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11 DARROW Servidor del Pueblo

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La sala estalla en un caos de puños al aire y togas ondeantes. Solo los obsidianos permanecen inmóviles. Sefi observa la reacción con una expresión neutra, tan inescrutable como siempre. Mustang se vuelve hacia mí.

—¿Es eso cierto?

—Él no buscaba la paz —contesto con frialdad.

Sevro se mece adelante y atrás en su asiento en un esfuerzo por evitar estrangular a Julia au Belona en medio del Foro.

—Pero ¿envió emisarios?

—Envió provocadores. A ella y a Asmodeo. Fue una treta que no consideré digna del tiempo de este cuerpo.

Mustang no da crédito a lo que oye.

—Darrow...

—¿Asmodeo estuvo en tu barco y no nos informaste de ello? —pregunta Dancer incrédulo. Alguien me ha traicionado. Alguno de los Aulladores. ¿Cómo si no podría haberse enterado?—. Y ahora nos dirás que el Caballero del miedo estuvo en persona en tu comedor.

Clavo la mirada en Dancer.

—El Señor de la Ceniza quemó Rea. Quemó Nueva Tebas. Quemaría toda ciudad que quedara en pie con tal de recuperar la Luna. Quiere el hogar que le hemos arrebatado.

Dancer niega con la cabeza.

—No tenías derecho.

Caraval y los cobres que me vitoreaban nos observan con incertidumbre. Mustang no se ha movido de su trono, y tampoco es que pueda hacerlo. Diga lo que diga, sus palabras se desestimarán como las de una mujer que defiende a su marido, y además podrían inculparla. Si creen que lo sabía, la acusarán de prevaricación, o quizá de algo peor. Y esa es, precisamente, la razón por la que se lo oculté.

Mi estrella está en declive. Si Virginia se aferra a ella, también la arrastrará. Es mejor que guardes silencio, amor mío. Que no te apees del juego a largo plazo. Sé que es preferible no oponer resistencia. Una senadora roja se levanta de golpe de su asiento y cruza la sala corriendo. Durante un instante, creo que quiere hablar en mi defensa. Después me escupe a los pies.

—Dorado —me espeta.

Wulfgar se adelanta para disuadir a todo el que tuviera intención de saltarse también el protocolo.

Durante años, he esperado que llegara este momento, pero la República iba fortaleciéndose y no llegaba. Y supongo que me autoengañé hasta creer que no llegaría jamás. Pero ahora que está aquí, ahora que siento el creciente odio ciego y veo las inclementes lentes de las cámaras en el palco de espectadores, sé que las palabras se perderán en ellas. Los nobles presentadores de noticias diseccionarán con mojigatería hasta la última decisión, el último secreto, el último pecado, y lo retransmitirán a lo largo y ancho de los mundos fingiendo que es su deber, pero deleitándose en el derramamiento de sangre moral, masticando mis huesos, partiéndolos para alcanzar el tuétano de las cuotas de pantalla y alimentando su carroñero apetito de chismes.

No estoy sorprendido, pero sí desolado. No quiero ser el villano. Wulfgar me mira con cara de pena, como si deseara poder apartarme de esta humillación pública. Sevro se levanta de su asiento en un arrebato de rabia.

—¡Puta rata traidora! —le grita a Dancer.

—¿Cómo vamos a confiarte nuestros ejércitos —estalla Dancer— si desobedeces al Senado, si mientes al Pueblo? —No me da tiempo a responder—. Hermanos míos, en nuestra República no hay lugar para caudillos o tiranos. Ellos son la muerte de la democracia. Nuestros setecientos años de esclavitud son testimonio de ello. Pero la tiranía no apareció de pronto, fue gestándose poco a poco, mientras los líderes de la Tierra lo presenciaban sin hacer nada. Debemos elegir. ¿Es la voz o la espada lo que gobierna nuestra República?

Se sienta, ha concluido su tarea. En medio de un clamor de aprobación que se expande más allá de sus seguidores habituales, Dancer de Faran, la mano que me sacó de la tumba para convertirme en un arma, me entierra bajo mis propios planes. Y al otro lado de la habitación, como un olivo noble y antiguo al que ni llama ni hacha pueden derribar, Julia au Belona me contempla con odio en los ojos persistentes. Despacio, como si una promesa largamente olvidada se estuviera cumpliendo al fin, empieza a sonreír.

Publio cu Caraval se pone en pie en medio del caos. Mustang solo consigue hacer que los senadores guarden el silencio necesario para que el cobre hable estampando su cetro contra el suelo. Si alguien fuera capaz de encontrar algo que decir en mi defensa, ese sería él.

—No comparto todas las convicciones del senador rojo. No puede haber paz mientras no haya justicia. Pero en una cuestión, me temo que da en el clavo. Te has excedido, archiemperador. Has olvidado que juraste servir al Pueblo. —Se encara a los senadores mientras reúne el valor y la firmeza que precisa para superar la traición—. Propongo un voto para destituir a Darrow de Lico del alto mando y para ponerlo bajo arresto domiciliario pendiente de juicio por actos de traición contra la República. —Sus palabras son recibidas con aplausos. Se vuelve para mirarme con gesto dramático—. Y propongo un cese temporal de las hostilidades con los dorados del Núcleo para que podemos decidirnos entre la guerra y la paz.

Qué cabrón fariseo.

Mustang no puede hacer mucho. Siguiendo sus instrucciones, los guardias de la República acuden a escoltar a todos los que no somos senadores hacia el exterior de la sala. Permito que Wulfgar me guíe. Por encima de las cabezas de sus hombres, veo a mi esposa mirándome desde su trono, con miedo en los ojos porque ve la furia de los míos.

Fuera del edificio, el mundo permanece en silencio y ajeno a mi humillación. El resplandor cálido de las farolas azules ilumina a los guardias de la República mientras recogemos nuestras armas. Los burócratas de menor rango serpentean de un lado a otro de la plaza ocupándose de los asuntos de un gobierno que es responsable de diez mil millones de vidas. El ocaso ya ha acabado y el cielo está negro. Las hojas otoñales ruedan por la superficie de mármol blanco.

—Darrow, no debes abandonar la ciudad —me dice Wulfgar—. ¿Me has oído? —Vuelve a ponerme la mano en el hombro—. Darrow...

—¿Estoy arrestado? —le pregunto.

—Todavía no...

—Apártate —le ordena Sevro, que tensa los dedos en torno al filo que lleva a un lado.

Wulfgar baja la mirada hacia Sevro, que apenas le llega a la altura del esternón, y da un paso atrás como muestra de respeto. Bajo las escaleras que me alejan del Foro en dirección a las plataformas de aterrizaje de la Ciudadela Norte. Sevro me da alcance. Me detengo y me vuelvo para mirar hacia el Foro cuando una ovación estruendosa se filtra a través de la puerta abierta.

—Algún mierdecilla se lo ha contado —dice Sevro—. Debería cortarle las pelotas a Caraval. ¿Traición? No pueden arrestarte de verdad, ¿no?

—Puede que no me envíen a la Fondoprisión, pero me encerrarán mientras piensen que no me necesitan. El tiempo suficiente para que el Señor de la Ceniza dé su siguiente paso.

Sevro resopla.

—La Séptima Legión tendrá algo que decir al respecto. ¿Quieres que llame a Orión? ¿A los Telemanus? Kavax ya debería estar de regreso de Marte...

Vuelvo a mirar el Foro. Dentro, Mustang estará intentando reparar el daño causado. Pero tras perder a los cobres, no contará con los votos suficientes para protegerme. Ya no puedo hacer nada más aquí. Este no es mi mundo. Antes lo sabía, y Dancer se ha limitado a recordármelo. Él dice que solo conozco la guerra. Y tiene razón. En lo más profundo de mi corazón, conozco a mi enemigo. Conozco su coraje. Conozco su crueldad. Y sé que esta guerra no terminará con políticos intercambiando sonrisas desde lados opuestos de una mesa.

Solo terminará como empezó: con sangre.

—No, Sevro. Llama a los Aulladores.

Oro y ceniza

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