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EN BUSCA DE LOS ANCESTROS: EN LA COMARCA DE SAYAGO

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Haré aquí como uno de esos flashbacks de las películas para explicar mi visita al pueblo de la comarca de Sayago, en el límite de Zamora con Portugal, de donde es originaria mi familia.

Esa excursión, a la villa de Tamame, la hice en compañía de mi mujer, Carmen Prieto-Castro y Roumier. Al llegar allí en una fría mañana de noviembre, tuvimos una primera impresión más bien tenebrosa, no sólo por la deslucida pobreza del lugar, sino también, tal vez, porque coincidía con el Día de Difuntos (2 de noviembre).

Entramos en una taberna del pueblo y pregunté por el alcalde, por si pudiera darnos algunas informaciones acerca de mi familia. El tabernero nos respondió diciendo que el ayuntamiento en pleno estaba en el cementerio, en la procesión que en ese momento dedicaban los vecinos a recordar a sus seres queridos.

Nos fuimos camino del camposanto, y pronto vimos una larga fila de caminantes, muchos de ellos con la típica capa negra que por entonces todavía se estilaba por aquellos pagos. Estacionamos el vehículo al borde de la carretera, en un momento de descanso de tan solemne comitiva, y nos acercamos a su cabecera, en la que, sin mayor problema, distinguí al regidor, cuya apariencia me produjo un tanto de extrañeza: a diferencia del resto de la procesión, iba embutido en una vieja gabardina abrillantada por el uso, prenda por entonces absolutamente inusual entre los rústicos. Nos presentamos Carmen y yo, y se inició un breve diálogo:

—Buenos días, señor alcalde, me llamo Ramón Tamames, y en cierto modo soy vecino de aquí, por los ancestros de mi familia... Y si tiene tiempo, después de la procesión, tal vez pudiéramos conversar un rato, si no le parece mal...

—No sé, no sé, porque como puede ver, estamos la mar de ocupados. Además, le diré que yo de este pueblo no tengo tanto conocimiento como usted pudiera pensar...

—O sea, que no es usted originario de aquí...

—No, en absoluto —dijo con un cierto aire de superioridad bajando el tono de su voz para que no le escucharan—. Estoy en este pueblo desde hace bien poco. Soy policía jubilado, y el ministro de la Gobernación tuvo la deferencia de designarme para ocupar esta alcaldía... para mejorarme la magra pensión, claro... Estuve muchos años en la Brigada Político-Social, ya sabe usted, la represión de la masonería y el comunismo, buscando «rojos» por aquí y por allá... para darles «lo suyo»...

—Sí, sí, me hago cargo de que está usted muy ocupado... En fin... qué voy a decirle... —comenté procurando ocultar mi sorpresa—. Bueno, si no tiene tiempo disponible, lo dejaremos para otro día, porque tengo intención de volver por aquí más pronto que tarde.

—Me parece muy bien, ya nos veremos, pues. Que tengan ustedes muy buenos días.

—Lo mismo le deseamos...

Así las cosas, salimos de la circunscripción que regía tan autocomplacido exrepresor, sicario del coronel Eymar, de más que luctuosa memoria, por sus aficiones a imponer penas de muerte a cualquier inculpado; por el mero hecho de serlo.

Pasados unos diez kilómetros del pueblo, paramos en una gasolinera para repostar, y aproveché para hablar con el encargado, quien al final de la conversación apostilló: «Sí, sí, están ustedes en pleno Sayago, una comarca donde antes se hablaba el dialecto sayagués, que prácticamente se ha perdido...».

De eso ya teníamos conocimiento Carmen y yo: esa habla galaico-portuguesa había desaparecido por la erosión de la instrucción pública hecha únicamente en español. Y después, por la radio y el cine, con el golpe final de la ubicua televisión de los teleclubs al principio, y después en cada casa. Una lengua que sólo tuvo alguna presencia literaria en el Siglo de Oro, cuando Juan de Fermoselle (precisamente el nombre de un pueblo del Sayago), más conocido por Juan del Encina, representaba a gente muy basta en sus teatrales entremeses y les hacía hablar en sayagués. Hasta el punto de que alguno de sus personajes más educados en la escena decían: «¡Qué vulgar es..., que habla sayagués!».

Y mientras hacía tales evocaciones, el gasolinero, hombre fornido de tanto darle a la bomba manual, me espetó: «Esta tierra es bastante ruda y ¿sabe lo que le dicen? Pues que “al sayagués, ni le quites ni le des...”». Con tan lapidaria sentencia, dejamos aquellas tierras, para discurrir hacia entornos más amenos. Seguro que ahora las cosas ya no están así por el Sayago, y aunque siempre tuve un cierto propósito de volver algún día, no he podido cumplir ese deseo.

Más que unas memorias

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