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5 LIRIA Campo 121
ОглавлениеLlego a la cabaña de mi familia siguiendo las chapas y tablones de madera que hacen las veces de camino sobre el barro. Me cuelo bajo la mosquitera justo cuando un trueno parte en dos el cielo sobre nuestras cabezas. La lluvia cae con fuerza, martillea los finos tejados de plástico de toda la calle angosta. Dentro de la cabaña seca, me recibe el aroma intenso de un estofado. Dejo la cesta junto a la puerta. Nuestra casa mide cinco por siete metros, está hecha de neoplast estampado con la estrella de la República y un minúsculo talón alado donde el plástico se topa con el suelo. Unas mamparas de plástico opaco que caen desde el techo la dividen en dos habitaciones pequeñas. La cocina y sala de estar en la parte delantera; las literas en la de atrás. Mi hermana Ava está acuclillada junto a una cocinilla solar removiendo una olla. Se vuelve para mirarme mientras jadeo.
—O tú eres cada vez más rápida o las nubes cada vez más lentas.
—Un poco de cada, diría yo. —Me froto el costado para calmar el dolor y me siento a la pequeña mesa de plástico—. ¿Tiran todavía está quemando?
—Eso es.
—Pobrecito, se va a empapar. Maldita sea, aquí huele muy bien.
Inhalo el aroma del estofado. Ava esboza una sonrisa resplandeciente.
—Es que ha caído un poquito de ajo en la olla.
—¿Ajo? ¿Y cómo se les ha escapado a los lambda? ¿Ya no acaparan los cargamentos nuevos?
—No. —Vuelve a remover la olla—. Me lo ha dado uno de los soldados.
—¿Dado? ¿Porque tiene un corazón puro y bondadoso?
—Y no es lo único. —Se levanta la falda para presumir de dos brillantes zapatos azules. No los zuecos que envía el gobierno. Auténticos zapatos de cuero y goma de calidad.
—Maldita sea. ¿Qué le has dado tú a cambio? —pregunto asustada.
—¡Nada!
Ava frunce la nariz ante la acusación.
—Los hombres no hacen regalos a cambio de nada.
—Estoy casada.
Se cruza de brazos.
—Lo siento. Se me había olvidado —digo con mordacidad.
Su marido, Varon, es el mejor hombre que he conocido, pero está desaparecido. Se alistó como voluntario junto con nuestros dos hermanos mayores, Aengus y Dagan, en las Legiones Libres justo después de que llegáramos al campamento. La última vez que supimos de ellos fue a través de un panel intercomunicador de la Legión en Fobos. Los tres se apiñaron para entrar en la pantalla. Nos dijeron que iban a embarcarse con la flota Blanca hacia Mercurio. Parece que fue ayer cuando seguía a Aengus por los conductos de ventilación de Lagalos en busca de hongos para llenar su alambique.
—¿Dónde están los niños? —pregunto.
—Liam está en la enfermería.
—¿Otra vez?
Una punzada de pena me atraviesa de arriba abajo.
—Otra infección de oído —contesta—. ¿Podrías ir a hacerle una visita mañana por la mañana? Ya sabes cuánto...
—Claro —la interrumpo. Liam, su segundo hijo más pequeño, acaba de cumplir los seis y es ciego de nacimiento. Siempre ha sido mi favorito. Es un encanto—. Le llevaré los caramelos que quedan si las otras ratas no los devoran antes.
—Lo malcrías.
—A algunos niños hay que malcriarlos.
Encuentro a mi sobrina, Ella, tapada en su carrito junto a la mesa. Está jugando con un pequeño móvil suspendido sobre ella, hecho con uno de los juguetes rotos de su hermano.
—¿Cómo está mi pequeña flor de hemanto esta terrorífica tarde de tormenta? —digo dándole unos toquecitos en la nariz. Se ríe y me agarra el dedo; después intenta comérselo—. Vaya boca tiene esta niña.
—Le daré de comer después de cenar. ¿Te importa echarle un vistazo al pañal de papá?
Mi padre está sentado en su sillón, viendo la HP que le robé a un lambda demasiado borracho para vigilar su tienda de campaña. Tiene los ojos nacarados y distantes, un reflejo de la niebla del canal sin emisión que se retuerce en la pantalla.
—Deja que te eche una mano, papá —digo.
Cambio de canal hasta que aparece una imagen de una gravimoto circulando a toda velocidad por encima de un desierto de Mercurio. Unos hombres malos persiguen al rebelde héroe azul, que se parece no poco a Colloway xe Char.
—¿Te parece bien esto? —pregunto.
Un trueno estalla en el exterior.
No me contesta. Ni siquiera me mira, así que me trago el resentimiento y trato de recordarlo como el hombre que solía llevarnos a las minas profundas. Encendía la hoguera de gas con las manos ásperas y susurraba historias de fantasmas sobre Goldback el Trepador Oscuro o el Viejo Shufflefoot con su voz bronca. Las llamas del fuego cortaban el aire y él soltaba una carcajada hilarante al ver nuestras caras aterrorizadas.
No reconozco a este hombre... a esta criatura que lleva puesta la piel de mi padre. Solo come, caga y se sienta a ver la HP. Aun así, aparto la rabia de mí, sintiéndome un poco culpable por ella, y lo beso en la frente. Le remeto la manta un poco bajo la barba y doy gracias al Valle por que no haya manchado el pañal.
Oigo el estrépito de la puerta cuando los hijos pequeños de mi hermana entran en la casa, empapados de barro y lluvia. Después llega el hermano que nos queda, Tiran, oliendo al humo de las pilas de quemar. Es el más alto de la familia, pero está aterradoramente delgado. La mayoría de las noches parece un junco doblado, inclinado sobre los libritos que escribe para los niños. Los llena de historias de castillos, valles y caballeros voladores. Nos salpica con el pelo mojado e intenta darle un abrazo a Ava. Mi hermana presume de sus zapatos ante sus hijos celosos con falsa modestia. Mientras pongo los platos sobre la mesa, discuten con cuál de los colores azules más brillantes de las lenguas deberían describirse.
—¡Cerúleo! —deciden—. Como los tatuajes de Colloway xe Char.
—Colloway xe Char, Colloway xe Char —se burla Tiran.
—Warlock es el mejor piloto de los mundos —protesta Conn indignado.
Tiran se mofa.
—Me quedaría sin dudarlo con el Segador en un caparazón estelar contra Char en un alas ligeras.
Conn se pone las manos en las caderas.
—Tú eres tonto. Warlock lo haría saltar por los aires en pedazos ensangrentados.
—Bueno, son amigos, así que ninguno hará que el otro salte por los aires de ningún modo —interviene mi hermana—. Están demasiado ocupados protegiendo a vuestro padre y vuestros tíos, ¿no os parece?
—¿Crees que papá los habrá conocido? —pregunta Conn—. A Char y al Segador.
—¿Y a Ares? —añade Barlow—. O a Wulfgar el Diente Blanco. —Entrechoca las manos con fuerza como si fuera un obsidiano amenazante—. ¡O a Dancer de Faran! O a Thraxa au...
—Sí, seguro que son muy buenos amigos. Y ahora a comer.
Cenamos apiñados en torno a la mesa de plástico mientras la lluvia aporrea el tejado. Apenas hay espacio para los cuencos y los codos, pero formamos círculos concéntricos alrededor de la sopa rala y charlamos sobre los méritos de los caparazones estelares frente a los alas rápidas en la atmósfera. Mi hermana sonríe cuando los niños dicen que hoy la sopa sabe mejor.
Después de cenar nos sentamos con papá para ver uno de sus programas. Parto la mitad de una chocolatina Cosmos en siete trozos para compartirla. Me guardo en el bolsillo mi trozo para dárselo a Liam y sonrío cuando veo que Tiran le da su parte a Ava. No es de extrañar que esté tan delgado. El programa es un noticiero. El presentador es un violeta que me recuerda un poco a los heliones, un pájaro tropical que vive de nuestra basura. Tiene una increíble mata de pelo blanco y una mandíbula con la que se podría tallar granito, pero unas manos delicadas en extremo para ser un hombre.
Ese hombre tan importante está informando sobre el Triunfo del Segador en la Ciudad de Hiperión. Todos mis sobrinos se propinan codazos mientras el hombre teoriza que la siguiente ofensiva será contra Venus para acabar con el Señor de la Ceniza y su hija, la Última Furia, de una vez por todas. Mi hermana lo escucha en silencio, acariciando sus zapatos nuevos. Hasta el momento, nuestros hermanos y su marido no han sido mencionados en la lista de víctimas que va apareciendo en la parte baja de la holopantalla.
Tiran se inclina hacia el mundo lejano. Siempre ha sido el más blando de nuestra familia y el más ansioso por demostrar su valía. Dentro de poco le llegará el turno. Cumple dieciséis de aquí a unos cuantos meses. Entonces dejará atrás todo este fango para marcharse a las estrellas. No puedo menos que estar ya molesta con él. Ninguno de ellos debería haber abandonado a su familia.
Los niños no perciben la desesperación silenciosa de mi hermana. Las imágenes de la HP bailan en los ojos rojos de los niños. El color. El espectáculo del Triunfo en la Luna. La gloria del más grande de los hijos del rojo junto a su esposa dorada —la soberana que tanto nos prometió—, que alza el puño apretado al aire mientras ambos aúllan. Mis sobrinos creen que ellos podrían ascender como el Segador. Son demasiado pequeños para ver que nuestra vida es la mentira que se oculta tras los focos.
—¡Segador! ¡Segador! —grita la multitud.
Los niños se suman a los vítores. Yo agarro a mi hermana de la mano mientras fulmino la HP con la mirada, recuerdo las promesas incumplidas y me pregunto si soy la única que echa de menos las minas.
Un rugido distante me despierta por la noche. La habitación está en silencio. El sudor me resbala por las piernas. Me incorporo en la cama y presto atención. Se oye un clamor a lo lejos. El ronquido de motores distantes. Los mosquitos zumban al otro lado de la mosquitera que rodea nuestras literas.
—Tía Liria —susurra Conn a mi lado—, ¿qué es ese ruido?
—Calla, cielo.
Aguzo el oído. Los motores se atenúan. Saco las piernas por un lado de mi litera. La respiración pausada de mi padre me llega desde abajo. Todavía está dormido. La cama de mi hermana está vacía. Al igual que el jergón sobre el que Tiran duerme en el suelo.
Salgo de mi cama y de la mosquitera con unos pantalones cortos y una camiseta de algodón empapada a cuenta de la humedad.
—¿Adónde vas? —pregunta Conn—. Tía Liria...
Sello la mosquitera a mi espalda con la cinta adhesiva.
—Solo voy a echar un vistazo, cariño —contesto—. Vuelve a dormirte.
Me pongo las sandalias y salgo de la habitación. Mi hermana ya está despierta, de pie cerca de la puerta y mirando a Tiran con nerviosismo mientras este se pone las botas.
—¿Qué pasa? —pregunto en voz baja—. Me ha parecido oír un barco.
—Seguro que no es más que algún cabeza de chorlito de la RS que ha pasado rozando el campamento —dice Tiran.
—Y una mierda —le espeto—. Hace un mes que un barco de suministros no aterriza.
—Baja la voz —sisea—. Van a oírte los pequeños.
—Bueno, si no te estuvieras poniendo tan idiota, no tendría que chillar.
—Parad ya los dos. —Ava parece inquieta—. ¿Y si es la Mano Roja?
Tiran se aparta el pelo enmarañado de los ojos.
—No te lleves las manos a la escafandra antes de tiempo. La Mano está centenares de kilómetros al sur. La República no permitiría que nadie penetrara en nuestro espacio aéreo.
—Como si eso significara algo —mascullo.
—Son los dueños del cielo —replica como si fuera un pretoriano.
—Ni siquiera son los dueños de sus propias ciudades —digo acordándome de los bombardeos de Agea.
Tiran suspira.
—Iré a echar un vistazo. Vosotras dos cuidad de la casa.
—¿Que cuidemos de la casa? —Me echo a reír—. Deja de decir tonterías. Yo voy contigo.
—No, claro que no —replica Tiran.
—Soy tan rápida como tú.
—Eso no tiene nada que ver, maldita sea. Soy el hombre de la casa —dice, y yo suelto un bufido—. ¿Te acuerdas de lo que le pasó a Vanna, la hija de Torron? Las chicas no deberían merodear por el sector de noche. Y menos las nuestras. —Se refiere a las gamma, y tiene razón. Conocía a Vanna desde que yo era pequeña. Cuando la encontraron era carne hecha jirones, le habían cortado las manos. La enterramos junto al borde de la selva que hay al sur del campamento—. Además, si me equivoco, tendrás que estar aquí para ayudar a Ava y a los pequeños. Iré a echar un vistazo y volveré enseguida. Lo prometo.
Se marcha sin decir nada más. Ava cierra la puerta tras él, se retuerce las manos y se sienta a la mesa de la cocina. Me siento a su lado y me pongo a hurgar en los rasguños del hule enfadada. «El hombre de la casa».
—Al cuerno con todo. —Me pongo de pie—. Voy a ir a echar un vistazo.
—¡Tiran ya se ha ido!
—Por favor. Si apenas le han bajado los testículos. Volveré en un momento.
Me dirijo hacia la puerta.
—Liria...
—¿Qué?
Coge la única sartén que tenemos en la cocina.
—Al menos llévate esto.
—¿Por si encuentro unos huevos? Vale, vale. —Agarro la sartén—. A lo mejor podrías tener preparadas agua y comida por si acaso.
Asiente y la dejo atrás.
La noche es tan lúgubre y húmeda como el aire en la boca de un fumador. Para cuando salgo del sector de los gamma y me adentro en el campamento principal, una lengua de sudor me lame la parte baja de la espalda. Reina el silencio, salvo por el zumbido de los insectos. Un mustio lagarto del Gabón me contempla desde el tejado de una casa de refugiados mientras mastica una polilla nocturna. Las luces del extremo opuesto del campamento, donde se encuentran las plataformas de aterrizaje, resplandecen. A mi paso, los ojos atisban desde detrás de las mosquiteras de las puertas de plástico. Las calles están vacías. Siento un miedo que jamás llegué a sentir en las minas. Ya no me considero tan valiente como en nuestra cabaña.
Oigo una discusión de voces masculinas más adelante. Avanzo con cautela, agachada, hasta acuclillarme detrás de un montón de contenedores de carga desechados. Dos embarcaciones pelícano de transporte han aterrizado sobre las plataformas de hormigón. Una de ellas lleva pintada la cara de una ágil modelo rosa que bebe de una botella de Ambrosia, una bebida de pimentón y cola que le ha provocado caries a medio campamento. Me sonríe y me guiña un ojo, con una boca llena de dientes blancos y relucientes. Las luces de los barcos brillan en la hora anterior al amanecer y dibujan la silueta del grupo de hombres de nuestro campamento que se han despertado y han ido a inspeccionar las naves aterrizadas. Mi hermano está entre ellos, deambulando en la parte de atrás, como avergonzado. De repente me siento culpable por haberme burlado cuando ha dicho que es «el hombre de la casa». No es más que un niño. Mi niño, mi hermano pequeño intentando ser mayor. Los hombres del clan están dialogando con otro grupo de hombres que han bajado por las rampas de los barcos. Estos últimos también son rojos, pero llevan armas y largas cartucheras cargadas de munición colgadas en bandolera sobre el pecho desnudo.
Los hombres nuevos están preguntando dónde pueden encontrar a los gamma. Se produce una discusión entre los miembros de nuestro campamento, y de pronto uno de ellos está señalando hacia nuestro sector. Otro hombre le da un empujón, pero enseguida varios más comienzan a indicar no solo nuestras casas, sino también a Tiran y a otros cuantos gammas más del grupo. El resto de los hombres se aleja de mi hermano y de los otros tres gammas. El más bajo de los del barco dice algo, pero no alcanzo a oírlo. Uno de los gamma se abalanza sobre él justo cuando el tipo levanta un objeto largo y oscuro que llevaba a un costado. Una luz de color verde ácido se remueve en la esfera de munición de su rifle de plasma y después sale proyectada por la boca del arma como una bola ondulante que acuchilla la oscuridad. Atraviesa al hombre por la mitad, limpiamente. El gamma cae al suelo balanceándose como uno de los borrachos del sector. Me quedo paralizada. Mi hermano emprende la huida con el otro par de gammas. Uno de los forasteros levanta el rifle.
El metal chasca como una máquina de hilar rota.
El pecho de mi hermano estalla. Los demás hombres armados hacen añicos la noche tranquila con el fuego que destella y sangra desde sus armas. Tiran convulsiona, se sacude. No cae deprisa, sino que se tambalea un paso, dos pasos, y entonces otro disparo rompe el aire y él empieza a desplomarse. Le falta la mitad de la cabeza. Un gemido estruendoso me brota de las entrañas. El mundo entero pasa ante mis ojos a toda velocidad y se sume en el silencio mientras contemplo ese montículo oscuro sobre el barro.
Tiran...
El primero que le disparó se acerca al cuerpo de mi hermano y examina el cadáver con el arma de plasma. Después levanta la vista hacia mí, y el verde ácido del fuego ilumina un rostro como el de un demonio. No es un hombre. Es una mujer roja con la mitad de la cara cubierta por unas cicatrices terribles.
—¡Justicia contra los gamma! —Su voz está sincronizada con los altavoces de los dos barcos que hay a su espalda y resuena en la noche—. ¡Muerte a los colaboradores! ¡Justicia contra los gamma!