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LUCÍA BOSÉ, EL CICLISTA Y ÚLTIMOS TIEMPOS PATERNOS

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Y ya que hemos hecho el relato del torero y la actriz de Mogambo —la mejor película de John Ford, y de Ava—, recordaré otra tarde, años después, estando también en el cuarto de estudios de casa, con mis tres hermanos varones, cuando mi padre abrió la puerta y nos informó de la visita que tenía:

—Está en la consulta Luis Miguel con Lucía Bosé, y ella me dice que le gustaría mucho conoceros, porque el torero le ha hablado tanto y cuanto de vosotros...

Fuimos para el despacho a conocer a Lucía, que había querido consultar a nuestro padre sobre la fuerte anemia que sufría, mezclada con reminiscencias de una tuberculosis que había padecido de niña. El caso es que los cuatro hermanos varones entramos en la consulta, y vimos a un Luis Miguel más sonriente de lo habitual. Y a una Lucía un tanto admirativa, al ver a los cuatro hijos del doctor, tan jóvenes y tan altitos —eso dijo ella— los cuatro.

Nos quedamos embelesados al ver a Lucía, radiante, en su mejor juventud, con aire soñador, y vestida deportivamente, con botas altas de montar a caballo. Y no es que hubiera estado ejercitándose en ningún picadero o en el hipódromo, sino que llegaba del rodaje, con Juan Antonio Bardem como director, de una película que luego llevaría por título Muerte de un ciclista. La vestimenta de amazona de Lucía se correspondía a una de las secuencias del filme, una escena con el actor uruguayo Carlos Casaravilla, su marido en la ficción; que transcurría en una fiesta campestre, en medio del flirt —como se decía entonces, en vez de ligue— que mantenía con un persuasivo galán, personificado en el actor Alberto Closas.

No pudo pasárseme por la imaginación en ese momento que años más tarde conocería a Juan Antonio Bardem, al coincidir uno frente al otro en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en febrero de 1956, cuando ambos fuimos detenidos con ocasión de los sucesos estudiantiles. Por entonces, según me relató en voz muy baja el propio Bardem, pero suficiente para salvar el corredor que separaba nuestras respectivas celdas, él estaba rodando en Palencia otra de sus grandes películas, Calle Mayor.


Antes de terminar mis evocaciones paternas, recordaré que al retornar a Madrid de un viaje a Canarias, adonde fui para recuperarme definitivamente de los traumatismos causados por un accidente de montaña que sufrí el Día de Inocentes de 1974, en una de sus frecuentes visitas a casa mi padre me preguntó:

—¿Qué tal por Canarias?

—Muy bien, todo estupendo. En Lanzarote se portaron muy bien con nosotros. —Había ido con Carmen, los tres hijos y la joven Carmina Rocandio que trabajaba en casa—. Es una isla de paisajes impresionantes, y un gran artista de allí mismo, con quien hemos trabado muy buena amistad, el pintor y escultor César Manrique, trata de que no se altere el ambiente tradicional de campos y pueblos. Se ha convertido en la auténtica conciencia pública de la isla...

—Fíjate, que yo no he estado nunca en Canarias... —comentó mi padre.

—Pues bien merece la pena.

Ni corto ni perezoso, como se dice, unas semanas después, Don Manuel se fue a Gran Canaria para pasar unas cortas vacaciones con una amiga suya a quien llamaré Verónica, del entorno del mundo de los toros. Allí pasaron unos días en San Bartolomé de Tirajana, en el sur de la isla, en un hotel próximo a la Playa del Inglés. Y estando yo una mañana en mi oficina, una de mis secretarias, Gloria, me anunció una llamada telefónica:

—Don Ramón, le llama Verónica, desde Canarias... me dice que se trata de un asunto personal...

De inmediato supuse que algo no precisamente bueno había ocurrido a Don Manuel. Me puse al teléfono:

—Hola, Verónica, gracias por llamar. Ya me imagino qué es...

—Sí, Ramón, tu padre ha muerto, hace sólo una hora. Estábamos tranquilamente en el hotel, cuando se sintió mal, y a pesar de que se tomó una cafinitrina, la cosa no se resolvió. Enseguida, en una ambulancia le llevé a un centro médico próximo, pero en el camino el infarto de miocardio acabó con él. Puedes imaginarte cómo me siento...

De tiempo en tiempo, los cinco hermanos vamos a visitar la tumba de nuestro padre en el cementerio civil de Madrid, no lejos de los misteriosos mausoleos de dos presidentes de Gobierno de la Primera República española, Francisco Pi y Margall, y Nicolás Salmerón; y poco distante también de la tumba de Pablo Iglesias, fundador de la UGT y del PSOE. Pero sobre todo, mi padre descansa cerca de Pío Baroja, a quien también visitamos cuando los cinco hermanos vamos a recordar a nuestros padres, él en el cementerio civil, y ella, cerca, en el de La Almudena.

La desaparición de mi padre significó la ruptura con el previo eslabón de la filogenia familiar. Ya no tenía que rendir cuentas a quien me había dado la vida, porque si bien desde los veintiún años yo era legalmente mayor de edad, mi padre me decía, con plena razón:

—Recuerda, hijo: nunca renunciaré a mi patria potestad.

Algo que yo aceptaba razonablemente, pero que en las generaciones últimas ya sería muestra de un paternalismo inaceptable. Mi único hijo varón, Moncho, me dijo una vez:

—Tú has sido mejor hijo que padre. En lo que a mí se refiere. Y recuerda que tu patria potestad sobre mí se acabó con mi mayoría de edad, cuando cumplí dieciocho años.

Y tal vez tenga Moncho toda la razón, más que nada en lo primero. También es cierto que nuestra infancia fue muy distinta de la de mis hijos. Nosotros fuimos criaturas de una lucha fratricida y miserable, de la que los protagonistas de un filme de Benito Zambrano (La voz dormida) dijeron algo estremecedor: «Aquélla fue una guerra que nunca debió haber ocurrido». Y eso lo llevaremos siempre en la carne, y ése es también el recuerdo que desde siempre y para siempre se une con la memoria de mis padres, que se vieron arrastrados por la turbulencia de unos episodios que hoy no se entienden ya. Algo que intenté reflejar en el libro que publiqué en 2010, Breve historia de la guerra civil española.

Más que unas memorias

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