Читать книгу Oro y ceniza - Pierce Brown - Страница 21
12 LIRIA Falces
ОглавлениеHuyo del tiroteo que ha matado a mi hermano.
Mi hermano pequeño, al que he ayudado a criar, por quien hacía una muesca en el marco de la puerta cada vez que daba un estirón. Solía bromear diciéndole que era una mala hierba tan alta que algún día rozaría el cielo con la cabeza. Y ahora lo dejo en el barro.
Cada latido de mi corazón es un mazazo. Derramo lágrimas tan gruesas que apenas veo nada. Me arden las pantorrillas, cubiertas de lodo. Las casas de plástico destellan a mi paso. Ahora hay más ruidos. Más disparos y el gorjeo de las armas de energía. También han llegado por tierra. Oigo el rechinar de los vehículos oruga. Se ha iniciado un fuego cerca de la valla meridional. Veo transportes terrestres de cuatro ruedas en esa zona, y hombres con focos y antorchas. Llevan pistolas y falces.
Nuestra calle aún está tranquila cuando llego a casa. Como si negara lo que nos trae la noche. Irrumpo a través de la puerta principal. Mi hermana todavía está sentada a la mesa, luciendo sus zapatos nuevos.
—¿Qué ha pasado? ¿Eso eran disparos?
—Es la Mano Roja —digo justo cuando la sirena del monzón comienza a ulular desde el sistema de antenas que hay detrás de nuestra casa. No crearon una sirena para la Mano Roja.
—No... —susurra—. ¿Dónde está Tiran?
—Está... —Se me cierra la garganta—. No está.
—¿Cómo que no está? —Ladea la cabeza como si no entendiera el concepto—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Le han pegado un tiro.
—¿Qué?
Noto que tiemblo. Que pierdo el control de mi cuerpo.
—Le han pegado un tiro. —Estoy sollozando. Me palpita el pecho. Siento los brazos de mi hermana a mi alrededor. Estrechándome—. Está muerto. Tiran está muerto.
No solo muerto. Mutilado.
—Ve a por papá —me dice mi hermana mayor, pálida como un fantasma. Me agarra la cabeza—. Liria, ve a levantar a papá. Tenemos que irnos.
—¿Irnos adónde?
—No lo sé. Pero no podemos quedarnos aquí. —Asiento, todavía aturdida. Ava me zarandea—. Liria, ¡ahora!
¿Cómo puede estar tan serena? Ella no ha tenido que ver la cabeza de Tiran desgajarse en fragmentos. Me empuja hacia la habitación de las literas.
Me encuentro a mi padre despierto y mirándome, como si ya lo supiera. ¿Ha oído lo de Tiran?
—¿Sabes qué está ocurriendo? —le pregunto. Apenas asiente—. Necesito que me ayudes con los brazos.
Tiran es el que suele levantarlo de la cama y sentarlo en la silla de ruedas. Yo no tengo tanta fuerza.
Deslizo las manos bajo las axilas de mi padre.
—Una... dos... tres...
Por primera vez desde que enterraron a mi madre en los túneles profundos, mi padre dice algo.
—No.
Es más un gemido que una palabra, pero es inconfundible. Tiene los ojos abiertos como platos y resueltos. Niega con la cabeza y lo repite:
—No.
Baja la mirada hacia su cuerpo y después la desvía hacia su silla. Tiene razón. Es imposible que escapemos a la Mano Roja cargando con él a nuestras espaldas. O empujando la silla por el barro. No sin Tiran.
Me observa con sus ojos lechosos. Ahora me ve. Eso es lo que me rompe el corazón. Podría haberme visto antes. Podría haberme mirado en lugar de desperdiciar su vida ante la HP. ¿Por qué ahora? ¿Por qué cuando nos quedan tan pocos segundos? Lo abrazo. Le beso en la frente y alargo el momento mientras inhalo el almizcle de su piel y de su pelo graso, mientras recuerdo lo que era.
Con un tirón, lo levanto de la cama hacia su silla. Me hundo bajo su peso y estoy a punto de caerme al suelo. Se me bloquean los músculos de la parte baja de la espalda, pero consigo retorcer el cuerpo y alzarlo hasta la silla. Aterriza con brusquedad sobre una cadera. Más gemidos.
—Espera, papá. Tenemos que despedirnos.
Lo empujo hasta la sala delantera, donde mi hermana y sus hijos se están preparando para marcharse.
Al otro lado del umbral, mi hermana ha reunido a sus pequeños.
—Necesito que os agarréis de la mano —les está diciendo—. Y no os soltéis pase lo que pase. Es muy importante. Permaneced unidos. —Me mira—. Liria... Liam sigue en la enfermería.
—Mierda.
¿Cómo he podido olvidarme de él? Conn comienza a llorar.
—No pasa nada, cielo. Tranquilo —le dice Ava.
Ella guarda silencio, sujeta al pecho de mi hermana envuelta en sábanas. Mi hermana no logrará llegar al centro del campamento y volver, no con sus hijos.
—Yo iré a buscar a Liam —digo—. Vosotros id hacia la selva. Nos reuniremos allí.
—¿Hacia la selva? —me pregunta—. Allí no nos encontrarás jamás. La torre de vigilancia del este...
—Allí hay camiones —informo—. El norte parecía tranquilo.
—Entonces nos vemos allí, en el norte. Después iremos todos juntos a las barcas de pesca. Podemos bajar por el río.
Una explosión lejana sacude la casa.
—¿Y qué hay de papá? —me pregunta.
Él está sentado en su silla, mirándonos con expresión impasible.
Hago un único gesto de negación.
—Podemos llevarlo a cuestas... —propone mi hermana.
Pero las dos sabemos que no es posible. No recorreríamos ni veinte metros cargando con él y con los niños. Miro a mis aterrorizados sobrinos y después a mi hermana.
—Niños —digo con voz hueca—, venid a darle un beso al abuelo para desearle suerte.
Ava lo comprende. Su serenidad se resquebraja. En sus lágrimas veo a la niñita asustada que lloraba en su cama cuando nuestra madre murió. A la que tenía que cantarle hasta que se durmiera a pesar de que ella era mayor.
—No quiero dejar al abuelo —solloza Conn.
—Yo lo llevaré —digo—. Es solo que vosotros tenéis que adelantaros. Ahora, dadle un beso.
Los niños me creen y corren a besar a mi padre en la mejilla. Se le llenan los ojos de lágrimas cuando mis sobrinos se acercan. Ava se agacha y lo besa en la frente. Se queda ahí un momento, temblando, antes de apartarse con torpeza. Conn se aferra a su abuelo, no lo suelta hasta que su madre lo aparta con violencia y los guía hacia la puerta.
—La torre de vigilancia del norte —me dice—. No tardes.
—No tardaré.
—Liria.
—¿Sí?
—Tráeme a mi niño.
Nos agarramos de la mano, una vida llena de trajes de novia, nacimientos y amor reducida ahora a un solo segundo de miedo. Y entonces nuestras manos se separan y la puerta se cierra y la pesadilla del exterior engulle a Ava. A través de una grieta en el plástico, la veo correr, aferrando a Ella contra su pecho y arrastrando a sus dos niños hacia la oscuridad. Me quedo atrás con mi padre, en la cabaña, escuchando cómo se acaba el mundo al otro lado de las finas paredes. Una parte de mí piensa que si nos quedamos aquí, la tormenta pasará junto a nosotros sin tocarnos. De algún modo, el plástico mantendrá fuera a la Mano Roja y a sus pistolas y falces. Quiero decirle a mi padre que todo irá bien. Que lo veré pronto. Está más presente de lo que lo ha estado en todo un año, me mira, es consciente de que es la última vez que me verá. Me agacho para ponerme a su altura y le sujeto la cara entre las manos. Este es el hombre que me arropaba por las noches. Que me sentaba en su regazo durante las Laureales y me contaba historias de glorias mineras, víboras y peleas. Era tan enorme como el propio cielo. Pero ahora, es un hombre roto que mira impotente mientras el mundo devora a sus hijos.
—Te veré en el Valle —le susurro con la frente pegada a la de él—. Te quiero, te quiero, te quiero.
Después me obligo a apartarme de él. En tres pasos he salido por la puerta.
Dejarlo atrás es como arrancarme un miembro del cuerpo.
Las lágrimas me escuecen en los ojos, pero una claridad fría me posee. Tengo que recoger a Liam. Mi hermana ya se ha marchado. El campamento ha cedido a la locura. Los gamma escapan de sus casas. Llamas en la distancia. Dos naves rugen por encima de mi cabeza en el cielo negro. El traqueteo de las armas automáticas y el ocasional gemido de un arma de energía. Los gritos me llegan desde todas partes, se arremolinan y se enjambran a mi alrededor. Corro en diagonal entre las casas, me abro camino serpenteando por el sector gamma hasta la enfermería central. Me choco de plano con un hombre y caigo al barro de espaldas a consecuencia del codazo que me asesta en la cara. Él apenas se inmuta. Da unos pasos tambaleantes hacia atrás, cargado con un niño pequeño, y después sigue corriendo hacia delante. Lo conozco. Es Elrow, uno de los locutores jefe de mi padre de hace años. Ni siquiera baja la mirada hacia mí.
Me vuelvo a poner de pie con dificultad y me encuentro la enfermería con la puerta cerrada a cal y canto. Un edificio de plástico blanco acabado en punta y con los bordes manchados de barro. Esperando bajo la lluvia como una muchacha con un vestido blanco. Aporreo la puerta.
—¡Dejadme entrar! Soy Liria. ¡Dejadme entrar!
Pateo la puerta dos veces antes de que descorran el cerrojo desde dentro y la abran. Son tres hombres y una mujer vestidos con su uniforme sanitario amarillo y cargados con pesado instrumental médico que pretendían clavarme en el cráneo. Levanto las manos.
—¡Liria! —grita Janis, una médica amarilla y jefa de la enfermería—. Dejadla pasar.
—Janis, ¿dónde está Liam?
—En la parte de atrás.
Janis me guía entre hileras de catres ocupados por niños aterrorizados y pacientes endebles hasta que llegamos al de mi sobrino, al fondo. Está sentado en la cama rodeándose las piernas con las manos, ciego y escuchando el horror del exterior.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —pregunta Janis.
—La Mano Roja —contesto—. Naves de desembarco y camiones.
—¿Están aquí? —pregunta. No se lo puede creer—. Pero la República...
—¡A la mierda con la República! —replico—. Tenemos que largarnos. Liam...
Rodeo al pequeño con los brazos. Está tan delgado que podría estar hecho de cristal. Su pelo es una indomable explosión de rojo, como el mío, pero lo lleva más corto, y todos sus gestos son titubeantes, como los de un chico que le pide bailar a una chica en las Laureales. Le beso en la cabeza y lo arropo bien con la sudadera azul que le he traído. Le pongo la capucha sobre la cabeza de manera que lo único que asome de ella sea su carita pálida.
—No pasa nada, no pasa nada. Ya estoy aquí.
—¿Dónde está mamá? —me pregunta con un hilo de voz.
—Esperándonos. Pero tienes que venir conmigo.
—¿Está bien? —pregunta.
—Necesito que seas valiente. ¿Lo serás? Tienes que ser como el Trasgo cuando acompañó al Segador a las fauces del dragón. ¿Lo harás por mí?
—Sí —responde asintiendo con la cabecita—. Claro.
Lo levanto en brazos de la cama y me dirijo hacia la puerta. Janis me bloquea el camino.
—Estaréis más seguros aquí —dice—. Es un hospital. Incluso ellos tienen que respetarlo.
Me la quedo mirando, perpleja.
—¿Has perdido la maldita cabeza? Tienes que coger a todo el mundo y salir de aquí.
—Liria...
No me paro a razonar con ella. Paso a su lado empujándola y salgo pitando de la enfermería, corriendo con mi sobrino aferrado al pecho. Ahora los disparos se oyen más cerca. Voces broncas se gritan unas a otras. Los gritos de una mujer se silencian con un golpe sordo y húmedo. Zigzagueo por los huecos que quedan entre las casas, de camino a la torre de vigilancia del norte. Las puertas están arrancadas de sus goznes de plástico, los hombres jóvenes corren de un lado a otro con los brazos cargados de comida, recuerdos, HPs y mil objetos menos valiosos que la vida que porto yo. Los bracitos pálidos de Liam me rodean el cuello con fuerza. Alguien grita «gamma» y me señala. Aterrorizada, me adentro en un callejón y los pierdo entre las sombras.
La torre de vigilancia está abandonada cuando llegamos hasta ella. Su reflector apunta directamente hacia el cielo. Los soldados de la República que estaban allí apostados han huido. Un perro ladra en algún lugar. No veo a mi hermana por ninguna parte.
—Ava —la llamo en voz baja con la esperanza de que esté esperándome entre las sombras.
Nadie contesta. Las voces de los hombres surgen de entre las casas que hay a mi espalda. Me han seguido por el callejón. Cruzo la valla corriendo. Un campo embarrado se extiende hasta el inicio de la selva oscura. No lo conseguiremos. A la derecha está el vertedero del campamento y, detrás de él, el río.
—Ava —susurro de nuevo.
Las pisadas están más cerca. Me coloco a Liam sobre la cadera y me escabullo hacia las sombras del montón de basura. Me lanzo al suelo en lo alto de un montículo y me deslizo hasta la mitad de la ladera opuesta. Le digo a Liam que no abra la boca y trepo de nuevo hacia la cima de la pila para echar un vistazo al camino del que he salido huyendo. Una marea de gammas de mi sector salen en tropel por la valla en dirección a la selva. Los conozco a todos. No veo a mi hermana entre ellos, así que guardo silencio y permanezco arrebujada al cobijo de la basura. Pero cuando el ruido de sus pisadas se desvanece en la noche, me invade un miedo terrible a que me dejen atrás. Estoy a punto de salir de mi escondite para unirme a ellos cuando veo que algo destella cerca de los primeros árboles de la selva. Quiero gritar a los miembros de mi clan. Salvarlos. Pero ya es demasiado tarde. El destello se convierte en un centenar. Como si la propia selva estuviera sonriendo y enseñando sus dientes pálidos. Mis paisanos chillan cuando los hombres de la selva salen a matarlos con falces en la oscuridad.
Escapo de los gritos, me interno más en el vertedero. Un trozo de metal me araña el muslo mientras trepo por otro montículo. Pierdo el equilibrio y caigo de costado dando tumbos. Me estampo con fuerza contra los residuos, sin apenas poder proteger a Liam. El niño llora contra mi pecho. El aroma dulzón de la podredumbre hace que los ojos nos lagrimeen. Una rata me corretea por encima del brazo. Me pongo de nuevo en pie y abrazo a mi sobrino. La herida de la pierna me escuece. Los insectos zumban en nubes espesas alrededor de mis pantorrillas desnudas, pican y trepan. El calor de la descomposición asciende en oleadas desde la basura. Encuentro un escondite y me encojo todo lo que puedo bajo los restos de una lavadora industrial rota. Liam tiembla de miedo, los sollozos silenciosos le arrasan el cuerpo. Lo dejo en el suelo. Tengo los brazos entumecidos de cargar con él. Ahora los hombres vagan por las inmediaciones del camino, cerca de la zona por donde hemos entrado en el vertedero. Sus linternas sajan la noche.
Me aplasto contra el suelo y presiono un dedo sucio contra los labios de Liam. Un haz de luz pasa por encima de nuestras cabezas. Los mosquitos revolotean en torno a su cara y proyectan sombras en ella. Le ajusto la sudadera para que solo la nariz y la boca sobresalgan de la capucha. El agua de lluvia se filtra y gotea por la basura mientras los hombres hablan entre sí. Las voces son como la de mi padre, la de mi madre, como la de mi hermana y mis hermanos. Pero ahora sus lenguas suenan crueles, duras, oscuras y afiladas. ¿Cómo pueden los rojos hacerle esto a su propia gente? Uno se acerca lo suficiente para que alcance a verle las manos pintadas. Lo que las cubre no es pintura, sino sangre, reseca y resquebrajada.
Las linternas continúan avanzando y los hombres hablando. Me dejan con mi miedo. ¿Dónde está mi hermana? ¿La han pillado? Espero que haya seguido hacia las barcas. No sé qué hacer, adónde ir, así que me quedo allí agachada y me asomo para atisbar las sombras oscuras que se mueven por el camino. Con el fulgor de las llamas del interior del campamento, distingo sus caras. Son niños. Algunos de ellos no pasan de los catorce y lucen incipientes retales de barba en la barbilla. Están delgados y brillan a causa del sudor. Se gritan los unos a los otros y escudriñan los montones de basura, encorvados como perros salvajes hambrientos.
Liam entrelaza las manitas con fuerza. En su permanente oscuridad, solo puede oír las heridas que estos jóvenes airados han tallado en la noche. Tiembla. Le limpio el agua de lluvia de la cara. Ojalá tuviera la capacidad de sacarlo de aquí, de acabar con esto.
—Eres muy valiente, Liam —le susurro—. Valiente como el Trasgo, eso es lo que eres.
—¿Dónde está mamá?
—Vamos a reunirnos con ella. Estará en las barcas, imagino. Como has sido tan valiente, tengo algo para ti.
Me llevo la mano al bolsillo y encuentro la chocolatina que reservé en la cena para dársela. Se la pongo en la mano.
—Gracias —me dice.
Mientras se la come, oigo susurros en la oscuridad cerca de nosotros. Me levanto con cuidado y veo varios pares de ojos que reflejan la luz de la luna desde detrás de unos contenedores de agua desechados. Una familia escondida. Una niña pequeña levanta la mano y me saluda. Le devuelvo el gesto.
No estamos solos.
Podemos sobrevivir a eso. Ava nos está esperando ahí fuera, en algún lugar. Pronto iremos a buscarla, solo necesito coger un poco de aire. Pero entonces capto el olor del fuego.