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LA CAÍDA DE MERCURIO

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LA FURIA

Espera a que el cielo caiga, callada, inmóvil sobre una isla de roca volcánica en medio de un mar negro. La larga noche sin luna bosteza ante ella. Los únicos ruidos, el batir del estandarte de guerra que su amante sujeta con una mano y el de las olas cálidas que le lamen las botas de acero. Tiene el corazón apesadumbrado. Y el alma furiosa. A su espalda descuellan los Marcados como Únicos. Las gotas de sal rocían los blasones de sus familias: centauros esmeralda, águilas que gritan, esfinges doradas y la calavera coronada de la lúgubre casa de su padre. Su mirada de ojos dorados se alza hacia los cielos. A la espera. El agua avanza. Retrocede. El pulso de su silencio.

LA CIUDAD

Tyche, la joya de Mercurio, se encoge asustada entre las montañas y el sol. Sus célebres chapiteles de cristal y piedra caliza están oscuros. El puente de los Ancestros está desierto. Aquí, cuando era joven, Lorn au Arcos lloró cuando vio el planeta mensajero al anochecer por primera vez. Ahora la basura recorre sus calles, impulsada por un salobre viento estival. Ya no se oyen los gritos de los pescaderos en el muelle. Ya no se oye el golpeteo de los pies de los transeúntes sobre los adoquines, ni el estruendo de los transportes aéreos, ni las carcajadas de los niños de colores inferiores que saltan desde los puentes hasta las olas en los abrasadores días de verano en los que los vientos del mar Trasmio no se mueven. La ciudad guarda silencio, sus habitantes adinerados ya se han marchado a refugios en montañas desiertas o a búnkeres del gobierno, sus soldados están apostados en las azoteas observando el cielo, sus pobres han puesto rumbo al desierto o a las islas Ismere en barcos cargados hasta los topes.

Pero la ciudad no está vacía.

Los sistemas de transporte público que circulan bajo las olas van atestados de multitudes apiñadas. Y en la ventana del piso superior de un complejo de apartamentos situado en los horribles arrabales de la ciudad, lejos del agua, donde almacenan a los pobres, una niñita con ojos de naranja empaña el cristal con su aliento. El cielo nocturno destella. Se ilumina y resplandece con chorros de luz como los fuegos artificiales que su hermano compra a veces en la tienda de la esquina. Le han dicho que ahí arriba se está disputando una batalla entre grandes flotas. Ella nunca ha visto un crucero estelar. Su madre está enferma, postrada en la cama del dormitorio, incapacitada para viajar. Su padre, que construye piezas para motores, está sentado a la pequeña mesa de plástico del comedor con sus hijos varones, sabedor de que no puede protegerlos. La holopantalla los baña en una luz pálida. Los programas de noticias gubernamentales les dicen que busquen refugio. La niña lleva en el bolsillo un trozo de papel doblado que encontró en una alcantarilla. En el papel hay una pequeña espada curvada. Ella ya la había visto antes en el cubo. Sus profesores de la escuela del gobierno dicen que esa espada es la portadora del caos. De la guerra. Que ha prendido fuego a las esferas. Pero ahora, en secreto, ella dibuja la hoja en el vaho que su respiración ha formado en la ventana, y se siente valiente.

Entonces comienzan a caer las bombas.

LAS BOMBAS

Proceden de bombarderos de órbita alta y clase Thor pilotados por los campesinos de la Tierra y los mineros de Marte que conforman el Duodécimo Escuadrón del Sol. Los han cubierto de palabrotas, oraciones, dragones tribales y guadañas curvadas pintadas con aerosoles. Bajan en picado entre las nubes y caen sobre el mar a mayor velocidad que su propio sonido. Los colores libres fabrican sus chips de teledirección en Fobos. Los emprendedores del Cinturón extraen y funden su acero. Sus motores de propulsión por iones llevan el sello del talón alado de una empresa que produce equipos electrónicos de consumo, artículos de tocador y armas. Bajan cada vez más para avanzar sin proyectar ninguna sombra sobre el desierto, y luego sobre el mar, cargando con el peso del imperio más reciente bajo el sol.

La primera bomba destruye el Palacio de Justicia de la isla Vespasiana de Tyche. Después se adentra cien metros en la tierra antes de detonar junto a un búnker enterrado a esa altura y de acabar con todos sus ocupantes. La segunda aterriza en el mar, a quince kilómetros de una flota de refugiados, y allí hunde un buque de guerra de la Sociedad que se ocultaba bajo las olas. La tercera vuela sobre una cordillera montañosa al norte de Tyche cuando recibe el impacto de una ráfaga de cañón de riel disparada desde una instalación de defensa por un adolescente gris con cicatrices de acné y el colgante de una novia en torno al cuello. Se desvía de su trayectoria y chisporrotea por el cielo antes de caer al suelo.

Detona a las afueras de la ciudad, lejos del agua, donde convierte en polvo cuatro bloques de apartamentos.

EL SEGADOR

En silencio, permanece encerrado entre metal asesino, en el vientre de un crucero estelar llamado Estrella de la Mañana. El miedo lo devora como ya lo ha hecho tantas veces. Los únicos ruidos son el zumbido de la unidad de filtración de aire de su armadura y el parloteo radiofónico de hombres y mujeres distantes. A su alrededor yacen sus amigos, envueltos también en metal. A la espera. Ojos de rojos, de dorados, de grises, de obsidianos. Llevan cabezas de lobo grabadas en las hombreras de la armadura. Tatuajes en el cuello y los brazos. Salvajes destructores de imperios procedentes de Marte, de la Luna, de la Tierra. Más allá vuelan naves con nombres como Espíritu de Lico, Esperanza de Tinos y Eco de Ragnar. Están pintadas de blanco y las gobierna una mujer con la piel oscura como el ónice. La soberana del León dijo que el blanco era por la primavera. Por un comienzo nuevo. Pero las naves están manchadas. Sucias de hollín, de heridas remendadas y de paneles desparejados. Acabaron con la Armada de la Espada y el mártir Fabii. Conquistaron el corazón del imperio dorado. Batallaron hasta obligar al Señor de la Ceniza a retirarse al Núcleo y han mantenido a raya a los dragones del Confín.

¿Cómo iban a permanecer limpias?

Solo en su armadura, esperando a caer desde el cielo, recuerda a la chica que lo inició todo. Recuerda cómo le caía el pelo rojo sobre los ojos. Cómo le bailaba la boca con la risa. Cómo respiraba cuando se tumbaba sobre él, tan cálida y tan frágil en un mundo a todas luces demasiado frío. Lleva muerta más tiempo del que estuvo viva. Y ahora que su sueño se ha propagado, se plantea si ella lo reconocería. Y también se plantea si él reconocería el eco de su propia vida si estuviera a punto de morir hoy mismo. ¿En qué tipo de hombre se transformaría su hijo en este mundo que él ha creado? Piensa en la cara de su hijo y en lo poco que tardará en convertirse en un hombre. Y piensa en su esposa dorada. En cómo lo miró desde la plataforma de aterrizaje, preguntándose si su marido volvería a casa en algún momento.

Quiere que esto termine, más que nada en el mundo.

Entonces la máquina lo engancha.

Nota el tirón en el cuerpo. El retumbar de su corazón. Las risotadas desquiciadas del Trasgo y los aullidos de sus amigos mientras tratan de olvidarse de sus hijos, de sus amores, y ser valientes. Una náusea le sube desde las tripas cuando los raíles magnéticos se cargan a su espalda. Con un estremecimiento de metal, lo propulsan a través del tubo de lanzamiento, a seis veces la velocidad del sonido, hasta el silencio del espacio.

Los hombres lo llaman padre, liberador, caudillo, rey de los esclavos, Segador. Pero él se siente como un niño mientras cae hacia un planeta desgarrado por la guerra, con su armadura roja, su vasto ejército, su corazón apesadumbrado.

Es el décimo año de la guerra y el trigésimo tercero de su vida.

Oro y ceniza

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