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«una mínima privacidad»
ОглавлениеA pesar de que no había consumido más que un cuarto de tanque desde que había cargado en Naschel, decidí parar en Realicó, La Pampa, para llenar el tanque otra vez. La idea era no tener que parar en estaciones de servicio de la provincia de Buenos Aires por el riesgo de contagiarme coronavirus. Por entonces, tanto en San Luis como en La Pampa no había circulación comunitaria del virus. Con la autonomía de la camioneta llegaría a Mar del Plata sin tener que volver a cargar. Pararía a hacer pis en árboles y así evitaría los lugares con mucha circulación de gente. En el asiento del acompañante tenía bolsas con fruta, barritas de cereal, chicles, y en el compartimiento de la puerta llevaba una botella grande de agua.
Salí de Realicó con el tanque lleno y unos kilómetros después crucé el límite con la provincia de Buenos Aires. El destacamento policial fronterizo no mostraba ningún movimiento humano. No había policías afuera de la casilla rodante ni estaba obstaculizado el paso con conos. Bajé la velocidad a paso de hombre y lo crucé sin ningún control.
Seguí adelante hasta General Villegas y ahí tomé la ruta 226. A partir del ingreso a la provincia de Buenos Aires el tráfico aumentó un poco. Empecé a ver bastante circulación de camiones, aunque no de particulares. El plan de parar a hacer pis cuando tuviera la vejiga llena no era tan sencillo como había pensado. El tiempo transcurrido entre que sentía ganas hasta que efectivamente encontraba alguna arboleda propicia para parar y no hacer un acto de exhibicionismo, podía prolongarse hasta sentir que explotaba. Además, promediando la década de los cuarenta, algún signo de prostatismo ya se insinuaba. Un ejemplo claro era tener que orinar en dos tiempos cuando la vejiga estaba muy llena. Es decir, terminaba de orinar y una parte de la orina quedaba retenida, hasta que sentía ganas nuevamente apenas unos minutos después. Hacía tiempo que Laurita me sugería que hiciera una consulta a un urólogo.
La primera parada técnica fue efectivamente en una arboleda de eucaliptos. Eran árboles viejos, con troncos gruesos y mucha altura. Por la mitad se abría el camino de ingreso a una estancia, con tranquera y guardaganado. Bajé a la acequia que se entubaba debajo del camino, como para encontrar una mínima privacidad, y oriné allí. Me masajeé el muslo izquierdo, que me dolía desde hacía unos meses luego de un esfuerzo deportivo excesivo y me había causado un desgarro muscular, y que empeoraba con la posición de sentado. Volví a la camioneta, apagué las balizas y seguí adelante.
Pasé Pehuajó, Bolívar, Olavarría y Tandil sin parar. En el trayecto me llamó Maorito, uno de mis mejores amigos, del grupo de la secundaria. Sabía que estaba en la ruta y de la enfermedad de mi viejo, y quería hacerme compañía. Le conté cómo iba mi viaje y lo que me había contado Matu de mi viejo. La llamada cumplió el efecto de atenuar mi soledad. Entre Tandil y Balcarce, volví a parar para hacer pis. Ya estaba atardeciendo. Detrás de los árboles se extendían campos verdes que terminaban al pie de las sierras de Puerta del Abra. Recordé historias que me contaba mi papá cuando yo era chico, recostado a los pies de mi cama, historias en las que con su barra de amigos y hermanos subían a esas sierras y acampaban en cuevas. Me contó que había encontrado varias boleadoras y puntas de flecha de las tribus tehuelches que originariamente habitaron esas sierras. Recordé el propósito de mi viaje y a mi viejo muriéndose. Volví a llorar durante un rato, solo, en medio de la ruta.