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2. INTEGRIDAD

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Teniendo en cuenta las características del grafiti y el arte urbano, probablemente el derecho moral más conflictivo sea el de integridad. De acuerdo con el art. 14.4 TRLPI, el autor puede: “Exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación”147. Desde el punto de vista práctico es importante tener presente la posible existencia de alguna relación jurídica entre el autor y el eventual infractor pues en tal caso podría existir un deber de conservación o, al menos, de diligencia.

Cuando la obra es el resultado de un encargo o, de alguna manera, se realiza en el marco de un acuerdo con el titular del soporte, sea este el propietario del edificio o un arrendatario con facultades para ello (el típico caso de la persiana de un local de negocio), cabría esperar que se especificaran las obligaciones y responsabilidades asume –o no– el comitente y, en particular, en qué circunstancias cabe la destrucción de la obra148. En la práctica, sin embargo, hay o ha habido mucha imprevisión. Buena muestra de ello es el único caso que ha llegado al Tribunal Supremo español hasta la fecha: el Caso REMOCSA (sentencia de la sala 1.ª, de 6/11/2006, ECLI:ES:TS:2006:6958). Se trataba de un mural realizado por encargo. Una Cooperativa (Leyma), en colaboración con el Ayuntamiento de La Coruña, convocó un concurso de pinturas murales con el objetivo de adecentar y embellecer una zona muy transitada de la ciudad. Las bases del concurso preveían que tanto los bocetos como los murales pasarían a ser propiedad de Leyma “pudiendo ésta hacer el uso que estime más conveniente de los mismos”.

Los ganadores realizaron sus obras que quedaron así expuestas a la vista del público. Tiempo después Leyma vendió el edificio a una empresa (REMOCSA) sin comunicar a los artistas el cambio de propietario. REMOCSA llevó a cabo obras de reforma para la rehabilitación del edificio. Las obras incluían limpiar la fachada con arena y agua a presión y cubrirla con un revestimiento industrial, cosa que produjo la desaparición de las pinturas murales. Los artistas demandaron a las dos empresas (Leyma y REMOCSA; también al Ayuntamiento que no obstante quedó fuera del pleito por un problema procesal). La sentencia de primera instancia estimó parcialmente la demanda y condenó a REMOCSA a indemnizar el daño moral causado a los autores por la destrucción de sus obras. En apelación, sin embargo, la demanda fue desestimada. La Audiencia Provincial entendió que, dado el tiempo transcurrido, las pinturas estaban ya muy deterioradas por efecto de la lluvia y el viento, de modo que debían descartarse tanto su restauración como su posible retirada y traslado. Con esa base, la actuación de REMOCSA resultaba del todo justificada y no merecía reproche alguno.

Tal fue también el criterio que prevaleció ante el Tribunal Supremo. Según su sentencia, no había responsabilidad contractual pues nada se pactó acerca de la conservación de las obras o un eventual deber de informar: “Ni en el contrato celebrado con los [autores], ni en el celebrado con REMOCSA, existía obligación alguna de efectuar ninguna comunicación sobre la obra pictórica, ni de vigilar o controlar la integridad de la misma” (FD 4). La venta del inmueble implicó la de los murales y no cabe entender que el transmitente se convirtiera en “una especie de garante de los hipotéticos derechos de los pintores”, algo que “carece de base legal y contractual” (FD 4). La sentencia descartó asimismo la existencia de responsabilidad extracontractual “pues no existía ningún deber de comunicar a los actores la transmisión del edificio con los murales, ni se aprecian circunstancias que pudieran configurar una actuación negligente” (FD 4)149.

El resultado del litigio no significa, sin embargo, que el Tribunal Supremo ignorase los derechos morales de los autores. Al contrario, la misma sentencia declaró que “en principio, la demolición del muro en el que se encuentra la obra plasmada […] puede ser constitutiva de una violación del derecho moral del autor, y dar lugar a una compensación económica de la lesión producida” (FD 5). Pero, a pesar de la destrucción y de la perdida que ello supuso para los autores, se entendió que la actuación de los demandados estaba justificada. La reconstrucción del muro resultaba necesaria y no era posible la conservación de las pinturas, ya muy deterioradas. El Tribunal cerró la argumentación con un apunte que conecta con el acto creativo y, de alguna manera, con la voluntad de los propios autores. La obra, dice la sentencia, aunque puede reproducirse a partir de los bocetos, es “inseparable de su soporte” y, por tanto, “su duración queda sujeta a la del elemento en que se plasma, por lo que no nace con vocación de perennidad, sino con una vida efímera” (FD 5). Resumiendo, la obra se destruye y el daño existe pero sin que por ello surja el derecho a obtener una reparación. Es un daño justificado, al que el autor debe resignarse.

Un caso parcialmente diferente al encargo es la tolerancia. Pero es fácil suponer que, cuando se dé, los tribunales aún se mostrarán más favorables a los propietarios frente a los autores. Cabe recordar a este propósito el Caso Asociación de Vecinos de El Palo, resuelto por la Audiencia Provincial de Granada (sec. 4, sentencia de 20/2/1991, ECLI:ES:APGR:1991:1). Se trataba de una pintura en gran formato ejecutada sobre el muro de cerramiento de un inmueble. El artista trabajó con el consentimiento de una asociación de vecinos del barrio, aunque sin el de la comunidad propietaria de la finca, que no obstante tampoco se opuso150. Tiempo después los propietarios acordaron eliminar el mural y lo cubrieron con una capa de pintura. El autor les demandó por violación de su derecho moral a la integridad de la obra. La demanda fracasó pues se entendió que la mera tolerancia no genera obligaciones: “Aun cuando [los copropietarios] toleraran la obra […] no llegaron a ningún compromiso con el […]autor […] en lo atinente a la conservación […]”; “[…] la especial accesión de que tratamos, incorporación de la pintura a un muro de cerramiento de un inmueble, no puede establecer una relación de subordinación del derecho de los [propietarios] cuando […] nada se pactó al respecto”; “[…] de lo contrario, el inmueble, intocable, no podría ser reparado […], ni tampoco se podrían abrir ventanas o huecos en tal fachada, que la propia actora reconoce ha perdido parcialmente su condición de medianera […]”; “[…] no estando […] ni subordinado, ni limitado convencionalmente el derecho de propiedad de los demandados, ante la falta de todo acuerdo […] entre estos y el autor de la obra, mal puede este pretender la defensa de sus intereses de una manera preferente, con olvido de los muy legítimos que aquellos –los demandados– ostenten, pues de contrario estos se verían gravados con una especial limitación que en manera alguna quisieron, y menos aún aceptaron o buscaron” (FD 1).

Hay sin embargo otras sentencias que, con el mismo marco normativo y enfoque, han llegado a resultados en alguna medida diferentes. En el Caso Mural cerámico (Audiencia Provincial de Cantabria, sec. 1, sentencia de 3/11/1992, ECLI:ES:APS:1992:1) se trataba de un mural representando el sol y construido a base de piezas cerámicas pegadas con cemento en una de las fachadas exteriores de un edificio. Tiempo después se modificó el destino de éste, que pasó de clínica a hotel. En el curso de las obras se intentó salvar el mural pero, al desprenderlas, las piezas se rompían. Finalmente se optó por la destrucción. No había ninguna duda de que la obra pertenecía, por incorporación, al propietario del edificio. Lo único que se discutía era el derecho moral. Dadas las características del mural y, en particular, el material empleado, estaba claro que el autor no concibió su obra como provisional y quería que durase tanto como el edificio. Este es el punto clave de una sentencia cuya argumentación, sin embargo, no es del todo clara.

Tras afirmar que la imposición de deberes de conservación al propietario de un edificio debería venir de la mano de la legislación de patrimonio histórico y cultural y no de la de propiedad intelectual, el tribunal acabó resolviendo con base en esta última. El propietario del inmueble podía transformarlo en hotel. Pero debió respetar el derecho moral del autor. La sentencia apunta a un razonable deber de negociar la solución: “En el marco de una negociación bilateral[…], el derecho a la integridad de la obra pudo mantenerse ya in natura (en el mismo o en otro lugar) ya en forma de compensación económica”. Pero la sugerencia es puro voluntarismo, como demuestra que el propio tribunal eludió la decisiva cuestión de los costes (“cuestión distinta y en la que no vamos a entrar […] es la relativa a cómo, quién o quiénes, en su caso, debieran cargar con los importantes gastos (según las periciales) que cualquier intento de conservación pudieran haber originado”, FD IV). Al fin, tras varias disquisiciones, la sentencia entiende que la “destrucción prematura” del mural (veinte años desde su creación) “vulneró el derecho moral del autor […] de modo injustificado” pues el propietario del edificio estaba obligado a mantenerlo durante un tiempo mayor. Aunque no se pactó expresamente, las características del mural junto con “la buena fe, los usos y la ley de propiedad intelectual” cfr. art. 1258 CC) exigían que se conservara por el tiempo normal de vida de un edificio moderno. En conclusión, sí hubo infracción del derecho de integridad, con daño para la reputación del autor y, por consiguiente, derecho a ser indemnizado (FD IV).

Los equilibrios de los tribunales ante el conflicto entre los propietarios y los artistas se ponen de manifiesto de forma muy clara en el Caso Homenaje a Dieter Otto, ya mencionado en relación con otras cuestiones (Audiencia Provincial de Málaga, sec. 4, sentencia de 7/6/2005, ECLI:ES:APMA:2005:3070). Se trataba de un mural ejecutado en el marco de una iniciativa del Ayuntamiento de Fuengirola para embellecer las paredes medianeras o tabiques pluviales de diversos edificios y crear así una especie de Museo Abierto de la localidad. Importa subrayar que las paredes en las que iban a ubicarse las obras no eran de titularidad pública sino privada. Los dueños de los edificios aceptaron. Pero no asumieron obligación alguna de conservación. Se sobrentendía además que las obras acabarían desapareciendo cuando, en su momento, se construyera en los solares o sobre los edificios contiguos. El autor, cuando se destruyó o desmontó su obra, no demandó a los propietarios sino al Ayuntamiento pues, en definitiva, era quien había realizado el encargo y al parecer tenía la condición de propietario de la obra151. Además de una indemnización por daño moral, pretendía que el Ayuntamiento fuera condenado a “reparar y restaurar el mural” y, caso de no ser ello posible, “a ser ejecutado de nuevo, bajo la dirección del artista” con cargo al Ayuntamiento. Dado que las medianeras o muros vistos laterales habían dejado de serlo y en cualquier caso eran propiedad de terceros, el autor demandante exigía que el mural fuera “recolocado […] en lugar público” con “visibilidad y características” similares a las que había tenido antes de su desmontaje o destrucción, todo ello con sujeción a su visto bueno “a fin de evitar interferencias visuales [que pudieran] desmerecer la comunicabilidad de la obra” (FD 1).

Los propietarios del inmueble simplemente toleraron la colocación sin asumir deber alguno de conservación del mural. Pero la posición del Ayuntamiento –una persona jurídica pública– era diferente. Según la sentencia: “La responsabilidad que cabe exigir al adquirente de una obra artística por infracción del derecho moral del autor a la integridad de la misma es de distinta intensidad en atención a las características del propietario del soporte; así, no será idéntica la responsabilidad exigible al propietario particular que adquiere la obra con la única intención de integrarla en su patrimonio y disfrutarla en el ámbito de su estricta intimidad, sin especial ánimo divulgativo, que la demandable en el caso de que el propietario del soporte esté dedicado a la exhibición de obras de arte o tenga asumido como uno de sus cometidos la divulgación de la cultura con carácter general. En este segundo caso, la obligación de conservación de la obra, como corolario del derecho del autor a su integridad, impone al propietario del soporte un plus de diligencia que le hará responsable de los daños ocasionados en aquélla, y no sólo por dolo sino también por omisión del mencionado deber de diligencia en la conservación de la obra” (FD 2). De ahí resultaría que el Ayuntamiento no sólo no podía destruir sino que incluso debía conservar. Se diría entonces, siguiendo el razonamiento, que la demanda del autor debió tener éxito. Pero no fue así. Al menos no de forma plena.

La demanda partía de que la obra se había destruido, cosa que el Ayuntamiento negó. Ante esa negativa, el actor debía haber probado la destrucción y, sin embargo, no lo hizo. Dada la falta de prueba, el tribunal entendió que no hubo destrucción sino solo desmontaje con algunos daños. Por tal motivo, aunque rechazó la petición de indemnización del daño moral causado por la pretendida destrucción de la obra, condenó al Ayuntamiento a repararla. No obstante, la pretensión más valiosa para el artista era la última, consistente en lograr que su obra volviera a lucir en un lugar público, visible y adecuado. El artista entendía que su obra –un mural– tenía una “específica vocación de exhibición” y de ahí derivaba un “deber” a cargo del propietario. Un enfoque en principio razonable. Pero el tribunal no lo aceptó. Según la sentencia, la ley de propiedad intelectual no contempla ningún deber de exhibición o exposición de la obra. De haberlo, su base debería ser contractual y nada se pactó al respecto. En realidad el mural “tenía una vocación de temporalidad” pues el espacio estaba destinado a ser cubierto por construcciones tan pronto como sus propietarios lo desearan, ya que “el Ayuntamiento nunca protegió urbanísticamente las fachadas sobre las que se colocaron las obras de arte” (FD 3). La pretensión del autor por tanto fracasó. Pese a ello, la sentencia no se resiste a hacer una admonición voluntarista. El Ayuntamiento, dice, no tiene obligación legal de reubicar la obra pero sí una cierta obligación moral que, no obstante, queda del todo a su criterio152.

El Caso Homenaje a Dieter Otto, sin embargo, debe manejarse con cuidado. Como se ha visto, resultó determinante que el demandado fuese un Ayuntamiento. En otro caso, difícilmente se habría contemplado una obligación de conservación de la obra. Salvo pacto al respecto, quien adquiere una obra artística no está obligado a conservarla o protegerla del deterioro normal derivado de sus características y del paso del tiempo. Mucho menos a restaurarla si el deterioro llega a producirse. El propietario no es un depositario o comodatario153. Eso no significa que deban imponerse siempre los intereses del dueño de la cosa (corpus mechanicum) sobre los del autor de la obra (corpus mysticum). Es, como tantas veces, un problema de equilibrio.

Con este enfoque de partida, son muy juiciosos los criterios –hasta once– que propone Juan José MARÍN para manejar estos conflictos, algunos de los cuales ya hemos visto en la jurisprudencia citada154: 1.º) “Ausencia de un específico deber de conservación y custodia del propietario de la obra” (en los términos vistos y con los matices que resultan de su condición de sujeto público o privado); 2.º) Eventual “dolo o culpa del propietario” (pues si concurren podría haber responsabilidad); 3.º) “Intensidad de modificación de la obra”, tanto en sentido cualitativo como cuantitativo; 4.º) “Grado de originalidad de la obra” (a mayor originalidad, mayor protección); 5.º) “Carácter utilitario de la obra” (hay que ser más flexible cuando se trata de obras aplicadas: no es lo mismo un edificio que una escultura); 6.º) Naturaleza de los “materiales utilizados” por el autor (distinguiendo en función de su durabilidad y resistencia al deterioro natural); 7.º) “Costes de salvación de la obra” (en ningún caso cabría imponer a un propietario costes desproporcionados, que seguramente tampoco el propio autor querría asumir, suponiendo que estuviera en condiciones de hacerlo); 8.º) “Creación de la obra por encargo” (pues este supone una especial relación y probablemente un deber de proponer al autor que sea él quien lleve a cabo la restauración o, en su caso, modificaciones de la obra); 9.º) “Lugar de ubicación de la obra” (el propietario –público o privado– puede tener razones para reubicarla y habrá que ponderarlas155); 10.ª) “La unicidad o pluralidad de ejemplares de la obra” (en el sentido de que es mayor la gravedad del atentado contra la obra única que el que afecta a algún ejemplar de la misma); y 11.ª) Como cláusula de cierre, la posible “existencia de un interés jurídico superior”156.

Anuario Iberoamericano de Derecho del Arte 2020

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