muchacho regresa como flotando junto a mi celoso hijo.

Más tarde, cuando los niños se van al viñedo a jugar, nos retiramos de nuevo a la gruta. Mi familia, tanto la de sangre como la elegida, me rodea. Por primera vez desde hace más de un año, siento que me invade la paz. Mi esposa me pone los pies en el regazo y me pide que se los masajee.

—Creo que Pax está enamorado de ti, Victra —ríe Mustang mientras Daxo le sirve una copa de vino.

La botella parece diminuta entre las manos de Daxo. Es todavía más alto que yo, así que tiene dificultades para permanecer sentado en su silla y, sin querer, no para de darme patadas en las espinillas por debajo de la mesa. Kieran y su esposa, Dio, se agarran de la mano en un banco junto al fuego. Recuerdo que, cuando yo era más joven, pensaba que Dio se parecía muchísimo a Eo. Pero ahora, a medida que va pasando el tiempo, la sombra del rostro de mi esposa se difumina y solo veo a la mujer que es el centro de la existencia de mi hermano. De pronto, Dio se precipita hacia delante para escapar de la lluvia de ascuas que Níobe provoca al lanzar otro tronco a las llamas. Thraxa se sienta en una esquina y enciende un cisco a hurtadillas.

—Bueno, Pax no podría tener mejor ídolo que su madrina —comenta Victra sin apartar la vista de su marido, que se está hurgando los dientes con una astilla de madera que ha arrancado de la mesa de exterior. Le da un golpe con el pie—. Eso es grotesco. Para.

—Lo siento.

—Sí, pero no paras.

—Es una ternilla, mi amor. —Se vuelve como si fuera a tirar la astilla, pero sigue hurgándose—. Ya está —dice con voz triste, y en lugar de deshacerse de la ternilla rescatada, la mastica y se la traga—. Ternera.

—¿Ternera? —Mustang se da la vuelta para mirar la mesa—. Hemos comido pollo y cordero.

Sevro frunce el ceño.

—Qué raro. Kieran, ¿cuándo comimos ternera por última vez?

—En la cena de los Aulladores, hace tres días.

Todo el mundo arruga la nariz en torno a la mesa. Sevro suelta una risita casi para sí.

—Entonces estaba bien curada.

Daxo niega con la cabeza y continúa dibujándole ángeles a Diana, que está sentada en su regazo admirando la obra del hombre. No es ningún tonto con el filo, pero es con el lápiz con lo que hace su verdadero arte. Victra mira a Mustang con impotencia por encima del vaso de zumo, desesperada con su marido.

—Prueba, cariño, de que el amor es ciego.

—Mickey puede arreglarle esa cara si estás cansada de mirársela —digo.

—Pues buena suerte, porque para eso tendrías que sacar a ese elfo decadente de su laboratorio —comenta Daxo. El hombre calvo observa el tridente de crueles púas que Diana ha añadido al ángel que le ha dibujado—. Por no hablar de sus admiradores. El septiembre pasado se trajo a la Ópera a toda una colección de criaturas. Fue casi como si un cuadro de El Bosco hubiera cobrado vida. Una de ellos hasta era actriz. ¿Te lo imaginas? —le pregunta a Mustang—. Tu padre se habría mordido la mejilla hasta agujereársela si hubiera visto a colores inferiores sentados en el Elorian.

—No es el único —dice Victra—. Hoy en día hay demasiado dinero nuevo. Los amigos de Quicksilver.

Se estremece.

—Bueno, el dinero no compra la cultura, ¿verdad? —replica Daxo.

—En absoluto, buen hombre. En absoluto.

A medida que se acerca la noche, los dedos naranjas del ocaso lento se abren paso trenzándose entre los árboles. Me libero de la tensión de los hombros y me sumerjo más profundamente en mi copa mientras escucho a mis amigos charlar y bromear, rodeados de luciérnagas azules que titilan y acuchillan el crepúsculo de finales de verano con una luz violenta. Los árboles susurran más allá de la terraza; desde los jardines nos llegan los gritos de los niños y sus juegos nocturnos. Los abrasadores mares de arena de Mercurio me parecen muy distantes en estos momentos. Los hedores de la guerra están tan alejados de mi mente que no son más que volutas de sueños medio olvidados.

Así es como debería ser la vida.

Esta paz. Estas carcajadas.

Pero incluso en este instante noto que se me escapa entre los dedos como aquellas arenas remotas. Siento a los Guardias del León de la Casa de Augusto en la oscuridad del bosque, vigilando el cielo, las sombras, ayudándonos a permanecer dentro de la fantasía durante un instante más. Mustang me mira a los ojos y señala la puerta con un gesto de la cabeza.

Me obligo a separarme de mis amigos mientras los Telemanus realizan una interpretación conmovedora, ebria, de la canción de su familia, El zorro de Summerfall. Sigo a Mustang varios minutos después de que ella haya desaparecido en el interior de la casa principal. Los pasillos de la mansión son aún más viejos que los de la Ciudadela de la Luz. La historia es la argamasa de este lugar. Las paredes y las estanterías están decoradas con reliquias de otros tiempos. Octavia llamaba hogar a este sitio cuando era niña. Su esencia permanece en las vigas, en el desván y en los jardines, igual que la de sus ancestros y la de su hijo. Es donde Lisandro habría jugado mucho antes de que su camino se cruzara con el mío. Siento la huella que los Lune han dejado en la casa. Al principio me parecía extraño vivir en la casa de mi mayor enemiga, pero, de toda la humanidad, ¿quién conocía mejor que Octavia las responsabilidades con las que cargamos Mustang y yo? En la vida, la detestaba. En la muerte, la comprendo.

Percibo antes la fragancia que la imagen de mi esposa. En nuestra habitación hace calor y la puerta se cierra detrás de mí, titubeante, contra un pestillo de metal oxidado. Hay una botella de vino abierta sobre la mesa de al lado de la chimenea, en cuyas ménsulas de piedra se han tallado las águilas y las lunas crecientes de la Casa de Lune. Las zapatillas de Mustang están tiradas en el suelo. El anillo de su padre y mi anillo de la Casa de Marte descansan en la mesa junto a su terminal de datos, que no para de destellar con nuevos mensajes.

Ella se ha hecho un ovillo en un sillón de nuestra veranda, como una bobina de hilo dorado, y está leyendo el desgastado libro de poesía de Shelley que Roque le regaló hace años, durante su verano de ópera y arte en Agea, después del Instituto. No levanta la vista cuando me acerco. Me quedo de pie detrás de ella, pensándome mejor lo de hablar, y le paso una mano por el pelo. Le presiono los músculos del cuello y la espalda con los pulgares. Sus hombros orgullosos ceden a mis dedos y Mustang le da la vuelta al libro sobre su regazo. Compartir una vida une más que la carne y la sangre juntas. Entreteje sus recuerdos con, entre y a través de los míos.

Cuanto más la conozco, cuanto más comparto de ella, más la amo de una manera en que el niño que fui no sabía amar ni por asomo. Eo era una llama que bailaba agitada por el viento. Intenté agarrarla. Intenté sujetarla. Pero ella nunca estuvo hecha para que la contuvieran.

Mi esposa no es tan voluble como una llama. Es un océano. Supe desde el principio que no puedo ser su dueño, que no puedo domesticarla, pero yo soy la única tormenta que sacude sus profundidades y agita sus mareas. Y eso es más que suficiente.

Acerco los labios a su cuello y saboreo el alcohol y la madera de sándalo de su perfume. Respiro despacio y con tranquilidad, siento la ligereza del amor y la contracción silenciosa del mar de espacio que nos separaba. Parece imposible que alguna vez hayamos estado tan lejos. Que alguna vez haya existido un tiempo en el que ella era y yo no estaba con ella. Todo lo que es, todo olor, sabor, tacto, me hace saber que estoy en casa. Levanta el brazo y oculta los dedos esbeltos entre mi pelo.

—Te echaba de menos —digo.

—Claro que me has echado de menos —dice con una sonrisa pícara. Hago ademán de sentarme junto a ella, pero chasquea la lengua—. Todavía no has acabado. Sigue masajeando, emperador. Te lo ordena tu soberana.

—Creo que se te ha subido el poder a la cabeza. —Levanta la mirada hacia mí—. Sí, señora —digo, y continúo masajeándole el cuello.

—Estoy borracha —murmura—. Ya noto la resaca.

—A Thraxa se le da bien hacer sentir a la gente que seguirle el ritmo es una obligación moral.

—Qué te apuestas a que mañana tenemos que raspar a Sevro del suelo del patio.

—Pobre Trasgo. Todo alma, nada de masa muscular.

Se echa a reír.

—A Victra y a él los he puesto en el ala oeste para que podamos dormir algo. La última vez, me desperté a media noche pensando que un coyote se había quedado atrapado en el reciclador de aire. Te juro que, al paso que van, dentro de unos cuantos años serán capaces de poblar Plutón ellos solos.

Le da unas palmaditas al cojín que tiene al lado. Me siento junto a ella y la rodeo con los brazos. La brisa del lago susurra entre los árboles. En el silencio que compartimos, siento los latidos de su corazón y me pregunto qué verán sus ojos cuando mira hacia el cielo naranja por encima de las copas de los árboles.

—Dancer ha estado aquí —digo.

Emite un pequeño gruñido a modo de respuesta, para hacerme saber que le molesta que le recuerde el mundo que hay más allá de nuestro balcón.

—No está muy contento contigo.

—La mitad del Senado tenía cara de querer envenenarme el vino.

—Te lo advertí. La Luna ha cambiado desde que te fuiste. Ya no podemos seguir ignorando a los Vox Populi.

—Me he dado cuenta.

—Sin embargo, cuando aprobaron un acuerdo, les escupiste en la cara.

—Y ahora ellos me escupirán a mí.

—Parece que esa es la cama que te has hecho.

—¿Tienen votos suficientes para bloquear mi petición?

—Puede.

—¿Aunque tú hagas presión?

—Quieres decir «aunque yo te resuelva el problema».

No era una pregunta.

—Tomé la decisión correcta —digo—. Sé que es así. Y tú también lo sabes. Ellos no saben cómo es la guerra. Tenían miedo de que los hicieran responsables del fracaso. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Cepillarme el pelo mientras ellos protegían su reputación?

—Tal vez deberías aprender de ellos.

—No voy a elaborar una encuesta en mitad de una guerra. Podrías haberlos vetado.

—Podría. Pero entonces asegurarían que estaba protegiendo a mi marido y el Vox ganaría todavía más apoyos.

—¿Los bronces y los obsidianos todavía están en juego?

—No. Caraval dice que los cobres te respaldarán. Los obsidianos harán lo que haga Sefi. ¿Qué elegirá ella? Tú lo sabrás mejor que yo.

—No lo sé —reconozco—. Estaba en contra de la Lluvia, pero vino conmigo.

Mustang guarda silencio.

—Crees que nos he disparado en un pie, ¿verdad?

—¿Dancer tiene algo más que pueda utilizar en tu contra?

—No —contestó.

Sé que no me cree. Y ella sabe que yo lo sé, pero no puede hacer más preguntas. A pesar de que quiero contarle lo de los emisarios, si lo hiciera la incriminaría también a ella. Sevro y yo acordamos que se trataba de un secreto que debe permanecer entre los Aulladores. Mustang estaría obligada por juramento a revelárselo al Senado. Y se esforzó mucho por honrar sus nuevos juramentos.

—Dancer no es el único que está enfadado conmigo —digo—. Pax apenas me ha mirado durante la cena.

—Ya lo he visto.

—No sé qué hacer.

—Yo creo que sí. —Se queda callada—. Nos estamos perdiendo todo esto —dice al final—. La vida. Recordaré para siempre la cena de esta noche. Las luciérnagas. Los niños en el patio. El olor a lluvia cercana. —Me mira—. Verte reír. No debería tener que recordarla. Debería ser una de miles.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que cuando mi mandato termine dentro de dos años, puede que no vuelva a presentarme. Tal vez deje que la antorcha pase a manos de otra persona. Y tú le pasas las riendas a Orión o Hárnaso. Puede que lo que queda no sea responsabilidad nuestra. —Una sonrisa minúscula, esperanzada, le curva los labios—. Volveremos a Marte y viviremos en mi finca. Criaremos a nuestros hijos con los de tus hermanos y dedicaremos nuestra vida a cuidar de nuestra familia, de nuestro planeta. Y tendremos cenas como esta todas las noches. Los amigos podrían entrar y salir de nuestra casa a su antojo. La puerta siempre estaría abierta...

Y un ejército tendría que protegerla de continuo.

Sus palabras se desvanecen en la noche, entre los brazos de los árboles bamboleantes, junto con la corriente del viento; se elevan hacia el cielo, adonde parece que van a parar todas las fantasías. Pero permanezco sentado a su lado, frío como una piedra, porque sé que no se cree nada de lo que dice. Hemos invertido demasiado tiempo en este juego para dejarlo. La agarro de la mano. Y mientras mi mujer guarda silencio y la fantasía se disipa, nuestro viejo amigo, el miedo, se encarama al balcón junto a nosotros, porque en el fondo, en los abismos más oscuros de nuestro ser, sabemos que Lorn tenía razón. A los que cenan con la guerra y el imperio, siempre les llega la cuenta al final.

Y casi como si el mundo estuviera escuchando mis pensamientos, alguien golpea la puerta con los nudillos. Mustang va a ver quién es, y cuando vuelve su expresión es la de la soberana, no la de mi esposa.

—Era Daxo. Dancer ha convocado al Senado a una sesión de emergencia. Han adelantado tu comparecencia a mañana por la noche.

—¿Y eso qué significa?

—Nada bueno.

Oro y ceniza

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