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4. Plenitud literaria

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A su regreso de Sicilia a Tebas, la fama de Píndaro es ya universal entre los griegos. También han nacido en su alma sentimientos nuevos con la experiencia de la vida cortesana en Siracusa y Agrigento. Allí ha podido adquirir clara conciencia de lo que significaba la libertad de los pueblos helénicos, asegurada en los dos extremos por sicilianos, de un lado, y espartanos y atenienses, de otro, contra el invasor asiático y la amenaza africana de Cartago. Allí nace su primera admiración hacia Atenas en un momento en que el poeta no necesita rectificaciones, ya que se halla en una buena cumbre de su gloria poética. A esta coyuntura pertenece lógicamente su famoso elogio a Atenas, «baluarte de Hélade» (fr. 76), y a los atenienses que pusieron «el brillante cimiento de la libertad» (fr. 77). La tradición, recogida en las antiguas biografías, habla de una revancha de los tebanos contra el poeta imponiéndole una multa de diez mil dracmas por ese elogio a Atenas, a lo que replicarían los atenienses con el pago de otra fuerte suma a Píndaro. Pausanias habla también de una estatua del poeta en el ágora de Atenas como gratitud a uno de sus himnos, probablemente el elogio mencionado 10 .

Por estos años ocupa Píndaro el puesto primero entre los poetas de la lírica coral. Su situación financiera es, al mismo tiempo, tan segura como su fama literaria. Pausanias mismo pudo ver aún el pequeño santuario que el poeta erigió a Cibeles (Deméter) y a Pan junto a su casa tebana, sin duda con los emolumentos obtenidos en Sicilia 11 . De todas las partes del mundo griego le llegan encargos literarios. Píndaro está en la plenitud de la dicha material e intelectual que sólo turba alguna sombra de intrigas. Su relación con las cortes de Sicilia es todavía efectiva, pero si observamos la preocupación latente en la Pítica II del 475 (?), para Hierón, y la Ístmica II, para Jenócrates de Agrigento, probablemente del año 470, su amargura debió de ser real cuando vio que no se le encargaba celebrar la segunda victoria de Hierón el 472 en Delfos, ni la más famosa de su carro en Olimpia, aunque él había cantado la de su caballo Ferenico en la Olímpica I. La última canción para Hierón fue su victoria en los Juegos Píticos del 470 (Pít . I).

Nuevas relaciones y posibilidades de actividad poética se abren para Píndaro, en la segunda mitad de los años setenta. Del 475 es, quizá, la Nemea III, para Aristoclides de Egina; al 474 pertenecen, con seguridad, la Pítica IX, para Telesícrates de Cirene, y la Pítica XI, para Trasideo de Tebas. En este último hay que fijar, probablemente, la Pítica III, para Hierón; la Olímpica X, para Hagesidamo de Locros; la Nemea IX, para Cromio, y las Ístmicas III-IV, para Meliso de Tebas. Si la Nemea IV, dedicada a Timasarco de Egina, puede colocarse en el 473, cabe observar cómo, de los cuatro centros nacionales del atletismo, se busca al gran poeta tebano. Momento culminante de esta década es la Pítica I en la que la victoria del carro de Hierón en Delfos se incorpora, dentro de la oda, a otro acontecimiento político de primer rango, como es la fundación de una nueva ciudad, Etna, corona institucional de los éxitos militares y políticos del afortunado tirano que, tras la muerte de Terón (472), es también señor de Agrigento. De este mismo año son, con cierta probabilidad, dos odas más para sicilianos: la Olímpica XII, para el triunfo en la carrera pedestre de Ergóteles de Hímera, oriundo de Creta, y la Ístmica II, por una anterior victoria del ya fallecido Jenócrates de Agrigento, a quien Píndaro se siente vinculado por el afecto hacia su hijo Trasibulo.

En la década de los sesenta cuenta ya sólo una oda para un siciliano, Hagias de Siracusa, la Olímpica VI (468), mientras llegan encargos de otros lejanos puntos: la Olímpica IX, para Efarmosto de Opunte (466); quizá el 465, la Nemea VI, para Alcímidas de Egina, y el 464, dos Olímpicas: la VII, para el boxeador Diágoras de Rodas, y la XIII, para celebrar la espléndida y nada habitual victoria doble de la carrera larga pedestre y del pentatlo conseguida por Jenofonte de Corinto. Con toda seguridad pertenece al año 463 el Peán compuesto para los tebanos (fr. 52k), ya que en sus versos queda la terrible impresión del poeta ante el eclipse de sol del 30 de abril. Una nueva corte, la poderosa casa de los reyes de Cirene, en el norte de África, se abre para el poeta Píndaro. En el 474 había ya celebrado a Telesícrates de Cirene por su triunfo en la carrera armada de Delfos con la Pítica IX. Doce años más tarde el mismo rey Arcesilao pide a Píndaro dos odas: la primera — Pítica IV—, para ser escuchada en una fiesta de palacio; la segunda — Pítica V—, en una fiesta pública de Apolo Carneo, y ambas con motivo de la victoria del carro de Arcesilao en Delfos. Para atletas insulares de Egina, la isla tan querida de Píndaro, compone, el 460, la Olímpica VIII en la que se da cuenta del éxito de Alcimedonte y la Nemea VIII (459?) para la victoria de Dinias en la carrera doble. A Heródoto de Tebas dedica otra oda, quizá del 458, la Ístmica I, por su victoria con el carro, posponiendo a esta composición el encargo de un Peán IV (fr. 52d) que le habían hecho los habitantes de Ceos, patria de Simónides.

Años políticamente difíciles corren para Tebas y Egina frente al poder expansivo de Atenas, que derrota a Tebas el 457 en Enófita y obliga a capitular a Egina. Ecos de tales acontecimientos los hallamos en la Ístmica VII, para Estrepsíades de Tebas (454), y en la Pítica VIII, para Aristómenes de Egina, en cuya alabanza y deseos de felicidad para la isla se mezclan tristes pensamientos sobre la existencia humana (446). Entre los años 446-444, suelen ponerse, sin pretensiones de seguridad, la Nemea XI, para Aristágoras de Ténedos, un funcionario del Pritaneo que quiso una canción de Píndaro para su toma de posesión, y la Nemea X, para celebrar a Teeo por su victoria en Argos.

Si se admite el año 438 como fecha probable de la muerte de Píndaro, los últimos tiempos de su vida estuvieron llenos por igual de satisfacción y tristeza. La derrota de Atenas en Coronea, el 446, devolvió a Tebas sus libertades políticas y constitucionales. Pero el mundo griego iniciaba una ruta nueva que no respondía ya a los ideales de vida del poeta. Toda la alegría de la vida helénica se ensombrece para él en su consideración del hombre como «sueño de una sombra» (Pít . VIII 95-96). Tampoco dejaría de impresionarle la creciente rivalidad hegemónica entre Atenas y Esparta, que llevaría a la guerra del Peloponeso, desastrosa para todos, siete años después de su muerte. Con todo, los postreros años de su vida estuvieron colmados por la veneración universal de los griegos. Desde Oriente a Occidente, de Ténedos a Sicilia, su palabra y su música encantaron las almas y dieron contenido profundo a la fiesta del hombre. Si vivió ochenta años, como quiere la tradición de la Vita metrica , y si, como trasmite el artículo de Suidas, murió en las gradas del teatro de Argos, entre los brazos del efebo Teóxeno, el final de su existencia fue el más bellamente deseable para el gran cantor de la juventud, de la belleza y fortaleza humana, de la noble y pacífica rivalidad del deporte.

Pausanias (IX 23, 2) da testimonio de la tumba que él mismo pudo contemplar en el hipódromo de Tebas. Según el epigrama, que allí leyó Pausanias, las hijas de Píndaro, Protómaca y Eumetis, trasladaron a Tebas las cenizas de su padre. Sin duda había fallecido ya Megáclea, su esposa, y su hijo Daifanto, ya que fueron las hermanas quienes procuraron el piadoso oficio. La veneración que sobrevive al poeta se hace patente cuando el propio Alejandro Magno respetó sólo la casa de Píndaro al ordenar la destrucción de Tebas. A un homónimo antecesor suyo, Alejandro de Macedonia, hijo de Amintas, había cantado antes el poeta (frs. 120-121). Ese respeto a la casa de Píndaro lo atribuye Suidas a Pausanias, rey de Esparta, después de Platea. Thomas Magister, para no errar, se lo aplica a los dos. Hasta los dioses parecían gozar de los versos de Píndaro, si alguien pudo oír a Pan cantar entre el Citerón y el Helicón un peán de Píndaro. El poeta le pagaría el buen gusto con una canción nueva (frs. 95-99). Y aun la misma diosa Deméter se le quejaría en sueños de que a ella tan sólo no hubiese celebrado el poeta, quien de nuevo cumpliría el piadoso y olvidado deber (fr. 37) 12 . Aun en el recinto más sacro del templo de Apolo en Delfos parece haber estado el asiento de hierro del poeta a quien el sacerdote, antes de la fiesta sacrificial, invitaba a acercarse a la mesa.

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