Читать книгу Los días del piano - Ramón Ferro - Страница 6
2
«lo que vos digas»
Оглавление—Hola, viejo. ¿Me escuchás? ¿Me ves?
—Hola, chiquito. Sí, te veo bien.
Mi papá nunca dejó de decirme «chiquito». Antes me jodía, ahora, a mis cuarenta y seis años, ya no. Su cámara mostraba la mitad derecha de la cara magnificada, porque tenía el teléfono a distancia de visión cercana. Pude ver el detalle de su bigote blanco con el borde inferior teñido de amarillo, la cicatriz en el pómulo que le dejó la caída en una escalera y la profundidad de las arrugas de expresión que, en ese momento me di cuenta, lo mostraban más adelgazado. El reflejo azul en sus anteojos me dejaba ver mi propia imagen distorsionada.
—¿Cómo andás, papín? Contame algo.
—Ando bien, hijito. Sin mayor novedad.
Quería llevarlo a su caída de un par de semanas atrás, y a la de ese día. También a su problema para caminar, pero no quería exponer a su novia. Tampoco caer en una anamnesis médica, sino más bien quedarme en hijo preocupado.
—Contame cómo te sentís.
Dudó un instante.
—Bueno… con algún problemita menor en las piernas.
Ya estaba, había prendido.
—Bueno, papín. ¿Están débiles las piernas? —me la jugué.
—No sé si tanto como débiles, pero sí que no me responden como antes. Bueno, el neurólogo sos vos, pero no creo que sea nada…
—¿Cómo estás orinando? ¿Se te escapa un poquito? —estaba buscando síntomas medulares por la caída de espaldas que había tenido.
—Bueno, ahora que lo decís… ¡a veces no llego al baño!
—Esa falta de control en las piernas ¿te produjo alguna caída?
Se quedó en silencio. No quería responderme. Se notaba en su expresión adusta, casi enojado. Lo vi entrar en conflicto. Finalmente dijo:
—Bueno, sí. Hoy me caí y estuve tirado en el piso un rato.
—No te podías levantar solo…
—No, me costaba. Silvia me ayudó.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el piso, papín?
Se volvió a retraer. Pero volvió a aflojar.
—Dos horas.
—Bueno, papín, ¿sentís algún dolor en alguna parte?
Abrí la tapa de la computadora detrás de la línea de la cámara del celular. Ubiqué el chat con Matu, la hermana del medio de las tres que tengo, única con la que compartimos ambos progenitores, y le escribí que papá estaba para internar. Que tenía que ser en el lugar con la mayor complejidad posible. Que podían ser varios diagnósticos, pero que había que estudiarlo. Hablamos sobre el riesgo de contagiarse coronavirus. Acordamos que había que correr ese riesgo.
—Puede ser un poco de dolor de espalda. Pero no mucho.
—Bueno, viejo, pero… estaba pensando… me parece que lo mejor va a ser que te internemos.
—¿Internarme? —los ojos se le abrieron detrás del reflejo azul de los anteojos.
—Sí, porque ese problema en las piernas no se puede quedar sin diagnóstico, papín. Hay que saber qué es. ¿Me entendés? Hay que saber qué pasa.
El viejo que siempre conocí se habría resistido. Habría ejercido toda la oposición posible. Pero este que se inauguró en el bar, cerca de Güemes, me respondió:
—Está bien, hijito. Lo que vos digas.