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«que estaba preocupada»
ОглавлениеDesde hace unos meses con Laurita dejamos de hacer la cena. En realidad, ella hace tiempo que no la hace y ahora me plegué yo. Su influencia ha sido tan sutil que bien podría parecer que lo elegí yo por mis propios medios, haciendo uso de mi completo libre albedrío. La mejor persuasión es la que no se nota. Hacemos lo que ella llama té-cena, que consiste en tomar una infusión en horas de la cena, pero no es una cena, desde ya. Solemos incorporar algunas tostadas y queso o mermelada para agregarles. Ninguno de los efectos que podríamos adjudicar a este cambio de hábito es suficientemente nítido. Pero quizá pueda admitir que me proporciona un mejor sueño y que me levanto con menos hambre al día siguiente.
Ese sábado, estando sentados a la mesa en medio de nuestro té-cena, recibí varios mensajes de Silvi, la novia de mi papá, desde Mar del Plata. La vi una única vez, cuando se casó mi hermana, Matu, el año pasado. Me pareció una buena persona, y que ellos se trataban con mucho afecto. Ese día ella y mi viejo cruzaron el boliche para llegar a nuestra mesa a saludarnos. En mi mesa también estaban mi vieja, que le había esquivado el saludo a mi papá un rato antes, y otra ex esposa de mi papá, la mamá de Sofi, mi hermanita chiquita, que directamente lo había ignorado.
Me escribió por WhatsApp que estaba preocupada por mi viejo. Que desde hacía un tiempo no lo veía bien. Que dos semanas atrás se había caído en el baño y que se había dado un golpazo contra el borde de la bañera. Que no se había roto nada, pero que desde ese accidente lo veía deteriorarse en forma progresiva. Que ese día lo había vuelto a encontrar en el piso. Que no podía levantarse solo y que había tenido que ayudarlo a incorporarse. Le conté a Laurita y le respondí que en un rato lo llamaba. Que gracias por avisarme. Agregó, por último, que no le dijera a mi papá que ella me había escrito. Le respondí que no, que no se preocupara.
Me puse a hablar con Laurita de posibles diagnósticos interpretados a partir de los datos que teníamos, tratando de rellenar una parte de la incertidumbre con conjeturas. Le dije a Laurita que iría a lavar los platos y que después haría el llamado. Me contestó que no, que hiciera la llamada, que ella lavaba. Estamos juntos desde hace ocho años. Nos casamos el año anterior. Y además somos socios y colegas.
Les pedí a los chicos que se desconectasen del wifi, que tenía que hacer una llamada importante. Me contestaron que OK, y en un instante se apagaron fuentes de gritos, voces infantiles y reggaeton. Subí la escalera para hacer la llamada en nuestra habitación.
En esos metros reviví el último encuentro no virtual con mi papá, unos meses atrás, en la mesa de afuera de un bar cerca de Güemes, el día que fuimos todos a Mar del Plata, después de una semana en Mar de las Pampas. Estaba planificado de antemano: juntarme con él y ponerle fin al distanciamiento de más de dos décadas. Mi discurso sin vueltas. Mi pedido directo de disculpas por lo que había hecho mal, sin orgullo. La descripción de mi equivocación. De todo lo que tuvo que pasar para darme cuenta. De que él había tenido razón allá por mis veinte años. Que yo no había podido evitar seguir ideológicamente a mi mamá. Que la pelea entre ellos por el dominio filosófico de los hijos me había hecho perder mucho tiempo. Que el hombre señalado por mi vieja como digno de admiración, que yo había tomado como mentor, había resultado ser un megalómano psicópata. Que me había llevado veinticinco años entender mi error. Que él también se había equivocado en el modo que había usado. Que de otro modo hubiéramos ahorrado tiempo. Que ahora todo parecía una vuelta a lo que él representaba: la sensatez.
Acomodé el celular en un atril improvisado con un tarjetero de propaganda médica y apreté el ícono de la camarita.